Después de haber liberado a media América Latina y promovido la unión continental, Simón Bolívar veía como todos sus esfuerzos para consolidar la paz y la unión de las excolonias españolas, fracasaban. Las disputas personales y los enfrentamientos entre naciones hermanas conspiraban contra sus aspiraciones y contra su salud.
Hasta su acercamiento con la Iglesia se había convertido en un obstáculo ya que el 4 de agosto de 1829, el Vaticano declaró que su conducta “le había procurado la opinión del liberal y ateo” y agregaba que “no se le debe otorgar ninguna comunión por parte de la Santa Sede”.
Como si esto no fuera suficiente, en Bogotá sufrió un atentado contra su vida, del que resultó ileso gracias al rápido accionar de su amante, Manuela Sáenz. Bolívar debió pasar la noche bajo un puente para evitar que lo encuentren los sicarios dispuestos a asesinarlo.
En este clima enrarecido, la Gran Colombia declaró la guerra al Perú y este invadió a Guayaquil. Poco después, Venezuela se declaró independiente, y el general Paz ordenó el destierro del Libertador.
El 20 de enero de 1830, Bolívar presentó su renuncia ante el Congreso Admirable, que inicialmente la rechazó aunque cinco meses más tarde aceptó la dimisión. Decidido a partir hacia Europa, debió vender su vajilla de plata para afrontar los gastos del viaje.
Estos sinsabores habían resentido su salud. Sabiendo que en Santa Marta trabajaba el doctor Alejandro Próspero Révérend, se dirigió con su comitiva hacia esa localidad con la esperanza de recuperar su estado. El doctor Révérend había pertenecido al ejército de Napoleón antes de comenzar sus estudios de medicina. En 1824, decidió exiliarse por cuestiones políticas y se dirigió a América, donde su título fue revalidado por la Universidad de Cartagena.
El 1° de diciembre de 1830 conoció a su ilustre paciente. Bolívar se mostró muy amable e insistía en hablarle en francés al doctor, quien dejó escrita una detallada historia clínica en 33 boletines donde detalló la evolución de la enfermedad y donde posteriormente completó con los resultados de su autopsia.
La primera impresión diagnóstica de Révérend fue poco favorable, razón por la que convocó a una junta médica con el doctor MacNight, cirujano del barco norteamericano Grampus, que escoltaba al general en la última parte del viaje por el río Magdalena.
Inicialmente, Bolívar se alojó en la Casa Aduana de Santa Marta, pero se decidió que estaría más cómodo en la quinta de San Pedro Alejandrino. Durante los primeros días, el Libertador se mostró optimista sobre la evolución de su enfermedad y entusiasmado con la idea de trasladarse a la Sierra Nevada de Santa Marta. Sin embargo, los miembros de su séquito, los generales Montilla, Carreño, Silva, y su leal ayuda de campo, José Palacios, ante el notable deterioro de Bolívar, que para entonces pesaba solo 40 kilos, instaron al doctor Révérend a que le sugiriese ordenar sus asuntos mundanos, ya que su fin se aproximaba inexorablemente.
Si bien inicialmente esta sugerencia enfureció al general, ante el evidente empeoramiento, el 10 de diciembre redactó su testamento y una última proclama al pueblo de la Gran Colombia, con la intención de apaciguar las rebeliones que impedían la continuidad de la Confederación: “No aspiro a otra gloria que la consolidación de Colombia… Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
Su última semana de vida estuvo marcada por una tos persistente que le impedía dormir y que el doctor consideraba que era de origen tuberculoso. Sin embargo, este diagnóstico se puso en duda durante la segunda autopsia ordenada en 2010 por el presidente Hugo Chávez, quien estaba empeñado en demostrar que el Libertador había sido envenenado con cianuro por orden del presidente Francisco de Paula Santander.
No se encontró cianuro en los restos del Libertador y tampoco se encontró el ADN de la micobacteria de la tuberculosis. El doctor Ramiro López Pulles, uno de los responsables de la nueva autopsia, consideró que la causa de muerte se debió a un desequilibrio hidroelectrolítico por las pérdidas de sodio y potasio causado por los enemas aplicados al Libertador por el doctor Révérend, siguiendo las prácticas de la época, cuando se desconocía al agente causante de la enfermedad.
En virtud a las horas finales de Bolívar, resulta determinante apuntar la reticencia del general a aceptar el tratamiento propuesto. “Todos los síntomas de las enfermedades se han exacerbado”, escribió Révérend. El general orinaba sangre, la respiración era trabajosa, sus piernas estaban hinchadas por el edema y por momentos estaba confuso y decía incoherencias (la autopsia hecha por el médico francés mostró compromiso cerebral).
Finalmente, a las nueve de la mañana del 17 de diciembre, y ante el irremediable final, el general fue visitado por el obispo Estévez de Santa Marta. La reunión fue a puertas cerradas y no se sabe exactamente de qué hablaron, lo cierto es que el obispo se fue contrariado y Bolívar le dijo a Palacios: “¿Cómo voy a salir de este laberinto?”, frase que tomo Gabriel García Márquez como título de su novela sobre los últimos días del prócer.
A continuación, el doctor Révérend invitó a los presentes a despedirse del Libertador, quien apenas salía de su soporte diciendo incoherencias. Poco después del mediodía, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte y Palacios Blanco, con apenas 47 años intensamente vividos, pasaba a la inmortalidad.
Su cuerpo fue sometido a una autopsia realizada por el mismo Révérend, quien también se encargó de embalsamarlo y vestirlo para su velatorio. La conclusión diagnóstica del profesional señalaba que Simón Bolívar había fallecido a causa de un “catarro pulmonar que habiendo sido descuidado pasó al estado crónico y consecuentemente evolucionó a tisis pulmonar”. Su cadáver fue expuesto en una capilla ardiente y sepultado en la bóveda de la familia de Díaz Granados en la Catedral de Santa Marta (que quedó destruida en 1837 cuando un rayo quemó dicho templo).
La última voluntad de Bolívar era ser enterrado en su Venezuela natal, circunstancia imposible de cumplir por la difícil situación política que se atravesaba al momento de su muerte. Su deseo recién pudo ser cumplido en 1842, pero sin el corazón del Libertador, que al parecer permaneció en Santa Marta y se ha extraviado junto a otras partes de su anatomía.
Mucho se ha escrito sobre este notable americano, paladín de la independencia que no pudo ver cumplido su deseo de ver unidas a las antiguas colonias españolas. “He arado el mar y sembrado en el viento”, expresó amargamente al ver sus sueños desvanecerse. “Me separé del mando cuando me persuadí que desconfiaban de mi desprendimiento -sostuvo-. Mis enemigos abusaron de mi credulidad y hallaron lo que me es más sagrado: mi reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores que me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los perdono”.