Marcelo Loiseau tiene 59 años y más de 40 años de oficio como perito apicultor: su vida son las abejas. Hace aproximadamente diez días, una vecina del barrio porteño de Barracas lo convocó a través de una persona en común para advertirle acerca de la presencia de un enjambre y pedirle que relocalizara la colmena ubicada en el tercer piso de un edificio en refacción. Hasta ahí, cuenta ahora Marcelo, nada fuera de lo normal. “Si bien me dedico a producir, envasar y vender miel, también realizo este tipo de trabajos. Hay muchísimas personas que tienen colmenas en árboles, en casas, en chimeneas y no hay quien esté rescatando a las abejas. Hace unos años, llamaban al fumigador. Hoy, hay más conciencia y prefieren reubicarlas”, explica el hombre a Infobae.
En ese contexto, el pasado sábado 7 de diciembre, Marcelo acudió al hotel de la calle Bolívar al 1600 junto a su hijo Ulises, de 17 años. Según cuenta, este no fue un trabajo más por varios motivos. El principal: el tamaño de la colmena. “Al romper la pared, nos dimos cuenta de que habían construido panales de más de dos metros”, explica el apicultor en charla con este medio. La segunda razón va de la mano de la primera: dada la magnitud del trabajo, Ulises grabó un video y lo publicó en la cuenta de Instagram del emprendimiento familiar, Miel Corapi. “Relocalización de una colmena urbana”, lo titularon. La secuencia tuvo más de 8 millones de vistas y 240 mil Me gusta.
El día anterior, el apicultor recorrió la obra de la mano de Oscar, el arquitecto a cargo. “Me explicó que habían detenido esa parte de la construcción porque habían querido sacar una viga y salían abejas de la pared. Subí al andamio, inspeccioné la situación, y le expliqué que íbamos a tener que romper. Además, pedí que me pusieran otro andamio del lado de adentro para trabajar más cómodo”, detalla.
Finalmente, padre e hijo llevaron adelante la misión con Rogelio, uno de los albañiles al que Marcelo bautizó como “el mago del martillo neumático”. “Rompió la pared con mucha delicadeza. Sin dañar los paneles hizo gran parte de la tarea. Aunque después no participó de sacarlos, su rol fue fundamental”, dice el apicultor.
Paso a paso
El trabajo comenzó a las 9 de la mañana. Se colocaron los equipos de protección y, mientras Rogelio rompía la pared, Marcelo encendió el ahumador. “Se trata de un instrumento fundamental que usamos los apicultores para apaciguar a las abejas. Es un tachito en el que quemamos hojas de pino o cualquier material combustible, pero de forma incompleta. Producimos humo y lo direccionamos con un fuelle. Aprovechamos esta memoria ancestral que tienen las abejas de su enemigo letal: el incendio. La colmena constituida por panales de cera, se quema íntegra. Entonces, cuando huelen el humo, tienen una tendencia a desorganizarse”, explica Loiseau.
—La colmena tenía más de dos metros de largo. ¿Te sorprendió o ya lo intuías?
—Nos sorprendió en el momento. Yo había estado el día anterior en la cornisa del edificio y ahí vi la salida de la ventilación por donde entraban y salían las abejas; pero era imposible saber de antemano cómo era de grande la colmena. Arrancamos en el tercer piso y tuvimos que ir bajando el tablón en el andamio al punto de que pensamos: “Che, ¿y si esto sigue hasta la planta baja?”. Al final no. Lo que pasa es que las abejas se amoldan a las cavidades. En este caso se trató de un conducto de ventilación que había en ese viejo hotel. A juzgar por el color y la fineza de los panales, se puede decir que llevaban varias temporadas viviendo en ese lugar.
—¿Cuánto demoró el trabajo?
—Aproximadamente, unas cuatro horas. Terminamos de sacar todos los paneles cerca de las 13. En el proceso, encontramos a la reina y eso fue una suerte. ¿Por qué? Porque la reina tiene una feromona que atrae al resto de las abejas. Si la reina volaba a otro edificio, todas las demás iban a irse atrás de ella. Al ubicarla y colocarla dentro del cajoncito ya teníamos gran parte del trabajo hecho. Igual, yo me quedé hasta la tardecita. Cuando cae el sol, todas las abejas que andaban por ahí vuelven a su colmena y, al encontrarse con que su nido no está, se ponen más agresivas.
—¿Por qué trabajaste sin guantes? ¿No te da miedo eso?
—Los guantes estaban ahí, a un costadito. (Risas). Por mi experiencia, enseguida me di cuenta de que la colmena era súper mansa y para sacar las abejas de ese lugar, lo mejor era usar las manos porque tenés una sensibilidad mayor. Con los guantes no sentís la punta de los dedos. Lo hice con extremo cuidado. Un par me picaron, pero fue tolerable. Aparte, después de tantos años, estoy inmunizado. No al dolor, pero sí a la hinchazón, que es lo más incómodo.
—Si una persona encuentra una colmena en su chimenea, por ejemplo, ¿cuánto puede costar un trabajo de relocalización como este?
—Depende de la complejidad. El tema de la altura es clave porque de eso depende si hay que contratar a alguien que rompa o que arme y coloque andamios... El trabajo nuestro, sin contar esos adicionales, ronda entre los 200 y 300 mil pesos.
—Antes me hablaste de una mayor conciencia social sobre las abejas. ¿Corren riesgo de extinguirse?
—El trabajo con las colmenas se hizo bastante más complejo en estos últimos años, básicamente por cómo se están produciendo los alimentos en el campo. O sea, las abejas fundamentalmente trabajan en el campo, salvo estas que viven en la ciudad. Y el modo de producción en el campo es cada vez más intensivo, con monocultivos, con herbicidas e insecticidas para alcanzar siempre a los máximos rendimientos. Todo eso está tensionando mucho todos los ecosistemas: no solamente sufren las abejas, sufren todos los polinizadores, toda la fauna silvestre que vive en los campos. Entonces, volviendo a tu pregunta, ¿están más débiles las abejas? Sí. ¿Van a desaparecer? Yo te puedo asegurar que mientras haya flores en el mundo va a haber abeja porque es lo único que necesitan.