“No vengo de una familia de guita. No tengo dos ex maridos que me mantengan. Hay un montón de minas que vienen también a hablar de plata. Y tienen atrás al marido que está lleno de guita. ¡Qué piolas! Hablan de inversiones. ¿Y ellas las hicieron? No. Yo logré todo sola”. Gabriela Totaro termina la frase y agrega, sin dudarlo, “y es un orgullo”. Tiene 48 años y hoy, asegura, no necesita trabajar para vivir. Si vive, lo hace de sus inversiones. Es Psicopedagoga, Productora de Seguros y especialista en Educación Financiera, atiene una consulta cuyo nombre son sus iniciales, GT, pero además tiene una historia de vida detrás que la sostiene. Porque no siempre pudo estar tomando un café en una patisserie de la avenida del Libertador, como ahora.
Hace 16 años, en 2008, le diagnosticaron un tumor en la columna vertebral. Y le indicaron una operación urgente. Al mismo tiempo, su hijo Francisco —que por entonces cargaba con una historia clínica frondosa y hoy tiene 22 años— tenía una cirugía programada por una cardiopatía. Y con la moneda en el aire, Totaro no dudó: primero operarían a su hijo; luego, a ella.
Gabriela nació en la localidad de Grand Bourg. Su abuelo llegó desde Campobasso, Italia, y fundó allí uno de los primeros hornos de ladrillo. En el barrio Eva Perón, sus padres se conocieron. Carmen tenía 19, y Lito, 21. Ella es la hija más chica de tres hermanos. “La malcriada. Mis viejos con mis hermanos fueron más estrictos. Y yo hice lo que quise…”.
Entre esas libertades que tomó, estuvo la de terminar la escuela secundaria en San Isidro. ”La pasé mal, porque me discriminaban. Me decían ‘la negra de Gran Bourg’. Pero lo que no te mata, te fortalece”, asegura. Después ríe y recuerda: “¡Qué no estudié! Cuando terminé me anoté en Administración de Empresas. Hice un año y medio pero no me gustó. Empecé Óptica y Contactología porque la carrera tenía mucha física y me gustaba, pero no era por ahí… Me tomé un año sabático y después me decidí por Psicopedagogía”.
Esta vez, acertó. “Dirigí mi carrera hacia lo empresarial. Yo era, por ejemplo, las que hacen los test para tomar a la gente en los trabajos. Y en la parte educativa, me involucré en la pedagogía Waldorf como maestra integradora. Eso me abrió la cabeza. Para mí el sistema educativo está alejado de la realidad. Acá trabajábamos sobre las inteligencias múltiples.
Mientras trajinaba sus primeros trabajos, conoció a su primera pareja. “Yo tenía 20 años, él 30. Nos fuimos a vivir juntos después de un año de novios y a los cinco años buscamos a Fran…”.
Su primer hijo fue también el primer golpe que tuvo Gabriela en la vida. Había nacido con una malformación. “En el embarazo no lo detectaron. Tenía atresia de esófago. Quiere decir que estaba cortado. Significa que en vez de tragar lo que iba al estómago, se iba al pulmón. Cuando estaba recién nacido se lo llevaron para ser operado de urgencia. “Hoy lo pienso y fue hasta gracioso. Entró una médica con una placa y me dijo ‘mirá a tu hijo’. La pediatra se fue con mi marido atrás. Golpean la puerta, llaman al médico, que sale. Y me quedé sola en la sala de parto, con las piernas todavía abiertas. Cuando volvieron, mi marido tenía los ojos rojos de tanto llorar. Yo dije ‘acá hay algo que no está bien’. La médica me dijo que Fran tenía un problemita en el esófago, que estaba obstruido. Le dije ‘destapalo’....”
Francisco estuvo seis horas en el quirófano. La operación implicó que le abrieran toda la espalda. “En la cirugía se descompensó, se edematizó todo. Y ahí estuvo, cuatro meses internado en terapia intensiva, con cables por donde te imagines. Las 72 primeras horas fueron muy complicadas. Todos los días, de 7 a 19, estaba en la sala de espera. Además, me conectaba a las máquinas de sacar leche, porque no comía… Cuando le dieron el alta, me separé de mi marido”.
Los problemas conyugales fueron insalvables. Totaro explica que su ex tenía “síntomas de depresión y esto lo terminó de hundir. Entre uno con ataque de pánico y otro que se moría ahogado porque necesitaba oxígeno era muy complejo. Fue todo pasito a pasito…”.
Lo de Fran no terminó allí. El niño estuvo ocho años con internación domiciliaria. Y debió someterse a 13 cirugías. Además, Gabriela quedó muy mal económicamente luego de separarse. “No tenía un mango. Me fui a vivir a la casa de una amiga que también estaba separada, porque no quería volver con mis viejos, no quería volver a ser hija. A veces uno, aunque esté menos diez, conserva cierta lucidez. Con mi amiga nos hacíamos compañía, criamos a los pibes”.
Cuando su hijo cumplió un año y medio, Gabriela comenzó a trabajar en una clínica durante cuatro horas como psicopedagoga y se mudó con él a un departamento que le alquiló en Belgrano su ex. “Mi hijo estaba una semana internado, una enfermo en casa, así fue el ciclo durante mucho tiempo. Mi papá y mi mamá me ayudaban. Igual, mi cena con Fran a veces era un sobrecito de sopa crema de cebolla y nada más”.
Y mientras sostenía esa rutina agotadora, conoció a su segundo esposo, Guillermo. En realidad, lo conoció porque decidió cortar con el trabajo en la clínica. “Atendía pacientes de terapia intensiva y volvía a casa y seguía con la internación domiciliaria de Fran. Era demasiada carga. A mi hijo no lo podía abandonar. Así que llamé a todos mis contactos y les dije ‘necesito un laburo que no me demande emocionalidad’. Quiero ser un robot”.
Un amigo se lo consiguió: entró como secretaria en ESPN, cuando todavía estaba en una casa de Villa Urquiza. Para Gabriela, en ese momento, era un trabajo ideal. Con Guillermo, productor periodístico, estuvo un año y medio como amigos, hasta que la relación decantó. Comenzaron a convivir, pero cuando todo parecía encarrilarse, dos malas noticias pusieron al futuro en stand by.
“A Fran le descubrieron otra malformación, esta vez en el corazón. Le pedí a Guillermo que tuviéramos otro hijo. Le dije que si no buscábamos otro bebé y se moría Fran, me iba atrás de el. Y nació Luciano, Lucho, hoy de 16 “.
Once meses más tarde, Gabriela comenzó a sentir dolores en la espalda. Suponía que era por darle la teta a Luciano, un bebé sanísimo y regordete. Y también porque se acercaba la fecha de la intervención de Francisco y eso la preocupaba. Pero no. “Hubo un día que no podía mover la pierna, y el papá de los chicos me dijo ‘andate a ver al Fleni’. Fui, me hicieron una resonancia y salió un tumor en la médula. Ya tenía compresión medular, estaba perdiendo sensibilidad. Me dijeron que me tenía que operar urgente, pero me negué. Era un miércoles y a Fran lo operaban el lunes siguiente. Esperábamos hacía dos años la cirugía de él. Así se hizo: lo operaron a Fran, que estuvo una semana en terapia intensiva porque hizo una arritmia y le tuvieron que sacar el corazón, fue a bomba y se lo volvieron a poner con un autotransplante. Fue el 17 de noviembre de 2008 y a mi me operaron el 5 de diciembre. Esperé a que estuviera sano y ahí me entregué como vaca al matadero” (ríe).
Ella minimiza el comentario, lo hace al pasar, pero los médicos le habían pronosticado que quizás no volvería a caminar. “Decían que el tumor era a nivel dorsal. Estuve dos años con rehabilitación tres veces por semana en Florida. Ahí si que a Luciano no lo podía alzar. Pero volví a caminar”.
Cuando regresó a su casa, Francisco estaba postrado en una habitación y ella en otra. Su familia la ayudaba con la desinfección de las heridas de ambos. “Desde esa época no puedo oler el pervinox”, bromea.
Dos años y medio más tarde, quiso tener otro hijo. Su marido le dijo “estás re loca”, pero accedió. Y en 2011 nació Antonio, hoy de 13. Para entonces, el marido era el único ingreso de la familia, y eso a Gabriela le molestaba: “Siempre fui muy independiente. Un día, la kinesióloga de Fran, que venía a casa a aspirarlo todos los días, me dijo ‘vos tendrías que trabajar con una amiga mía. No se qué hace, pero le va bien’. Allá fui, era una compañía de seguros. Hice un curso y me recibí de productora”.
Una vez que volvió a la rueda, no paró. A continuación estudió finanzas en UCES y una diplomatura de Blockchain en UCEMA. “Todos los años me propongo estudiar algo. Y ahí creo que está la diferencia de mi consultora. Lo que uní fueron las finanzas con la educación. Eso faltaba. Por eso es de educación financiera y desde la temprana infancia”.
En los minutos que tenía libres, buscó otra ocupación. Más allá de las finanzas, lo que realmente le gusta a Gabriela es ser mamá. “Hubiese vivido embarazada. En otra vida que tenga voy a alquilar mi vientre y no voy a tener maridos. El de los chicos, sobre todo en los primeros años de vida, me parece un mundo fascinante”, asegura. Llegó a un acuerdo con su esposo: “Guille no quería más hijos. Así que le dije ‘entonces vamos a ser familia de tránsito’”. Y lo fueron.
En total, pasaron por la casa familiar 13 chicos desde el 2015. Por entonces, Francisco tenía 13 años, Luciano 7 y Antonio (Toto), 4. “Arrancamos el Programa de Acogimiento Familiar del gobierno de la Ciudad, que habían traído desde España. Fuimos de las cuatro familias fundadoras. Para formar parte, dice, no hay que estar inscripto en el RUAGA (es decir, no hay que estar en la búsqueda de hacer una adopción), hay que tener hijos y tener disponibilidad socioafectiva.
En 2018, su esposo se quedó sin trabajo. Ella pasó a ser el sostén de la familia. “A mi me estaba yendo bien. Arranqué con todo en las finanzas allá por 2012. Crecí un montón. De hecho, hace dos años que estoy retirada y vivo de mis inversiones”.
Fue una etapa de muchos cambios. Tanto Francisco como ella lograron el alta médica, luego de una década de controles. Gabriela también volcó todos sus conocimientos de psicopedagogía y finanzas en un libro “para chicos y grandes” que llamó Silver. Es decir, plata, aunque no dinero.
Mientras Guillermo se quedaba sin trabajo, a ella se le “disparaba toda la creatividad”, explica. “Tenía el proyecto, quise que fuera un cuento clásico adaptado a las finanzas. Este es el de Aladino y la Lámpara Maravillosa. Y el genio es un genio financiero. Además, logré que la ilustradora fuera Dolores Avendaño, la misma de Harry Potter. Nunca pensé en llenarme de plata, los libros no te dan de comer, pero sí impactar: viene con una guía práctica para armar un presupuesto familiar”.
Silver fue otro paso en la dirección que hoy desea establecer. “Yo hablo de educación financiera desde hace 15 años. Porque me mata la gente que habla de educación financiera sin tener formación pedagógica. Hablan de trading, de crowdfunding, de cripto, de cualquier cosa. Pero para educar en esto tenés que tener formación”.
“La relación con el dinero se forja desde que vos sos chico”, sostiene. Para ella, la experiencia de crecer en un hogar con altibajos económicos le dio una perspectiva única sobre el valor del dinero. “Teníamos plata, nos íbamos un mes a Córdoba; no teníamos plata, nos llevaban a remontar barriletes a la Panamericana”, recordó. Esa dinámica le enseñó a no temerle a la falta de recursos ni a obsesionarse con la acumulación de riqueza: “Si me falta, no tengo miedo. Y si me sobra mucho, hay que donar”.
Para Totaro, la resolución de la Comisión Nacional de Valores (CNV) que permite a los chicos invertir en el mercado de capitales a partir de los 13 años, es positiva. “La noticia de que los chicos mayores de 13 años podrían empezar a invertir en el mercado de capitales me puso feliz, porque es darles una alternativa real, regulada, de mercado. Pero los padres no están preparados para acompañarlos y que entiendan que el mercado no es una timba más”. Por eso, afirma, ese cambio debe ir acompañado de un proceso educativo. “Debería haber un curso previo de educación financiera para padres e hijos antes de que accedan al mercado de capitales. Porque si entrás creyendo que te vas a volver millonario, vas a perder plata”, advirtió.
Para ella, “en su mayoría, la gente cree que el mercado de capitales es una timba, cuando en realidad no lo es. Las finanzas no son especulativas. Cuando hacés algo especulativo, seguro vas a perder”.
Totaro, en consecuencia, trabaja en un proyecto de ley que abarca educación financiera desde la sala de cinco en el jardín hasta el último día del secundario. “Si lo implementaran recién en cuarto año, sería tarde”, asegura. Ella propone que la enseñanza en este campo debe comenzar desde los cinco años en las escuelas. “A esa edad ya pueden entender conceptos relacionados con el tiempo, como resignar la inmediatez y el hoy para alcanzar una meta más larga”, señaló. Según Totaro, “cuando le das herramientas reales a un chico y le enseñas que con esfuerzo y tiempo puede lograr metas, no cae en el pensamiento mágico de que ponen uno y ganan un millón, como en las apuestas online”.
No solo predica estos conceptos, sino que los aplica en su vida familiar. Sus tres hijos aprendieron a gestionar sus finanzas desde pequeños. “Los tres invierten, los tres ahorran y los tres ganan. El más chico empezó a los ocho años, ahora tiene 13. Ellos se administran: si pueden salir dos veces a comer o una, si se pagan la peluquería o el celular. Si ahorran, invierten”, explica.
Como ejemplo pone a su hijo menor, quien recientemente decidió usar las ganancias de sus inversiones para pagar su viaje de egresados. “Nos preguntó cuánto estaba teniendo en la bolsa y si podía pagar las tres cuotas sin perder rentabilidad ni descapitalizarse. Sacó la cuenta y lo pagó él. Tremendo”, comentó orgullosa.
Para Totaro, esta enseñanza les da a los niños una herramienta fundamental para enfrentar los desafíos económicos de la vida adulta. “Si no tenés educación financiera como papá, no podés ayudarlos. Y si no les das una alternativa, como invertir en la bolsa, por ejemplo, van a dejar de creer en la magia que venden influencers o en las apuestas”, advirtió.
Pero no todo es tan sencillo, asume.Según explica, las instituciones educativas enfrentan desafíos básicos, como garantizar que los alumnos aprendan a leer y escribir o que estén bien alimentados. “Un colegio del Estado se volvió más asistencialista que otra cosa”, afirma. Sin embargo, también reconoció que los talleres y charlas ocasionales en las escuelas generan receptividad entre docentes y alumnos. Para la también educadora, la capacitación de los maestros en esta área no solo beneficiaría a los alumnos, sino también a los propios docentes, quienes podrían aprender a manejar mejor sus recursos.