Corría el mes de febrero de 1953 y el aeropuerto de Nueva York parecía un set de grabación. Entre cámaras, flashes y voces apuradas, cientos de periodistas y fotógrafos esperaban el descenso de una figura que, hasta hacía solo unos meses, era desconocida. Había también autos de protocolo y guardias de seguridad. Cuando finalmente descendió del avión, envuelta en un lujoso abrigo de piel y con una sonrisa serena, Christine Jorgensen ya no era el exsoldado que viajó a Europa. A los 27 años, y luego de someterse a una cirugía de cambio de sexo en Dinamarca, regresó a su país convertida en un símbolo. Pero aún no lo sabía.
El momento quedó registrado por una cámara de televisión. En la secuencia, que encabeza esta nota, se la ve a Christine bajar de las escaleras del avión para luego dirigirse a una especie de atril, repleto de micrófonos, donde mantuvo un breve intercambio con los medios. “Estoy muy impresionada de que todos hayan venido”, arrancó ella. Ávidos por obtener algún dato o precisión acerca del futuro profesional de la mujer, los periodistas la abrumaron con preguntas:
—Christine, ¿estás feliz de estar en casa?
—Sí, por supuesto. ¿Qué estadounidense no lo estaría?
—¿Te ofrecieron un contrato cinematográfico?
—Sí, pero no lo acepté.
—¿Tenés planeado hacer teatro?
—No, no lo creo.
—¿Vas a seguir adelante con la fotografía?
—Espero que sí. Estoy muy feliz de estar de vuelta. Y, por el momento, no tengo ningún plan. Les agradezco a todos por venir, pero creo que es demasiado.
Meses antes, más precisamente el 1° de diciembre de 1952, la portada del Daily News anunció la transformación de Christine con un título impactante: “Un exsoldado se convierte en una hermosa rubia”. A las letras catástrofes, el diario le sumó dos fotografías: una del antes y otra del después. El contraste visual desató una mezcla de fascinación y morbo que la redujo a una sensación. No importó que luego apareciera la información de que hacía casi tres décadas se habían realizado las primeras operaciones de cambio de sexo. Christine Jorgensen se instaló como la pionera.
Sus orígenes
La historia que a fines de 1952 copó titulares comenzó mucho antes, en las calles del Bronx, donde Christine nació como George en 1926, en el seno de una familia trabajadora. Su padre era carpintero; su madre, ama de casa. Fue el segundo hijo del matrimonio. Durante su infancia, sintió una profunda desconexión con el género asignado al nacer. A diferencia de otros niños de su edad, prefería estar cerca de su madre, intentando emular sus gestos y preguntándole por qué no podía ser como ella. Por eso, en la escuela, fue blanco de bullying: sus compañeros lo llamaban “afeminado” y se burlaban de su fragilidad.
En un intento por encajar en la sociedad y también por complacer a sus padres, se alistó en el Ejército durante la Segunda Guerra Mundial, pero lo destinaron a un puesto administrativo lejos del frente. Al regresar, estudió fotografía y para ser asistente dental. Sin embargo, la infelicidad persistía: George sentía que su cuerpo era una prisión.
Fue entonces cuando comenzó a investigar de manera autodidacta y, en los archivos de una biblioteca, descubrió un artículo sobre tratamientos hormonales experimentales. La información encendió una chispa de esperanza que, tras la consulta con distintos médicos estadounidenses, se apagó rápidamente. El diagnóstico: era un “invertido”; padecía, según los que lo revisaban, “una desviación moral”.
El viaje a Dinamarca: transformación y renacer
Entre la frustración y la tristeza, George decidió buscar respuestas al otro lado del Atlántico. Juntó dinero y, en 1950, viajó a Europa. Su destino inicial era Suecia, conocida por sus avances médicos, pero durante una escala en Dinamarca conoció al endocrinólogo Christian Hamburger, quien aceptó llevar su caso. Bajo su supervisión, comenzó un tratamiento hormonal intensivo, complementado con evaluaciones psiquiátricas y cirugías que culminaron con una cirugía de cambio de sexo. “Me devolvió la vida”, diría Christine años después sobre su médico, en cuyo honor adoptó su nuevo nombre.
El proceso duró más de un año y no estuvo exento de dolor. Durante dos años, Christine se sometió a una orquiectomía (extirpación de uno o ambos testículos) y a una penectomía, además de terapias psicológicas. A pesar de los desafíos físicos y emocionales, la transformación fue liberadora. “Ahora tengo una identidad; soy libre de ser yo misma por primera vez”, les habría expresado a sus padres en una carta que les envió.
Al poco tiempo, alguien filtró la historia a la prensa norteamericana y el Daily News, propiedad del imperio Hearst, envió un reportero a Dinamarca que le pagó 20.000 dólares por una entrevista exclusiva. “No entiendo todo este alboroto; solo quiero vivir mi vida tranquilamente”, confesó Christine.
Su activismo y legado
Al regresar a Estados Unidos, Christine fue recibida como una celebridad. Apareció en programas de televisión y recibió ofertas laborales, aunque muchas reducidas al morbo de su cuerpo. Pero la aceptación inicial fue fugaz. Cuando los tabloides revelaron que aún no había completado su vaginoplastía, la transfobia emergió con fuerza y se volvió objeto de burla y rechazo.
“Los artículos del Post se referían a mí como ‘él’, ‘Jorgensen’ o ‘el hombre del Bronx’, como si yo fuera un eslabón perdido de la antropología“, contó ella.
Tiempo después, y tras varios trámites engorrosos, el gobierno de Estados Unidos autorizó especialmente que se le realizara a Christine una vaginoplastía. En el mientras tanto, la mujer actuó en clubes nocturnos donde cantaba y hacía monólogos. También publicó su autobiografía Christine Jorgensen. A Personal Autobiography que vendió casi medio millón de copias. Su historia también fue llevada al cine.
Pero su actividad más persistente tuvo que ver con la militancia por los derechos LGBT. Durante décadas, dio charlas en universidades, asociaciones y eventos públicos, ofreciendo apoyo a personas transgénero. Su libro se volvió una herramienta para educar a una sociedad que estaba muy poco informada del tema. “No sabía que estaba abriendo puertas para otros. Solo quería ser feliz y vivir mi verdad. Pero si mi historia ayuda a alguien más, entonces habrá valido la pena”, reflexionó.
Cuando murió en 1989 a los 62 años, víctima de un cáncer de vejiga, Christine Jorgensen había trascendido los límites de su propia vida. Más allá de las portadas sensacionalistas y el escrutinio público, su legado permanece como un símbolo de resistencia y visibilidad, en una época que castigaba cualquier desviación de las normas. “La vida es un regalo, y la identidad, una lucha constante. Yo gané la mía. Espero que otros encuentren la fuerza para ganar la suya”, dijo en una de sus últimas entrevistas.