El Mundial 78 es generador de debates airados, enconos, sospechas y defensas encendidas desde hace 46 años. El interés que provoca no se apaga. Una prueba de ello es la repercusión que está teniendo Argentina 78, la serie documental de cuatro episodios que estrenó esta semana Disney+. La obra fue escrita y dirigida por Lucas Bucci y Tomás Sposato y está basada en 78. Historia Oral del Mundial, un libro de mi autoría.
Con el respaldo de gran material de archivo y una notable habilidad narrativa, los directores hilan los testimonios de especialistas, testigos y protagonistas como Menotti, Passarella, Kempes, Firmenich, Ezequiel Fernández Moores y varios más.
La pregunta clave es: ¿Cuáles son los motivos que hacen que el Mundial 78 siga movilizando, interesando, a la gente, que hacen que las posturas casi no conozcan términos medios?
Estoy convencido de que gran parte de lo que se cree saber sobre el Mundial 78 es erróneo. No se ajusta a lo sucedido. La historia de este campeonato se inundó en las últimas décadas de una inmensa cantidad de mitos y falsedades que a fuerza de repetición han pasado a integrar el canon discursivo sobre el Mundial. Son estos axiomas, replicados al infinito, los que hoy definen al campeonato y sus circunstancias -fue mucho más que un Mundial- por más que sean falsos o flagrantes construcciones posteriores sin demasiado sustento en la realidad.
Ese proceso de mitificación, de cristalización de verdades aparentes, de manera inevitable, acarrea malentendidos, exageraciones, deformaciones y falseamientos. Así los hechos históricos quedan relegados, ocultos tras esa maraña de inexactitudes que de a poco van desviando el eje. Estos movimientos telúricos que provocan los choques entre la historia, la memoria, la divulgación y la coyuntura política van generando nuevas versiones de viejos sucesos. La discusión pública se centra en esas afirmaciones y no en lo que efectivamente sucedió.
Tal vez la explicación, como tantas veces, la encontremos en una letra de Charly García (junto a la obra de Borges nuestro I Ching): “Será porque nos queremos sentir bien/ que ahora todo suena diferente”, canta en Buscando un símbolo de paz.
Una enumeración de algunos (no todos) de esos mitos: el Mundial fue una cortina de humo para tapar los crímenes de la dictadura, los argentinos movilizaron las campañas de boicot en Europa, en el exilio no se deseaba el triunfo de la Selección, los partidos se vieron en colores por la televisión local, hubo silbidos a Videla en los estadios pero los medios no los comunicaron, la salida de Maradona provocó polémica y quejas, estaba prohibido criticar al equipo, Menotti estaba blindado mediáticamente, la gente salió a la calle como una manera de resistencia a la dictadura, Carrascosa renunció en disconformidad por el rumbo político del país (y los otros diez motivos con las que se intentó explicar su dimisión), las únicas voces disidentes al campeonato provinieron del exilio y del rock -ni uno ni lo otro-, varios jugadores holandeses y suecos visitaron a las Madres de Plaza de Mayo, Johan Cruyff y Paul Breitner se negaron a asistir en repudio a los militares, la dictadura lanzó en ese tiempo la campaña “Los argentinos somos derechos y humanos”, los holandeses no aceptaban recibir la copa de manos de Videla, los militares eligieron los estadios y las sedes para favorecer a los clubes con los que tenían simpatías, la Selección tenía un juego vistoso y menottista, los árbitros favorecieron a Argentina en cada partido, Perú jugó de igual a igual, Perú fue sobornado con un gran cargamento de trigo. Y muchos otros más.
La obtención del título provocó una enorme fiesta popular. Pero mientras la sociedad fue asumiendo la magnitud de los crímenes cometidos por el Proceso, el Mundial fue perdiendo su brillo primigenio. Los mojones fueron el final de la Guerra de Malvinas -el final de la otra aventura nacionalista de la Dictadura-, las revelaciones sobre los detalles de la represión, la llegada de la democracia, el título mundial del 86 con Maradona -con otra Copa del Mundo para blandir ya se podía denostar el anterior-, la labor diaria y paciente de las organizaciones de derechos humanos para generar consciencia, el pensamiento monolítico instaurado en la primera década kirchnerista. De esta manera, el Mundial 78 se convirtió en un fantasma espeso. Una sombra inasible, maldita.
El Mundial no es un hecho unívoco, tiene diversas dimensiones que merecen considerarse. Simplificar la cuestión no ayuda a comprender. Siempre es oportuno recordar lo que decía Philip Dick: “La realidad es aquello que, cuando uno deja de creer en ello, no desaparece”.
Una obviedad: es imposible contar el Mundial sólo desde su aspecto futbolístico. El contexto político y la vida cotidiana de la sociedad de esos días conforman un entramado indisoluble con el hecho deportivo. También sus implicancias económicas. Conviven de esta manera, la decisión de la Junta de continuar con la organización, la situación de los detenidos-desaparecidos, los intentos por desplazar a Menotti, la dificultad para comprar las entradas, las Madres de Plaza de Mayo, la convocatoria de Norberto Alonso, el nacionalismo rampante, los partidos en pantalla gigante y a color, los goles de Kempes, el frío y la erradicación de las villas, el partido con Perú, el yeso de Van der Kerkhof. Estos elementos se entremezclan y brindan una visión tridimensional de ese tiempo.
El Mundial fue un estado de excepción. Los de junio del 78 no fueron los días habituales de la dictadura. Se siguió viviendo bajo las mismas reglas generales (estado de sitio, restricciones a las libertades, censura, temor, similar ritmo de desapariciones que los meses previos), pero esos 25 días no se parecieron en nada a los casi tres mil restantes. Se hace imposible explicar el Mundial sin la dictadura, pero, también está claro, que es imposible explicarlo sólo desde la dictadura.
Un dato suele pasar inadvertido. La sede fue otorgada al país a mediados de la década del sesenta. Luego de México 70 comenzaron los movimientos para organizarlo, pero hasta 1975 no superaron la categoría de intentos. Sin embargo todos los gobiernos desde 1966 en adelante mostraron interés en recibir el campeonato y procuraron obtener una ventaja de cada movimiento realizado. Por una cuestión coyuntural, el gobierno de Isabel Perón fue el que puso en marcha (luego de dilaciones prolongadas y variados ardides) las primeras obras. El torneo cayó en manos de José López Rega que puso a Pedro Eladio Vázquez, secretario de Deportes que respondía directamente a él, a cargo de la organización. López Rega fue durante un par de años el “hombre fuerte del Mundial”, como luego lo sería Lacoste. Cada movimiento del gobierno peronista en relación al Mundial, aún los menos fructíferos -que fueron la mayoría-, estuvo dirigido a mejorar su posición frente a la opinión pública. Muchas veces recurriendo a las mentiras, asegurando que se había obtenido aval de la FIFA o que las obras estaban en un estado más avanzado del que en realidad se encontraban. Se modificó el logo diseñado en 1973 por el que finalmente se utilizó (al que en un juego de mamushkas que parecía infinito, el gobierno militar también trató de modificar), que remedaba los dos brazos en alto de Perón sosteniendo una pelota. El Mundial peronista remitía a la Argentina Potencia pero, como se disponía de poco efectivo y organización, todo era precario y provisorio.
Los militares recibieron y continuaron con una organización que pasó por siete presidencias anteriores, de Illia a Isabel Perón. Todas las que estuvieron desde 1970 en adelante declararon el tema como prioritario. Casi nada se hizo hasta fines de 1975. Y muy poco estaba hecho a fines de marzo del 76. El EAM 78 tomó a su cargo la organización, dejando a la AFA en un lugar meramente protocolar, y en tiempo récord puso en marcha y terminó las obras más importantes. Su capacidad logística, debe ser dicho, fue excelente. Cuando muchos observadores extranjeros estaban preocupados por los tiempos escasos, los argentinos sorprendieron y culminaron todos los estadios, el centro de televisión color y mejoraron las telecomunicaciones. El costo de estas obras urgidas fue demencialmente alto. Se gastaron alrededor de 700 millones de dólares de la época. Sólo para tener una referencia: cuatro años después, España siendo anfitrión de 24 equipos (ocho más que en el 78) y con 17 estadios en 14 ciudades (sólo construyó uno nuevo pero los otros 16 tuvieron importantes remodelaciones) gastó 150 millones de dólares. Esa sola diferencia de dinero utilizado y que nunca haya habido rendición de cuentas de los gastos del EAM 78 hablan de las irregularidades en todo el trabajo de organización e infraestructura.
El Mundial era un innegable anhelo popular que concretaron los militares. Afirmación incómoda pero cierta. Lo que los motivó no fue cumplir un deseo postergado a la población (anhelo que existía). Los comandantes y el resto de los funcionarios de primera línea respondían que organizar el Mundial era “una decisión política”. La apuesta inicial del Proceso estaba centrada en una impecable organización, en el orden y la buena conducta de los ciudadanos. Proyectar una buena imagen al exterior. Hacia allí se dirigían las machacantes campañas públicas y las alocuciones de los periodistas afines. A pesar del entusiasmo del público y de varios medios de comunicación, no había demasiadas esperanzas en el éxito deportivo. Por eso desde los titulares de la prensa y las declaraciones de los comandantes se insistía con el “Argentina ya ganó” desde el mismo instante en que finalizó la ceremonia inaugural. Los antecedentes argentinos en los mundiales anteriores no alimentaban la ilusión. Cuando el campeonato fue avanzando, los triunfos llegaron y las manifestaciones eran cada vez más populosas, los militares ampliaron su ambición y vieron como posible y deseable que Argentina fuera campeón del mundo.
Esa voluntad por alejarse del gobierno que habían derrocado incluía una aversión a las masas. En un ambiente represivo, que vivía en perpetuo estado de sitio, las manifestaciones no tenían lugar. Sólo se juntaba mucha gente en espectáculos deportivos o musicales y con un gran control policial. Los festejos callejeros después de cada partido de la Selección sorprendieron. Fueron un efecto no calculado que habría causado pavor si hubiera entrado en las prevenciones de los militares. El efecto de esas manifestaciones espontáneas se fue multiplicando. Aún en la derrota con Italia la gente salió a las calles. Luego del partido con Perú y de la final entre el 60 y 70% de la población salió a celebrar. Fueron las manifestaciones más numerosas de la historia (hasta la de los festejos de Qatar 22). Ese fenómeno no se dio sólo en la Capital en la que las fotos del Obelisco desbordado ilustraban y contagiaban. En cada ciudad y en cada pueblo de la Argentina la gente salió a las calles en esa proporción. En el sur del país, las plazas se poblaron pese a los más de 10 grados bajo cero de ese junio helado. Algunos han contado que luego de haber estado meses sin pisar las calles, escondidos, por el temor a ser secuestrados por algún grupo de tareas, salieron por primera vez la noche de los festejos del 6 a 0 frente a Perú, fue el caso de Claudio Tamburrini, el ex arquero de Almagro que había logrado fugarse de la Mansión Seré, un centro clandestino de detención regido por la Fuerza Aérea.
El Proceso hasta junio del 78 era un régimen totalitario, represivo, que había llevado adelante una matanza clandestina y que gobernaba a masas silenciosas. El Mundial produjo un quiebre. Un elemento más se agregó y ya no salió del menú de la dictadura hasta después de la derrota bélica de Malvinas. Se podría afirmar que se trató del primer hecho fascista del Proceso: masas enfervorizadas en las calles y propaganda política.
Esto podría ponerse en tela de juicio al sostener, con fundamento, que esas manifestaciones no expresaban una explícita adhesión al gobierno, sino que eran meras demostraciones festivas futbolísticas. Los elementos que terminan de configurar el hecho fascista son varios pero resaltan principalmente tres: el intento de aprovechamiento de la aparición de las masas movilizadas por el fútbol, el unanimismo y el nacionalismo rampante.
Es sencillo comprender por qué el Mundial, el que muchos sindican como el mejor momento de la dictadura, fue el peor para los que estaban sufriendo. Fue el momento en el que las esperanzas parecían flaquear. El tiempo pasaba, las ilusiones por encontrar vivos a los seres queridos se disipaban lenta y dolorosamente, la falta de noticias -el silencio oficial- laceraba, las masas salían a la calle, el gobierno recibía apoyos explícitos y tácitos y se envalentonaba. Las pocas personas que se animaban a expresar su dolor e indignación y a reclamar por la aparición de los desaparecidos, eran repudiadas por los ciudadanos y tildadas como “locas”.
Se ha sostenido: “mientras se gritaban los goles en el Monumental, a menos de quinientos metros de ahí se torturaba gente”. Si deseamos ser estrictamente precisos, y algo cínicos, podríamos afirmar, con la misma dosis de verdad que la frase anterior, que los goles se gritaban en el estadio y en la ESMA. Entender esa complejidad, o tan solo admitirla, ayuda a comprender lo que causó el Mundial. Los detenidos clandestinamente sufrían las torturas, la incertidumbre por su vida, eran vejados constantemente, pero los partidos eran un oasis. Pequeño y pasajero. Era un momento en el que se dejaba de torturar y se recuperaba por noventa minutos la ilusión. Otros casos: los grupos de boicots europeos no tuvieron argentinos en sus filas, los exiliados festejaron el título por las calles de las ciudades que los habían acogido, los Montoneros estaban a favor de la realización del torneo: su eslogan principal fue “Argentina campeón, Videla al paredón”. O Hebe de Bonafini recordando que mientras ella lloraba en la cocina, el marido gritaba los goles en el living. El poder del fútbol. No por los mismos motivos, pero (casi) todos apoyaban el campeonato y deseaban que la Selección triunfara. Eliminar esta realidad de los análisis impide ver el cuadro de situación de manera completa.
Si como todo el tiempo repetían sus jerarcas, el Proceso decidió organizar el torneo para mejorar o cambiar la imagen del país en el exterior (para ser estrictos: de su gobierno), el Mundial terminó siendo un fracaso colosal para ellos porque todo el mundo -literalmente- comenzó a prestar atención a la Argentina. Y los crímenes de estado, hasta ese momento ignorados por muchos, encontraron en el Mundial la más enorme e inesperada propaladora. El Mundial, en vez de tapar los crímenes tal como se sostiene, amplificó las denuncias por las violaciones a los derechos humanos. En el resto del mundo no funcionó como una gran cortina de humo, sino como vidriera de atrocidades. Las Madres de Plaza de Mayo lograron, con sus marchas de los jueves -hubo una el día de la ceremonia inaugural, en la ciudad desierta- que su lucha sea conocida en el exterior gracias a las notas de los periodistas europeos. Las campañas de boicot en los países de Europa no consiguieron que ningún equipo dejara de participar en el campeonato. Pero estuvieron lejos de fallar. Difundieron de manera eficaz, y con progresión geométrica, el caso argentino en todo el mundo.
Los militares denunciaron que la subversión internacional había desatado una campaña propagandística contra el país. Se la llamó Campaña Antiargentina. Esta no era más que el cúmulo de denuncias por violaciones a los derechos humanos que recibía el gobierno ante organismos internacionales, otros estados y asociaciones de derechos humanos. El de la “campaña antiargentina” era un concepto que estaba dando vueltas hacía años. Los gobiernos peronistas (y también los anteriores gobiernos militares de Onganía y Lanusse) lo utilizaron con frecuencia aplicado a variadas situaciones. El Mundial sirvió como excusa perfecta. Los militares tomaron ese concepto que estaba en el aire y lo exacerbaron y lo explotaron al máximo. Instalaron la contra-campaña. Eso que estaba en el imaginario argentino, lo sistematizaron y le sacaron provecho en beneficio propio. No debe dejarse de tener en cuenta que si la contra-campaña prosperó tan rápidamente y obtuvo tanto eco interno, no fue sólo culpa (o mérito) del periodismo sino de una predisposición al victimismo cultural e histórico de la sociedad.
Los periodistas extranjeros que viajaron a cubrir el torneo, entre la información que circulaba por Europa y las denuncias que les habían acercado los días antes de su viaje al país, esperaban una ciudad gris, sombría. Un paisaje de trincheras, militarizado, en el que sería necesario esquivar bombas y balaceras para llegar a los estadios. Al no encontrarse con este panorama, su opinión, en líneas generales, fue más positiva y elocuente que la esperada. Pero la difusión de los crímenes de estado ya estaba lanzada gracias al efecto propagador del fútbol. Lo que el fútbol toca, para bien o para mal, sale de las sombras y adquiere visibilidad, relevancia y difusión.
Las visiones que se centran en “la utilización política” menosprecian la importancia que tiene el fútbol en nuestra sociedad. Los gobiernos utilizan la organización de un evento de esta magnitud para mostrar su país, su obra. Todos intentan usufructuarlo. Eso es inherente a cada Mundial, a cada Juego Olímpico. La atracción del Mundial, ese conjuro que se despliega cada cuatro años, es poderosísima y no es el fruto de la construcción de ningún gobierno. Quienes no se sienten atraídos por el deporte, en ese mes sucumben al magnetismo de la pelota. El 78, entre otras cosas, fue el primer acercamiento masivo en el país de la mujer al fútbol.
El fútbol, en especial en estas latitudes, desquicia todo lo que roza. En un país desquiciado, en un tiempo más desquiciado todavía, llegó el Mundial. La ecuación sólo podía tener un resultado: desquicio al cubo.
Sobre un importante aspecto del Mundial casi no se ha escrito. De manera llamativa, la primera selección campeona del mundo no mereció ningún estudio profundo. Nunca se contó la historia de ese equipo. El ciclo de Menotti no tiene quien lo escriba. O al menos no lo tuvo durante mucho tiempo. El aspecto político del Mundial se fagocitó a esos hombres y a ese plan que pergeñó el técnico en 1974 y sostuvo laboriosamente hasta la final con Holanda.
Los principales postulados sobre el Mundial 78 están fosilizados. Cada vez que algún intelectual, periodista o político se refiere al tema lo hace con alguna de las frases que integran el blindado catálogo de lugares comunes con que se habla en la discusión pública del campeonato. Los análisis son impermeables a nuevos puntos de vista, a evidencia novedosa u olvidada. El Mundial como estigma. Como lo disfrutamos tanto, como se festejó de una manera desmesurada, ahora lo criticamos con furia, denostamos a los que participaron, negamos haber festejado. El Mundial como aberración. Nuestra sociedad no sabe de términos medios. Es una época en la que los prejuicios le ganan a la verdad histórica. Para muchos se trató del clímax del Proceso y bajo ese prisma debe juzgárselo. Otros, en cambio, creen que fue el único momento de felicidad, un breve interregno de 25 días, en ocho años -del 74 al 82- de dolor, sangre, oscuridad y muerte.
Los jugadores sufrieron esta situación durante años. Ahora, el paso del tiempo provocó un cambio. Algunos ya murieron, otros están grandes y son mirados con mayor cariño, con una mirada más piadosa y justa. Ya no son tratados –insólitamente- de colaboracionistas. Otro factor que ayudó fue el título en Qatar: la Tercera Estrella integra un linaje, una tradición y revaloriza las dos anteriores.
El Mundial pasó de ser considerado la cumbre de nuestra historia futbolística a ser uno de los eventos infamantes de nuestra historia contemporánea. El recuerdo está mediado no sólo por la distancia sino por la mirada que el presente tiene sobre los 70. El tema genera incomodidad en sus protagonistas y testigos (¿el público fue protagonista de esta historia o mero testigo?)
Resulta insuficiente analizar alguna de las facetas de esos días de junio de 1978 prescindiendo de las demás. Conforman un entramado. Las incidencias futbolísticas, las cuestiones políticas, el sufrimiento de los perseguidos, el fenómeno social y el contexto cultural se entrecruzan permanentemente. En ese juego de equilibrios, de concordancias y de contradicciones, de alegrías y dolores, de vida cotidiana y excepcionalidad, -todo esto podía darse simultáneamente- está la verdadera naturaleza del Mundial.