La historia del agua en Buenos Aires: de los aljibes y aguateros hasta el sistema creado para evitar epidemias

Hasta mediados del siglo XIX, los porteños accedían al agua en forma precaria. La fiebre amarilla mató al 8% de la población de la ciudad en 1871 y cambió el paradigma de acceso al agua. El sistema que impuso Domingo Faustino Sarmiento durante su presidencia

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El aguatero hacía llegar el agua a la casa de los porteños
El aguatero hacía llegar el agua a la casa de los porteños

En la actualidad hay muchas cosas que el ser humano da por hecho, como si siempre hubieran existido. Por ejemplo, prender una luz, abrir una canilla y que salga agua no siempre fue algo común y cotidiano.

En Argentina, a fines del siglo XIX y principios de XX muchos hogares tenían un pozo de donde con un bombeador extraían agua. Aquí no era la costumbre ir con cántaros a fuentes públicas en medio de las plazas como vemos en muchos cuadros de Europa. En Buenos Aires de la época virreinal por lo menos en la ciudad de la Santa Trinidad del puerto de santa María de los Buenos Aires, existía el llamado “aguatero”, dado que solo las familias nobles y principales poseían un pozo de donde recoger el agua o en su defecto un aljibe.

Cómo conservar el agua

Los aljibes tenían brocales de ladrillos, a menudo revestidos de azulejos o bien eran totalmente de mármol. Sobre ellos había un pescante de hierro, a modo de arco ornamentado, donde se sujetaba la roldana del balde. Algunas familias colocaban en el agua una pequeña tortuga, encargada de comer los insectos y de esta manera favorecer su limpieza. Pero su uso no estaba difundido y habitualmente el agua de lluvia iba directamente a la calle. Lucio V. Mansilla anotara en sus “Memorias”: “Las fincas que lo tenían –aljibes- eran contadas, indicantes de alta prosapia o de gente que tenía el riñón cubierto; daban notoriedad en el barrio, prestigio; y si por la hilacha se saca la madeja, tal o cual vecino pasaba por grosero por los muchos baldes de agua fresca que pedía; y tal o cual propietario por tacaño, porque sólo a ciertas horas no estaba con llave el candado de la tapa del precioso recipiente”.

Por ejemplo, unos de los aljibes más antiguos que se encuentran en la ciudad es el que se ubica en el antiguo monasterio de las monjas de santa Catalina de Siena (comúnmente llamada “Las catalinas”) en San Martín y Viamonte. En este se puede observar el brocal y dibujado sobre el solado en granutillo; la circunferencia que posee la cisterna que se ubica bajo tierra. Dato por demás curioso y poco conocido: los alarifes Juan campos y Antonino Masella, a la sazón los constructores de la Santa Casa de Ejercicios Espirituales diseñada por santa María Antonia de San José, concurrieron al monasterio de santa Catalina alrededor de 1798 para tomar nota de este brocal y cisterna para organizar el del patrio de la Cruz de dicha casa. Allí, también, se puede observar en uno de los patios el brocal de mármol que perteneció a la casa de las hermanas en el actual barrio de Liniers, donde hoy se levanta el santuario de san Cayetano.

Un aljibe en una casa colonial de Buenos Aires
Un aljibe en una casa colonial de Buenos Aires

Los aguateros eran comerciantes de Buenos Aires que en el siglo XIX, antes de que existiera el sistema de cañerías que transportaba agua a las casas, recorrían las calles con carros tirados por bueyes. Se internaban en el Río de la Plata para cargar toneles de madera con agua y anunciaban su llegada haciendo sonar una campana. Esta agua de río se dejaba “descansar” por un día, de esa manera lo sedimentos se depositaban en el fondo del tonel, los cuales era de madera de roble y se purificaba con alumbre. Al principio, la mayoría de los aguateros eran esclavos negros o mulatos. Después de la Independencia, su actividad pasó a manos de blancos, gallegos, criollos, pardos e indios.

El 12 de febrero de 1748, el gobernador José de Andonaegui, por medio de un decreto reglamentará de dónde debían extraer el agua lo aguateros de la ciudad (que ya eran más de 100): “…a media cuadra dentro de los pozos donde van a lavar, (las lavanderas) porque lo común es traerla de ellos o de las orillas, cuya agua puede ser causa de algunas enfermedades por las cosas inmundas que se lavan en dichos pozos”. Los “Pozos” de referencia eran huecos realizados en las toscas del borde del río en los cuales, por ser amplios y profundos, las lavanderas lavaban la ropa, y al crecer la marea, el agua se llevaba la suciedad, pero podía persistir restos de jabón impregnado.

El hombre que traía el agua a domicilio

José Wilde, describe magistralmente a los Aguateros: “…La carreta aguatera era tirada por dos bueyes. El aguatero, que por supuesto usaba el mismo traje que el carretillero, el carnicero, carnerero, etc., es decir, poncho, chiripá, calzoncillo ancho con fleco, tirador y demás pertrechos, era hijo del país, y ocupaba su puesto sobre el pértigo, provisto de una picana (una caña con un clavo agudo en un extremo), y una macana, trozo de madera dura, con que hacía retroceder o parar a los bueyes, pegándoles en las astas. Como es de suponer, con los pantanos y el mal estado, en general, de las calles, estos pobres animales tenían que sufrir mucho. La carreta aguatera era toscamente construida, aunque algo parecida a la que hoy se emplea tirada por un caballo; tenía en vez de varas, pértigo y yugo. A cada lado de la pipa, en su parte media, iba colocado un estacón de naranjo, u otra madera fuerte, ceñidos ambos entre sí, y en su extremo superior por una soga, de la que pendía una campanilla o cencerro, que anunciaba la aproximación del aguatero. No se hacía entonces uso de bitoque o canilla; en su lugar había una larga manda de suela, y alguna vez de lona; cuya extremidad inferior iba sujeta en alto por un clavo; de allí se desenganchaba cada vez que había que despachar agua, introduciendo dicha extremidad en la caneca, que colocaban en el suelo sobre un redondel de suela o cuero, que servía para impedir que el fondo se enlodara. Por mucho tiempo, daban cuatro de estas canecas por tres centavos.”

Pero esta tarea está organizada, monitoreada y reglamentada por la “comisión de obras y salubridad públicas” y en septiembre de 1890, los aguateros se declararon en huelga por el aumento de las tasas que debían abonar a la comisión de salubridad, esto quedó registrado en una nota del diario “La Prensa”: “Doscientos aguateros se han reunido en el pueblo de Belgrano para protestar por el aumento de las tarifas que le cobran las empresas de las obras de salubridad. Están de acuerdo en ir a la huelga la mayoría de los aguateros. No obstante, dos de ellos se resignaron a pagar la tarifa. Los aguateros recorren las fuentes de la ciudad para impedir que nadie cargue. Policías de la comisaría quinta arrestaron a trece de ellos que impedían el acceso a la bomba de la plaza Lavalle (…) Esta huelga viene a perjudicar gravemente, a los pobres que habitan los alrededores del municipio. El precio del agua impuesto a los aguateros es como se sabe elevado; pues cobran por lo que ellos llaman un viaje; o sea dos canecas, cinco centavos, lo que hace que las clases pobres de la ciudad no dispongan como sería de desear de ese indispensable elemento para la salud e higiene de la población...”

Buenos Aires tuvo agua corriente recién después de la mitad del siglo XIX
Buenos Aires tuvo agua corriente recién después de la mitad del siglo XIX

El tiempo fue pasando y la ciudad-aldea se transformó en la “Gran Aldea”. Mucho presentaron proyectos para que se pudiera conseguir agua corriente: Santiago Bevans y Carlos Pellegrini; Edward Taylor y Juan Baratta, Guillermo Davies; Fortunato Poucel, el ingeniero Pedro León Bouillon, entre otros.

Pero fueron Juan Bleunstein y Augusto La Roche en 1849, durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, consiguieron la primera provisión de agua de la ciudad (aunque de manera muy rudimentaria y precaria). Pasó el tiempo sin soluciones claras para el tema del abastecimiento del agua. Y llegan tiempos fatídicos para la ciudad. En la década de 1860 hubo dos brotes de cólera en Buenos Aires, en 1867 y 1868, que dejaron centenares de víctimas. Luego, la llegada de la fiebre amarilla en 1871 produce en Buenos Aires una verdadera hecatombe sanitaria. La epidemia mató al 8% de los porteños. A fines de 1866, en plena epidemia de cólera, el diario “La Tribuna” especificó en un aviso: “Los célebres filtros de carbón que hoy ofrecemos al público, son ya muy conocidos y de uso general en Europa, en donde han prestado y siguen prestando grandes servicios, sobre todo en los pueblos que carecen de aguas corrientes y potables como en esta ciudad. Comprendiendo pues, la gran necesidad que hay en esta de proporcionarse agua limpia y buena, hemos introducido y queremos hacer conocer los afamados filtros de Buckring; en la inteligencia que creemos prestar un verdadero servicio al país en las actuales circunstancias, máxime cuando se cree con sobrada razón que están envenenadas las aguas de nuestros ríos…Los filtros clarificadores de Buckring están compuestos únicamente de carbón de leña, corcho, vidrio y goma galvanizada, sustancias todas que nunca están expuestas a la putrefacción…”

El agua para combatir las epidemias

Será bajo el mandato del presidente Domingo Faustino Sarmiento que sí se podrá concretar que la ciudad comience a poseer un claro servicio de agua corriente. Y el 20 de septiembre de 1868 Sarmiento colocará la piedra fundamental del edificio de la “Casa de Bombas” y en su discurso dirá: “…si reaparece –la fiebre amarilla y el cólera- no culpemos de ello a la Providencia creyendo que gobierna mal su mundo (…) Si hace estragos culpémonos a nosotros, por nuestra imprevisión e indolencia (…) El cólera como la guerra, entra hoy en el mecanismo social, como correctivo de nuestros propios errores y vicios (…) Habrá cólera donde quiera que haya desaseo, desnutrición y miseria (…) Demos agua corriente al pueblo, luz a las ciudades, templos al culto, leyes a la sociedad, constitución a la nación. Todo es necesario y excelente, pero si no damos educación al pueblo, abundante, a manos llenas, la guerra civil devorará al Estado, el cólera diezmará cada año a las poblaciones, porque la guerra civil y el cólera son la justicia de Dios que castiga los pecados de los pueblos”.

Desde ese periodo hasta nuestros días, en agua corriente de la ciudad de Buenos aires, se convirtió en un logro increíble y totalmente potable para todos, sin temor a que genere ninguna infección gracias a los estudios y tratamientos que se realizan sobre el líquido extraído del Río de la Plata.

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