Esta es una historia de espías. Aunque llamarla así le dé un toque épico, tal vez inmerecido, porque lo que más bien es, es una historia de vigilantes y ladrones. Un tipo roba secretos tecnológicos en Estados Unidos, los ofrece a la Cuba de Fidel Castro en los años 80 porque está, o dice estar, encandilado por la Revolución Cubana, cuando la verdad era que a esas alturas, de la Revolución Cubana no quedaba ni un mojito; después lo pesca la CIA, como a todo espía, le ofrece ser agente doble y el tipo acepta porque aquel encandilamiento revolucionario se le pasó, o dijo que se le había pasado; por último roba más secretos tecnológicos en Estados Unidos que vende a China, a Irán, acaso a Irak; vuelven a pescarlo en Buenos Aires, negocia un arreglo con la justicia americana, pasa treinta y tres meses en prisión, es deportado y hoy vive en Frankfurt, es de esperar, con los fondos millonarios en dólares que le dejó su actividad, ya no la de espía, sino la de ladrón.
Si todo tiene algún mérito, radica en que el tipo es argentino; nació en Lanús para más datos; acaba de cumplir setenta y dos años de una vida que él mismo ha contado a su manera, que tiene de verdad lo poco comprobable y de mentira todo lo demás; una vida que él mismo cuenta entre sonrisas y carcajadas, que derivó hacia la física y hacia ciertas ideas controversiales sobre las que él mismo creó una especie de dogma o religión científica conocida como “Rope Hypothesis” (Hipótesis de la soga), en la que cuestiona las vigentes teorías sobre la luz, la gravedad y el magnetismo: se opone a la teoría de la relatividad de Einstein, que por menos de eso no nos vestimos.
La vida de Guillermo Gaede, que así se llama nuestro (cuesta decirle héroe) personaje, no fue si se quiere una vida de película, pero al menos fue sí materia de un documental que se estrenó en Buenos Aires en abril de 2015, dirigida por Pablo Chehebar y Nicolás Iacouzzi, que se presentó en el Festival de Cine Independiente, (BAFICI) ese año y que se llamó “El Crazy Che”, que es el título de la autobiografía que escribió Gaede sobre sus andanzas. Él mismo eligió lo de “Crazy Che”: lo de Che fue por su admiración hacia Ernesto “Che” Guevara, uno de los ideólogos de la Revolución Cubana, que fue ministro de Industrias en los inicios del castrismo y fue asesinado en Bolivia por la CIA en octubre de 1967, cuando Gaede era un chico de quince años. Lo de “crazy”, loco en inglés, no se sabe bien por qué lo eligió.
Seamos francos, espías eran los de antes. Gaede ha dicho de sus aventuras: “Lo tomé todo como un juego. Era algo que me salía bien y seguí haciéndolo. Pero nunca temí por mi vida”. Hombre, los espías que supimos conocer, y admirar, cortaban el cable de la bomba en el último segundo, se acostaban a dormir en un paraíso tropical para descubrir que entre las sábanas lo acechaba una maldita serpiente súper venenosa, o bajaba del techo una araña tamaño catedral, peluda y babeante. Los espías de antes surcaban los cielos montados en unos cacharros propulsados por cohetes con peligroso combustible líquido; tenían autos anfibios que podían disparar ametralladoras desde el baúl, o arrojar aceite destinados a despeñar por un barranco a sus feroces perseguidores; manejaban armas atómicas como si fuesen helados de vainilla; estaban a punto de morir cada diez páginas de novela o cada diez minutos de película. “Nunca temí por mi vida”, ¡vamos Gaede! ¡Un poco más de enjundia, caramba! Los espías de otro tiempo, cuando el mundo era verdad, se presentaban tal cual eran: “Soy Bond, James Bond”. Gaede usó en su vida nombres y pasaportes falsos que lo presentaron como Ricardo Monares, Enrique Soares Noa, Bill Dade, Enrique Chomsky, Bill Green, entre otros: eso es poco serio. Aunque lo de los pasaportes falsos todavía rige en el mundo del espionaje, pese a los severos controles aéreos y aduaneros, y a una técnica de estudio del iris capaz de descubrir qué comiste la noche anterior.
Made in Lanús
Hubo un Gaede anterior al espía, o ladrón, que cosechó una fortuna. Guillermo Gaede nació el 19 de noviembre de 1952 en Lanús. Era hijo de Gunther, un alemán que había huido del horror de la Segunda Guerra, según las malas lenguas que sobran en el mundo de los espías, por haber apostado al bando que la perdió. Aquí se casó con Viera y tuvo cuatro hijos. En 1959, la familia se fue a Estados Unidos y se instaló en Rockford, Illinois, pero regresó al país en 1965, cuando Guillermo, conocido ya como “Bill”, tenía trece años, hablaba inglés a la perfección y se metió de lleno en el tradicional colegio José Hernández, de Villa Ballester. Allí pasó los que fueron “los mejores cinco años de mi vida”. A esa edad, esas experiencias marcan.
En 1973, el año de la recuperación democrática en la Argentina, el año de la violencia, la efervescencia, la militancia, el fervor y el coqueteo con el abismo, Gaede dio un paso singular: se afilió al Partido Comunista. Alguna vez explicó que entonces trabajaba en Entel, la prehistoria de las comunicaciones, y era delegado de FOETRA, la Federación de Obreros y Empleados Telefónicos de la República Argentina. Los memoriosos evocan, o creen recordar, que aquel era un sindicato peronista bien plantado en aquel tembladeral que era el país de esos años.
Cómo fue que aquel muchacho criado en un hogar al que definió como de peronistas, fue a parar a los brazos del marxismo cubano y de su mecedora soviética es un misterio que el mismo Gaede reveló en parte, a su modo, con simpática ligereza: dijo que un compañero de Entel, que era comunista, lo había “meloneado” sobre los beneficios y grandezas de la Revolución Cubana. Gaede era un joven influenciable.
Aunque no lo haya expresado de manera abierta, con ligereza o sin ella, el asesinato en Bolivia de Ernesto “Che” Guevara, en 1967, cuando él tenía quince años, debe haberlo marcado también. La figura del hombre que muere por sus ideales, la propia figura emblemática de Guevara, su fuerza estética aún en las fotos que lo mostraron muerto, perforado a balazos, tiene que haber hecho alguna muesca en el corazón de aquel chico que, años después, iba a titular su biografía como “Crazy Che”. En 1975, ya muerto Perón y con la violencia desatada, Gaede quiso viajar a la Cuba de Fidel Castro, pero le negaron la visa. Si el horno no estaba para bollos en Buenos Aires, menos lo estaba en La Habana para recibir a un muchacho de veintitrés años con ansias de trabajar en la isla.
Matrimonio
Los fervores pro cubanos se calmaron, no se aplacaron, y en 1976 Gaede se casó con una operadora telefónica internacional que trabajaba en Bogotá, Colombia. “Nos casamos en 1976 una semana después del golpe de Videla. Yo andaba metido en el PC, así que nos fuimos a probar suerte a Estados Unidos, donde vivía un tío. Queríamos hacer diez mil dólares y volver. Nos quedamos por treinta años”, contó en 2018. Un dato a tener en cuenta: en los testimonios de Gaede no hay que buscar precisión, claridad y exactitud; todo son grandes rasgos. Así son los espías.
Por ejemplo, la llegada a Estados Unidos no fue tan así, pum, nos vamos y nos quedamos. Todo indica, aunque tal vez no sea probable, que Gaede entró a ese país con un pasaporte a nombre de Ricardo Monares y una visa de turista. El pasaporte podía ser legítimo o falso, pero quien lo portaba no era quien decía ser. Cosas de espías. Otro ejemplo: Gaede dijo alguna vez que trabajó en Estados Unidos, como ilegal y con un nombre falso, y que había estudiado “distintas materias de ingeniería en Silicon Valley. Allí hay varias universidades: San José, que es la más importante, pero también está la de Palo Alto”. Bueno, en una de las dos, o en otra, estudió para formarse como ingeniero, físico y programador: un tipo de amplio espectro. También dijo que jugaba a su favor su inglés fluido y sus rasgos físicos, era entonces un joven alto, rubio, lo que llevaba a muchos a pensar que era americano. Será cosas de espías, pero la ingenuidad ajena parece ayudarlos mucho en el desempeño de sus misiones peligrosas.
Para septiembre de 1979, Gaede trabajaba en la célebre AMD (American Micro Devices) una empresa líder en computación (que por aquellos años estaba medio en pañales, a qué negarlo) y le plantaba cara al otro monstruo de la época, Intel. En 1982 era uno de los ingenieros de la empresa y empezó, como quien no quiere la cosa, a reunir información técnica de AMD, de sus proveedores y sobre todo de sus procesadores. En uno de sus viajes a Buenos Aires, y con el fervor socialista todavía en la sangre, se presentó en la Embajada de Cuba, en el barrio de Belgrano, para ofrecer la información que había recolectado, con el ansia de trabajar para el régimen de Fidel Castro. Lo aceptaron.
Cómo fue que un tipo a quien en 1973 Cuba le habían negado la visa, cae diez años después a ofrecerse como espía y lo aceptan, es algo que deberían explicar los cubanos, que en esas cosas son muy discretos y mas bien reacios a explicar nada. El material de Gaede era valioso: aportó incluso filmaciones sobre la elaboración de microprocesadores AMD, lo que implicaba un adelanto enorme en las investigaciones cubanas sobre computación que se extendía a la industria del armamento, ventaja que también iba a parar a la Unión Soviética, sostén económico y cultural del régimen de Castro.
Texas, cerca de México
En 1986 Gaede tuvo un nuevo destino en AMD: lo pasaron a la planta de Austin, Texas, ciudad famosa por su universidad. Nada le impidió seguir con su trabajo de hormiga de recolectar información, la computación entonces cambiaba por horas, destinada a que Cuba pudiera desarrollar esa nueva maravilla que modificaría el mundo. Los procesadores también eran usados en el sistema de dirección de misiles y de otras armas. La cercanía de Austin con la frontera mexicana, a tres horas y media o cuatro de auto, le permitió a Gaede viajar con el material robado a AMD y ponerlo en manos de agentes cubanos plantados en México.
La leyenda dice, o tal vez fue un hecho real, que su éxito como espía hizo que Fidel Castro, o alguna de sus manos derechas en el régimen, lo invitara a La Habana para conocerlo. Es raro, pero en el mundo de los espías todo es raro. La invitación fue cursada en 1988 y Gaede recién viajó en 1990. Que Fidel te invitara a comer un chuletón de cerdo y a una noche en el Tropicana, y vos te tomes dos años para dar el sí, es raro. Además, en 1988 Fidel y Cuba entera estaba en pleno bamboleo; el comunismo de la URSS tambaleaba bajo la impronta de Mikhail Gorbachov y su política de transparencia y renovación; el Muro de Berlín colgaba de un hilito y caería en 1989; en fin, había que estar muy deslumbrado con Gaede como para invitarlo a Cuba.
Invitado o no, Gaede llegó a La Habana en 1990. Pero entonces, créase o no, se desilusionó del comunismo, se decepcionó de la dura realidad económica y social de Cuba, que dicho sea de paso no era secreto para nadie, vio pobreza y ruina donde su idealismo, si lo tenía, imaginaba esplendor y boato. Su decepción fue tan enorme que abdicó de inmediato de sus ideas; así, entre gallos y medianoche, acabó con su fe que era la que había apuntalado a aquel muchacho inquebrantable, delegado de FOETRA.
Tal vez, sólo tal vez, ese cambio tan sorpresivo y radical se haya debido a que las autoridades estadounidenses le seguían los pasos. O sospechaban, o maliciaban de él; o no, tal vez quien sospechaba y maliciaba que le seguían los pasos era Gaede. O tal vez fue de verdad la fe la que dijo basta. De todas formas, el cambio, Gaede sostiene aún hoy su decepción, fue raro. Antes, cuando el mundo era verdad, los espías eran muros de concreto en sus convicciones, ni siquiera servían a gobiernos, servían a su país; y si traicionaban, también traicionaban a su país. Pero el mundo cambia.
Lo que sigue en la historia de Gaede es tan raro como todo lo anterior. El espía argentino, para no resignar la épica, se entregó a la CIA el 13 de julio de 1992. Parece que la CIA lo puso en manos del FBI, que en septiembre de ese año empezó a interrogarlo sobre sus andanzas. Finalmente, le hicieron, diría Vito Corleone, una oferta que no pudo rechazar: convertirse en agente doble. Y el tipo aceptó. En la jerga, esa oferta se explica como una receta de cocina: se trata de tomar un limón exprimido y machacarlo hasta sacarle la última gota de jugo antes de tirarlo a la basura.
Lo raro es que, mientras estaba bajo el control, supervisión o vigilancia del FBI, Gaede entró a trabajar como programador en la planta de circuitos integrados de Intel en Arizona. El zorro cuidaba a las gallinas. El FBI dijo en su momento que le había avisado a Intel quién era Gaede. Intel lo negó con una lógica de acero: dijeron que, de haber sabido algo, “no cabe la menor duda de que no lo hubiéramos empleado”. Eso se cae de maduro; pero en el mundo de los espías, lo que está maduro no se cae.
De manera que Gaede se dedicó a hacer lo que sabía y le había dado tan buenos resultados: filmó por completo la base de datos de elaboración del procesador Pentium. Lo hizo porque tenía una terminal de Intel instalada en su casa, así que sólo puso una cámara frente a la pantalla y a vivir, compadre. Intel tardó dos años en echarlo de sus filas y en 1994 Gaede volvió a la Argentina. Por cierto, trajo todo lo que tenía, que era mucho. Si en su vida había habido algo de espionaje, si puede considerarse espionaje su romance con la Cuba de Castro, ahora era cuestión de negocios.
Volver
Gaede se instaló en la casa de su hermana, en Boulogne, y empezó a vender sus secretos a China y a Irán a través de sus embajadas en Buenos Aires. También hizo algo más: ofreció los secretos de Intel a AMD, sus antiguos empleadores: el tipo no tenía paz y, al parecer, recaudaba bastante. Memorias, evocaciones, cálculos optimistas y especulaciones cifran en veinte millones de dólares el fruto de sus secretos vendidos al mejor postor. Pero, quién sabe, el mundo de los espías también tiene sus mitos.
Los muchachos de AMD, empapados de lealtad comercial y hartos de tanta escoria mercantil, no sólo eludieron la oferta de Gaede, sino que le avisaron a Intel dónde estaba el zorro que había cuidado a sus gallinas y qué quería. Intel envió entonces a su jefe de Seguridad a Buenos Aires: era Steven Lund, un tipo que dijo que alguna vez había trabajado en la CIA. Lund recurrió a un estudio de abogados, hubo una presentación judicial y una orden de allanamiento en la que era la temporaria vivienda de Gaede en Boulogne. Allí encontraron una valija con videocasetes, una cantidad de pasaportes de distintos países, dinero también de diferentes países y literatura, si así se puede llamar, relacionada con el mundo del espionaje: cómo cruzar la frontera USA-México, cómo eludir a un perseguidor, como falsificar documentos, cosas así. Que nadie diga que no muere de ganas de leer esos best sellers, que no están a la venta en las buenas casas del ramo. Así son los espías.
Por esos días, Gaede fue detenido cuando intentaba enterrar en un paraje de Ezeiza, otros videocasetes y una bolsa con documentos. Los videocasetes eran muy útiles, esta es información para los nativos digitales: en esos años, el almacenamiento de datos iba a parar a los “floppy disk” de 5 ¼, o, la revolución del momento, los diskettes de 3.5 con capacidad de memoria de 1.4 megas. Prehistoria pura. A Gaede casi no había de qué acusarlo. No había cometido ningún delito en Argentina y en Estados Unidos no había leyes bajo las que cayeran las tropelías que había realizado. Recién en 1996, y tal vez a raíz del caso Gaede, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Ley de Espionaje Industrial que fue usada para penar los delitos informáticos.
Así que Lund, el jefe de seguridad de Intel, hizo lo que pudo. Concertó una cita con Gaede en el Hotel Sheraton de Retiro, con la idea de que hablara claro, contara todo, y a ver de qué manera se podían arreglar las cosas en Estados Unidos: un pacto de caballeros, espías ambos, pero caballeros al fin. Lund, que no era tonto, eligió reunirse con Gaede en el Sheraton el domingo 14 de mayo de 1995, seguro de que nadie iba a meter las narices en ese encuentro. Ese día, los argentinos salieron a las calles a votar y a reelegir como presidente por amplísima mayoría a Carlos Menem, con Carlos Ruckauf como compañero de fórmula: Menem se impuso con el 49.9 por ciento de los votos contra José Octavio Bordón, del Frepaso, 29.3 y contra Horacio Massaccesi, de la UCR, 16.9 por ciento.
Lejos de los avatares políticos del país, frente a Lund, Gaede contó, confesó también, haber robado documentos de AMD y haberlos puesto en manos cubanas; también admitió haber copiado cómo se fabricaba el procesador Pentium, de Intel, y haber entregado la información a “ciertos países”. Entre esos ciertos países también figuraban el Irak que gobernaba Saddam Hussein, Corea del Norte que estaba bajo el yugo de Kim Jong-il y Alemania. Según Intel, Gaede también había enviado ese material de Pentium a AMD. Gaede lo negó y dijo que era un invento de la CIA. Intel presentó una queja civil contra Gaede en Argentina y una denuncia criminal en el distrito federal de San José, California.
Recién diez días después, la noticia de la confesión del espía apareció en “Clarín”, en un artículo escrito por Calvin Sims, del The New York Times, ante quien Gaede se había presentado con una frase inquietante: “Soy un espía y creo que me van a matar. Así que quiero que sepas lo que pasó”. “Un argentino cuenta una rara historia de espionaje”, decía el título de tapa del diario argentino. Y era rara de verdad. El diario consignó en su crónica que se había comunicado con Gaede para entrevistarlo, pero que había pedido diez mil dólares por su testimonio. El tipo no tenía paz.
Como Casandra
Un mes después de su encuentro con Lund en el Sheraton de Buenos Aires, Gaede regresó a Estados Unidos. Fue arrestado por el FBI el 23 de septiembre y, después de llegar a un arreglo con los fiscales, se declaró culpable de los leves delitos por los que fue acusado. No podían acusarlo de espionaje porque lo suyo no había sido actos contra el Estado, sino contra empresas privadas, y eso no estaba legislado todavía. Lo condenaron a treinta y tres meses de prisión al final de un juicio que tuvo su costado escandaloso: no sólo quedó en claro que Gaede había espiado para Cuba, sino que había trabajado como espía mientras estuvo bajo la órbita de dos organismos de seguridad americanos, el FBI y la CIA. Cumplida la condena, lo deportaron, buenas tardes, muchas gracias, no queremos verlo más por aquí.
Gaede regresó a la Argentina, que se sepa, en 2015, cuando el estreno de The Crazy Che en el BAFICI de ese año. Dijo que lo de “Crazy Che” era un apodo que le habían puesto en la cárcel. También organizó un encuentro con los viejos compañeros del colegio José Hernández en la pizzería La Perla, de Villa Ballester. Fue entonces cuando dio algunos otros detalles poco conocidos, también fueron pocos los detalles sobre su vida. Dijo que de chico había querido ser músico, que rasgueaba la guitarra con algo más de amplitud que la del tono y dominante; que la suya había sido “una vida bien rara”, que no la extraña, que nunca sintió que hubiese estado en peligro de perderla, que vive en Alemania, donde también viven sus hijos. En el film que lo hizo famoso admitió padecer el síndrome de Casandra: “A mí nadie me cree. Puedo decir lo que quiera, que nadie me cree”. También dijo que ya no trabaja en tecnología. Y con una carcajada: “¿Quién me contrataría?”.
Hasta aquí una historia de espionaje. No de los de antes, de cuando el mundo era verdad y los agentes se deslizaban con la gracia y la audacia de James Bond, o con el estruendo de los héroes y villanos de John Le Carré. Es una historia parcial, acaso no demasiado exacta, todavía incompleta; una historia a ramalazos, a grandes rasgos. Así son los espías.