“Ese muchacho es Lenin. El cuadro original me lo regalaron unos clientes que lo encontraron en su garaje mientras estaban limpiando, les dio lástima tirarlo y me lo trajeron acá. Estos banderines son originales de la época soviética”, señala Dimitri Svetlichniy, nacido en la ciudad de Járkov en 1980, actualmente una ciudad de Ucrania que limita con Rusia. Su restaurante eslavo El Molino Dorado, especializado en comida soviética -en la esquina de Almagro de Quito y 33 Orientales- es un cofre de recuerdos de su infancia en la Unión Soviética. “Mi época más feliz”, revela. Tenía 11 años cuando ese mundo que conocía implosionó.
Las paredes del restaurante son rojas, igual que su vodka casero y que su sopa a base de remolacha. En una barra se exhiben botellas de vodka. Un televisor en blanco y negro reproduce el gráfico del sonido de unas bandas de rock del siglo pasado. Dimitri, con sus casi 2 metros de altura (para ser exactos 1,93 m), va y viene detrás de la barra, con los primeros platos de la noche. Una familia que celebra un cumpleaños y quiere regarlo con una degustación de vodkas y una variedad de platos.
El dueño de ese rincón soviético aporteñado llegó a la Argentina cuando tenía solo 18 años, junto a su mamá Irina. Recuerda que la adaptación no le costó nada. Ya venía sobreadaptado a los cambios bruscos. “Nos acostamos a dormir en un país [Unión Soviética] y nos despertamos en el otro [Ucrania]. Después nos vinimos para la Argentina. Otro cambio. La gente es distinta. Hay mucho en común, pero al principio te encontrás con cosas que no podés entender y te molestan mucho. Como el ritmo de la vida de la gente subtropical. Cuando tenía 18 los argentinos de mi edad estaban a pura joda”, relata. Era fines de los años 90.
Su padre quedó en Ucrania. Se había separado de su mamá cuando él tenía 3 años y durante casi 24 años no volvió a saber nada de él.
En su “época dorada”, tal como la recuerda,vivía en un barrio donde había una fábrica que daba trabajo a unas 30 mil personas. Allí se desempeñaron como mecánico y administrativa sus abuelos maternos, a lo largo de 44 años. “Prácticamente toda su vida trabajaron ahí”. Su padre, en cambio, se dedicó al deporte y su madre fue profesora de Economía en la Universidad.
Los barrios se formaban alrededor de alguna empresa, alguna fábrica. Se llamaban micro barrios que se construían para la gente que trabajaba en el área. La fábrica de su barrio tenía sectores distintos. Por un lado hacían placas electrónicas para el sistema espacial y por otra parte hacían― electrodomésticos.
―¿Te despertaba curiosidad el espacio?
― Por supuesto, era el tema número 1. No existía Internet. No había otra cosa. Los chicos soñábamos con ser cosmonautas.
Dimitri jugaba en las calles de su barrio con sus amigos. Jugaba a la mancha como en cualquier parte. Pero también a los cosacos y los malones. Los últimos salían 15 minutos antes a dejar huellas con tizas y los primeros tenían que ir descifrando esas señales hasta encontrarlos. La diversión estaba garantizada, además, por la cercanía de un río donde iban a pescar y nadar. En esa época Dimitri practicaba atletismo. “Hice de todo menos fútbol”. Cuenta que los chicos más agresivos iban a hacer boxeo o sambo (una especie de aikido ruso), los que tenían mucha energía hacían atletismo, los más artísticos se dedicaban al ballet o bailes tradicionales y otros preferían. En el barrio había clubes de pioneros, una especie de boy scouts de la época soviética, donde daban todo tipo de actividades, desde deportes hasta talleres de química, física y electrónica. “Soldaban placas, hacían una radio casera, aeromodelismo. Había muchas cosas. Lo primero y principal es que era gratuito”, destaca.
En su casa y en la de sus abuelos le servían la comida tradicional que hacía el 70% de la población de la Unión Soviética, que es lo que él ofrece en su restaurante. Comida de diferentes regiones que se hizo famosa, según explica, porque era rica y sencilla de preparar, además de nutritiva y agradable. Menciona la sopa borsch, a base de remolacha, con nueve verduras distintas, champiñones y portobellos. También le preparaban la verdadera ensalada rusa que tiene muchos más ingredientes que en la Argentina y es la que sirve. “Acá los estafaron un poquito. Le faltan como nueve ingredientes más”, dice riéndose. La receta nacida en el restaurante moscovita Hermitage de manos del cocinero ruso, de origen francés, Lucien Olivier incluye además de papas, zanahorias y arvejas, pepinos marinados, huevo, cebollitas, carne magra hervida, arvejas frescas, aceitunas, queso crema, hierbas aromáticas y un toque de mayonesa.
Tras el derrumbe de la Unión Soviética Dimitri recuerda los tiempos de crisis que afectaron a todas las repúblicas. “De a poquito las cosas que tenías que podías disfrutar fueron desapareciendo. Seguramente aparecían cosas que no teníamos, pero no sé si cubrían todo lo que había desaparecido”, compara.
De esa época le quedaron grabadas a fuego las diferencias que empezaron a existir en el aula. “La gente empezó a ser más agresiva, empezó a haber división de clases. Hasta el 91 en la escuela nos consideramos todos iguales, usábamos uniforme, todos nos vestíamos iguales, saco, corbata, pantalones de vestir, camisa. De repente empezabas a darte cuenta que el muchacho que estaba sentado al lado tuyo que sus papás eran pobres o eran ricos por cómo se vestían y los elementos que usaban. Y no era muy agradable”, se sincera.
Si hasta este momento no sabía que existía la discriminación, a partir de los 12 se dio cuenta de su existencia. “Los chicos de mejor posición económica se sentían más seguros y más cuidados y los chicos de las familias más pobres se juntaban entre ellos y tiraban bronca contra los que tenían un poder económico mejor. Y muchas veces han sido golpeados solo por eso, solo por envidia”, recuerda. Pero con el tiempo volvieron a unirse. “Nos integramos mutuamente. Lo de la división de clases sociales fue algo para lo que nadie estaba preparado. Hubo quienes se adaptaron a los cambios más rápido, otros fueron más lentos. Y también estuvieron quienes nunca lo hicieron. Los primeros años post soviéticos las fábricas se cerraron, se fundieron y no volvieron a abrir sus puertas”, relata Dimitri.
El pasado y presente se funden dentro del restaurante, que es también su casa. En el piso de arriba está su habitación. “Esta es mi casa, donde yo recibo a la gente y le cuento un poquito de historia de mi vida con las comidas que ofrezco”.
Su madre Irina con quien vino a la Argentina y armó con él este emprendimiento falleció en diciembre de 2015.
En un aparador del restaurante hay cuadro de ella. Su madre había fundado en su tierra una bolsa de acciones con unos compañeros de la facultad, que fue “saqueada” por el Estado porque determinaron que no podía haber una privada y que debía ser estatizada. “Nos quedó el departamento en que vivíamos. Nada más. Mi mamá dijo que no había más que hacer en ese país. En aquel momento ya era Ucrania y decidimos irnos”, relata. Tenían la opción de ir a Canadá o Alemania, pero viajar a la Argentina era la forma más rápida. Tenía 18 años y también evitaba los dos años de servicio militar de Ucrania.
“Vinimos con 2.000 dólares en el bolsillo de lo que nos quedó después de la venta del departamento, porque no valían nada en esa época. Un tres ambientes costaba 11.000 dólares. Nada. Descontale los pasajes aéreos. Y calculá que nos quedó eso. Nos fuimos a vivir a un hotel familiar”, cuenta el cocinero ucraniano.
Su primer trabajo en la Argentina fue en un local de comidas rápidas. Los primeros seis meses estuvo friendo papas y después terminó atendiendo en la caja. Se adaptó enseguida. “A los 18 años estás muy flexible para los cambios y te adaptás muy rápido, tanto en el idioma como cualquier otra cosa que se te viene encima”, asegura. Al año de llegar ya estaba estudiando en la Facultad de Filosofía y Letras un traductorado para extranjeros. Después fue ayudante de mozo en un lujoso restaurante gastronómico del Buenos Aires Design y terminó como ayudante del gerente.
Dimitri hizo de todo. Vivió en Mar del Plata tres años luego de que el corralito los sorprendiera a él y a su madre. Se quedaron sin recursos. Su madre se fue a vivir a la casa de una amiga y él sobrevivió primero como tarjetero de un boliche marplatense, que le garantizaba la comida principal mientras pasaba las noches debajo de un muelle. Más tarde consiguió trabajo como estibador en el puerto y finalmente consiguió trabajo como traductor en una empresa marítima.
A su regreso se inscribió en kinesiología y fisiatría y decidieron con su madre poner un emprendimiento hasta que terminara los estudios. Ella cocinaba y él atendía a los clientes. Empezó a cocinar cuando ella se enfermó. Con el tiempo, los platos se fueron adaptando al paladar argentino, fueron cambiando algunas especias, modificando algunas recetas.
El ex soviético, como se define, se casó en el 2010 con una paisana. “Una chica de Rusia, de Novosibirsk. Vino acá por una ONG que trabajaban con los chicos de las villas y cosas así. Nos conocimos en la Iglesia Ortodoxa Rusa. Después, ella se fue y volvió y nos casamos. Estuvimos ocho años viviendo juntos. En el 2019 tuvimos un problema personal de pareja y ella decidió volverse para allá. Se fue con nuestra hija. No me opuse porque es la mamá. Pensando que van a volver. Después llegó la pandemia, después del quilombo entre Ucrania y Rusia. Y bueno, ellos están allá y yo acá”, se lamenta.
Ahora cocina con un sobrino, con quien se encontró de casualidad, quien también coincidentemente llegó con su madre. Una panadera “original rusa”, los ayuda con la pastelería, las tortas. Y cuando ella no puede, lo hacen ellos. “Y si nosotros no podemos, se las encargamos a los paisanos que sí tienen tiempo y ganas de llevarse una moneda”.
Si alguna vez tuvo ganas de volverse a su tierra, finalmente desechó la idea. “Me gusta Argentina. Me gusta este país, me gusta estar acá, me gusta la gente, los quiero y trato de darle lo mejor de lo que yo sé, de lo que yo conozco”, expresa el gastronómico que recibe en su casa a amigos de la cultura rusa soviética. El 90 por ciento de sus clientes son argentinos. Y entre un 5 y 7 por ciento son “paisanos”.
Su último viaje a Ucrania fue en 2014. Hace 10 años que no regresa.
Hace un par de años conoció a una media hermana. Se la presentó su papá a quien logró contactar por una vieja red social. Después de 24 años volvió a tomar contacto con él. “Mi mujer tuvo ganas de comunicarse con mi papá. La hija de ambos es su única nieta. Mi mujer vive en Novosibirsk, Rusia. Ellos viven en Ucrania, en Járkov. Y sin embargo pudieron comunicarse y hacerse amigos. Ahora mi hija sabe que tiene otro abuelo aparte del que tiene ahí, en la ciudad donde ellos viven. Sabe que la quiere y ella lo quiere. Y todos nos queremos. Menos mi mujer que no me quiere. Todos los demás nos queremos todos. Bueno. Me quiere, como ella dice, con un amor distinto”, confiesa.
Dimitri sonríe. Filosofa. Habla de la vida, de los momentos buenos y los malos. Y comparte sus gustos con quien quiera sentarse a su mesa.