Juan Luis “el Chancho” Lucero fue un militante histórico de la resistencia peronista. Con apenas 19 años participó del frustrado levantamiento del General Valle en 1956, y cumplió su primera condena en la cárcel. En septiembre de 1968 quedó nuevamente detenido en Taco Ralo en Tucumán, como parte integrante de las Fuerzas Armadas Peronistas, junto a Cacho el Kadri, Nestor Verdinelli y Amanda Peralta, entre otros. En 1973 lo eligieron diputado provincial del Frente Justicialista de Liberación Nacional (FREJULI), en las elecciones del 11 de marzo. A cargo de la Comisión Bicameral Investigadora de apremios ilegales durante la dictadura lanussista, estuvo a su cargo de dilucidar el asesinato y los culpables de la muerte de Angel “Tacuarita” Brandazza, militante del peronismo de base, razón por la que debió soportar tres graves atentados contra su vida. En 1974, junto a Domingo Pochettino y Jorge Obeid, intervino en la disidencia de la juventud peronista en Santa Fe. Estuvo preso durante la última dictadura militar. Luego partió al exilio de Dinamarca, donde vivió hasta hace poco tiempo. Retornó a su tierra para despedirse. Juan Luis “el Chancho” Lucero murió el martes 19 de noviembre. Tenía 87 años, había nacido en Unquillo y criado en Villa Mugueta, provincia de Santa Fe.
“Trabajábamos por un plato de sopa y mate cocido, nunca nos alcanzaba para nada; cenábamos una latita de picadillo y mate cocido de nuevo. El Estatuto del Peón nos cambió la vida. Entonces éramos felices. Entonces éramos peronistas porque las mejoras eran reales”, valoró en un reportaje en 2017. Tenía cinco hermanos: los más grandes eran puesteros, los más chicos, boyeros. Trabajaban cuidando animales pero el único sueldo que ingresaba era el de su padre, que era descendiente de un español y de una indígena (”éramos verdaderos gauchos”, recordaba) y había empezado a trabajar cuando tenía diez años. “Era el único al que le pagaban y era una miseria. Todos éramos peones rurales y vivíamos en la peor de las pobrezas. Antes de Perón, le decíamos a mi mamá: ‘Mirá, mirá, el primo se compró un helado’. Valía cinco centavos. Y mi mamá bajaba la cabeza porque no tenía para comprarnos seis helados o, tal vez, ni siquiera para uno”.
“Yo estoy siempre muy orgulloso de ellos, porque nos enseñaron la rebeldía. Nunca dejaron de mandarnos a la escuela, pero teníamos nada más que las alpargatas para ir al colegio. Muchas veces estábamos varios meses descalzos”, relató. Decía que se concibió peronista el 4 de junio de 1943, cuando un golpe de Estado derrocó al gobierno de Ramón Castillo, cuando aconteció la revolución de los coroneles, cuando Domingo Perón ingresó a la política argentina, cuando nacieron los albores del peronismo. “Mi madre nos decía: ‘Ustedes nunca se callen ante una injusticia, incluso a riesgo de su propia vida’”, contó. Sus padres participaban en política, se consideraban radicales yrigoyenistas y eran analfabetos.
“La vida que teníamos era muy dura. Siempre íbamos a juntar maíz, toda la familia; pero por más bolsas que juntáramos, siempre estábamos en la miseria. Ese año el Estado elevó el precio de la bolsa de maíz de cuarenta y cinco centavos a dos pesos; en menos de un año pudimos comprarnos una casa acá en la ciudad de Rosario. Nos vinimos para Rosario y si querías podías cambiar de trabajo todos los días. Había ocupación plena. Se vivía de una manera desconocida hasta ese momento; por ejemplo, poder gozar del descanso de sábados y domingos, algo impensable hasta entonces. Ser peronistas fue algo natural. Nunca tuvimos dudas”, repasó y contó que por orden de su madre debían estudiar y trabajar: él fue pulidor de pisos de parqué y trabajó hasta un día antes de jurar como diputado nacional.
“Con Perón se va conformando una nueva ideología, se fueron ensamblando las viejas luchas, incluso las luchas anarquistas, socialistas y, con todo eso, se produce una nueva idea que era la de la justicia social. Cuando se produce el 17 de octubre, yo tenía nueve años y vamos todos al acto que se realiza en el pueblo de Villa Mugueta. Recuerdo que los pibes radicales nos tiraban piedras. En ese acto me quedé afónico varios días por gritar. En esas elecciones, mis padres votaron por primera vez”.
La sublevación del general Juan José Valle
La mal llamada “revolución libertadora” había expulsado a Perón del gobierno mediante un golpe cívico-militar. El gobierno de Aramburu y Rojas realizó varias purgas internas en el Ejercito para expulsar a los militares nacionalistas cercanos al peronismo. Pocos meses después, en el mismo barco donde estaban prisioneros, varios altos oficiales tramaron un golpe para desplazar a la cúpula golpista y restituir la soberanía popular convocando a elección sin proscripciones. Los militares buscaron el apoyo civil entre los grupos de la incipiente Resistencia Peronista. La dictadura había detectado los preparativos de sublevación, pero los dejó avanzar para dar un baño de sangre de escarmiento. La noche del 9 de junio de 1956 se produjo el levantamiento del General Juan José Valle: si bien las principales acciones se desarrollaron en Buenos Aires y La Plata, en distintas ciudades del país había grupos revolucionarios esperando la orden de actuar, que se iba a emitir por las radios tomadas por los revolucionarios. Hubo acciones, en La Pampa, Rosario, Viedma y otras ciudades. Por ejemplo, Rosario.
En Rosario, la noche del 9 de junio de 1956, el comisario Ricardo Díaz, luego de informar a sus subordinados sobre la situación, decide encerrarlos en una de las celdas de la comisaria, y, acompañado por el sumariante Cesar Vigil (el único que se sumó), Lucero cargó el “arsenal” de catorce carabinas viejas, para a sumarse a la sublevación del General Juan José Valle. “Para hacer tiempo con Marcial (Martínez) nos fuimos al cine Ocean y al salir nos encontramos con los compañeros de la célula. Estaban todos menos el que tenía que traer las armas, menos mal que Lapettina y su yerno Morales habían traído dos escopetas con bastantes cartuchos, Marcial nos pidió que lo esperáramos y fue a buscar un gran facón que le saco al tío, yo me puse muy orgulloso de él”, recordó.
Los planes para sublevar Rosario
En Rosario, como en el resto del país, el intento del General Valle estaba infiltrado y descubierto de antemano. El plan consistía en tomar el Regimiento 11 de Infantería (que disponía en ese momento de más 700 hombres), la radio LT2 y otros objetivos. Si bien los jefes de la rebelión eran militares, la mayoría de los complotados eran civiles, lo que significaba una dificultad no menor, primero porque se trataría de un asalto externo a un regimiento y no del amotinamiento del mismo, y en segundo lugar, porque no se contaba con armas suficientes para hacer frente a tamaño desafío.
Allí es cuando entró en escena el Comisario Díaz, al asegurar que pondría a disposición las catorce carabinas pertenecientes a la comisaría 16, dependencia policial a su cargo ubicada en Tiro Suizo. Con ese pequeño “arsenal”, sumado a las armas que cada uno de los participantes aportaría y la fe imbatible que los movilizaba, los insurrectos rosarinos daban por ganada la partida.
Capital del peronismo
Hubo una época en que Rosario era un bastión del peronismo. Durante los días septiembre de la mal llamada revolución libertadora, Rosario fue una de las pocas ciudades donde el pueblo peronista dio pelea en las calles. En su libro Memorias de una muchacha peronista, Berta Temporelli rememora: “¿Qué llevó a esos hombres a pintar ‘Los yanquis, los rusos y las potencias reconocen a la libertadora, Villa Manuelita no’? ¿Qué hizo que esas mujeres tuvieran la valentía de desafiar a las fuerzas represoras, desprendiendo sus blusas, dejando los pechos al desnudo al grito de ‘tiren’? ¿Quiénes eran esos seres anónimos que protagonizaron aquellas jornadas que pasarían a la historia? Eran mujeres y hombres que por primera vez habían sido dignificados como personas con derechos, y ahora demostraban lealtad a sus líderes, a Perón y Evita”.
El testimonio de José Mármol es un ejemplo vivo de ese coraje: “Alrededor de las cuatro de la tarde, las tropas venían tirando desde un camión. Yo había puesto, en una columna de Ovidio Lagos y 27 de Febrero, los estandartes de Perón y de Evita. Entonces, volví a subirme a la escalera, me envolví con una bandera argentina y los esperé gritando: ‘¡Viva Perón, carajo; la puta que los parió!’. Me dispararon un balazo en el hombro derecho, cerca del cuello, y quedé tendido en la vereda”.
“En diciembre de 1955, nos reunimos con el General Juan José Valle -narró Lucero-. El contacto lo realiza nuestro jefe civil en Rosario cuyo apellido era Piacenza. La reunión se hizo en un lugar cerca de la calle Zelaya en una casilla de esas que usaba el ferrocarril, el dueño era un compañero de apellido Duclo. Estaban Piacenza, el General Lughan, Don Victorio Cardinali, Duclo, el General Juan José Valle y yo. No perdí detalle de todo lo que se dijo. ‘Si llegamos a triunfar tengamos siempre profundo respeto por los prisioneros -dijo Valle-. El amor debe primar por encima de los odios. Recuerden cuando suene la hora, nuestro santo y seña será ‘a la madrugada se cortan las frutas’ y cuando lleguemos al lugar de los hechos, donde habrá soldados en diferentes guardias y suboficiales comprometidos la consigna será ‘San Juan’”. Desde ahí continuamos organizándonos con mucho más entusiasmo convencidos de que triunfaríamos y traeríamos a Perón de vuelta a la patria”.
“A la madrugada se corta la fruta”
Algunos jóvenes comenzaron a recorrer los barrios pasando un mensaje en clave: “A la madrugada se corta la fruta”. La insurrección estaba en marcha en todo el país.
“Finalmente en junio llegó la consigna, yo estaba acompañado de mi amigo Marcial Martínez, quien no participaba de las reuniones, porque era muy chico, tenía 16 años y yo 18. Pero Marcial se las aguantaba más que yo, un compañero, muy pobre, huérfano desde muy niño, reservado, solidario, valiente, de los mejores. Las armas prometidas no llegaron. Scaramuccino era el nombre del responsable de traerlas, muchos años después supimos que escondió las armas y se fugó a las islas, en realidad se cagó”.
“José Menéndez se puso al frente del grupo, era obrero y trabajaba en la misma fábrica con mi hermano, paramos un camión y nos fuimos a la Central de Teléfonos de la calle Salta, ahí quedó Poroto González que era de otra célula, en el mismo camión me fui a tomar otra Central Telefónica, lo mismo hizo el compañero Bonamelli que tomó la que estaba en calle Baigorria. Cuando llega la gendarmería a la Central Telefónica con Marcial quisimos resistir con nuestras escopetas pero la gendarmería tenia fusiles FAL y ametralladoras PAM. Los compañeros Menéndez, Lappetina y Morales con más criterio y experiencia nos disuadieron”, contó Lucero.
A las 23 horas, el grupo de Díaz se apoderó del predio donde se hallaba la antena de LT2, dejando ir al casero y su familia. Instantes más tarde, LT2 empieza a anunciar la proclama del hasta el momento ignoto “Movimiento de Recuperación Nacional”: “Las horas dolorosas que vive la República, y el clamor angustioso de su pueblo, sometido a la más cruda y despiadada tiranía, nos han decidido a tomar las armas para restablecer en nuestra patria el imperio de la libertad y la justicia al amparo de la Constitución y las leyes...”.
Al día siguiente, el parte oficial del ejército describió el operativo represivo destinado a recuperar la antena: “Una maniobra de pinzas realizada por un grupo de efectivos de esa fuerza, a cargo del capitán Pizzi, y por un escuadrón de Gendarmería a cargo del comandante Guillermo Rosbaco”. Los insurrectos, con el comisario Díaz a la cabeza, junto a Lopícolo, Putero, Jurjo, Marinaza, entre otros, resistieron la embestida durante más de dos horas. Pero empiezan a llegar las noticias del fracaso de la toma del Regimiento 11, sumado a la recuperación por parte del ejército de la central telefónica Sarratea, ocupada previamente por el grupo de Lucero y de Martínez. Finalmente, cuando los insurrectos se enteraron de la derrota del alzamiento en todo el país, deciden emprender la retirada. Seis de ellos son apresados al instante, y el resto en los días subsiguientes. A las 2:30 del domingo 10, LT2 enmudece y deja de transmitir la proclama revolucionaria.
El frustrado intento en el Regimiento 11
Mientras que en LT2 el comisario Diaz y sus catorce carabinas dieron dura pelea durante dos horas, en el Regimiento 11 no hubo lucha. El diario El Litoral en su crónica del día siguiente relata: “Pintorescos hechos, casi risueños, por la credulidad de unos veinte ciudadanos, ocurrieron en esta ciudad, luego que por LT2 se difundiera la exhortación de que el pueblo saliera a la calle y se reuniera en el Regimiento 11 de Infantería que había sido ocupado. Los aludidos se dirigieron a esos cuarteles, donde en efecto se los recibió de inmediato, pero nada más que para remitidos detenidos e incomunicados a la jefatura de policía”.
“Uno de los desencantados fue el doctor Celio Ferruccio Spirandelli, el ex intendente de esta ciudad, el que concurrió a presentar sus saludos al general Lugand a quién daba como jefe del movimiento sedicioso. Otro caso fue el de un tranvía de la línea 18 que apareció durante la madrugada en la zona sureste llevando gente para los cuarteles, el coche fue copado por la policía y conducido hasta la jefatura donde se alojó su pasaje, unas 60 personas”, agregaba la noticia. Luego el diario da una extensa lista de cerca de 200 detenidos en Rosario.
Los para nada risueños fusilamientos
El diario El Litoral omitía en la “pintoresca” descripción de los hechos, que esa misma noche por un decreto nacional previamente redactado, se impuso la ley marcial en todo el país autorizando el fusilamiento de los sublevados civiles o militares. La noche del 12 de junio, Ricardo Díaz fue atrapado junto a Vigil en las inmediaciones de la yerbatera Martín y remitido a la jefatura de policía. Allí esperaban más de 400 detenidos, 21 de ellos sujetos a la Ley Marcial. Esa misma noche, estos últimos fueron llevados al Regimiento 11 para ser fusilados. El destino y las internas al interior del Ejército harían de frenar lo que parecía inevitable.
Recordó Juan Lucero: “Llega un ómnibus para trasladarnos al Regimiento 11 de Infantería, el comisario Díaz hizo una señal como diciendo nos liquidan. Íbamos todos cortando clavos, trataré de recordarlos por sus apellidos: Nicolini, Díaz (el comisario), Martínez, Loppicolo, Putero, Barinaga, Vigil, Scaramuccino, Altieri, mi hermano Lucero, Demarco, Bonamelli, Lappetina, Morales, Jurjo, Mainetti, Piacenza, Menéndez, un motorman de los tranvías que no recuerdo su apellido y yo. El traslado estaba a cargo del capitán Gentille y demoró el traslado lo más que pudo, hizo parar el ómnibus para revisar el motor y el comisario Díaz se dio cuenta, ‘si funciona bien...’ nos dijo, yo no me daba cuenta de nada, solo rezaba. Ahí descubrimos que Gentile estaba haciendo tiempo, no quería fusilar a nadie, resultó ser ‘lonardista’. Tal como se dieron los hechos, la demora nos salvó la vida”.
Sin embargo, el ómnibus terminó por arribar a destino, donde esperaba el pelotón de fusilamiento a cargo del Coronel Manni: “Ese nos quería fusilar a toda costa. Es más, ya había pasado Jurjo, que fue el primero en pasar para ser fusilado, y en eso viene corriendo Gentile, diciendo que había llegado un parte anunciando que se había levantado la Ley Marcial. Gentile no se puede contener y le empiezan a caer las lágrimas y a decir ‘muchachos, se salvaron’, y nos convida con cigarrillos, un paquete verde”.
Quienes no tuvieron la misma suerte fueron el general Valle y veintiocho compañeros de infortunio que fueron fusilados en Buenos Aires. Antes de ser asesinado, Valle le dejó una carta a Aramburu, presidente de facto y responsable de su inminente muerte: “Entre mi suerte y la de ustedes me quedo con la mía. Mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas verán en mi un idealista sacrificado por la causa del pueblo. Las mujeres de ustedes, hasta ellas, verán asomárseles por los ojos sus almas de asesinos. Y si les sonríen y los besan será para disimular el terror que les causan. Aunque vivan cien años sus víctimas les seguirán a cualquier rincón del mundo donde pretendan esconderse (…). Nuestro levantamiento es una expresión más de la indignación incontenible del pueblo argentino esclavizado”.
El apoyo político a los fusilamientos
En Rosario, los detenidos fueron recluidos en la cárcel la Redonda. Mientras tanto las columnas de La Capital consignaban el repudio de las “fuerzas democráticas” frente al intento frustrado: desde el Partido Demócrata Progresista, pasando por la UCR local, el Partido Demócrata Cristiano, el Partido Socialista, la Liga de Estudiantes Humanistas de Rosario. La Unión Socialista Libertaria de la Provincia de Santa Fe se pronunciaba vehementemente contra el “golpe ejecutado por minorías al servicio del dictador prófugo”. En similares términos se expresaba el Partido Comunista, que caracterizaba al hecho como un “contragolpe” y llamaba a los trabajadores a “no dejarse arrastrar por las aventuras”. Ninguno de los comunicados denunciaba el fusilamiento a sangre fría de 29 argentinos.
Por este hecho Juan “Chancho” Lucero estuvo dos años preso. Luego continuó su militancia en la Resistencia Peronista. En 1968 integró el grupo de las Fuerzas Armadas Peronistas de Taco Ralo donde fue detenido. “Yo fui uno de los primeros en subir al monte de Taco Ralo en la provincia de Tucumán junto con otros compañeros. Solano era mi nombre, por el líder paraguayo Solano López. Nos habíamos convencido de que estábamos para cosas mayores. Queríamos intentar el establecimiento de un foco de guerrilla rural; a la vez, muchos otros militantes apoyaban desde la ciudad y esperaban el éxito en el monte para sumarse a la lucha. Pero fuimos descubiertos y nos metieron presos”, describió.
Como Diputado Provincial, en 1973 presidió la comisión investigadora por el asesinato de “Tacuarita” Brandazza. Por esta investigación sufrió varios atentados contra su vida. Tres años después, fue nuevamente encarcelado y su hija -militante de la UES y de apenas 15 años de edad- fue secuestrada.
Marcial Martinez, al igual que Lucero, se integró a la Resistencia Peronista cuando salió de la cárcel. El 7 de enero de 1960 fue cercado por la policía. Le confesó a un compañero: “Negro, yo esta vez no caigo vivo, porque no sé si voy a aguantar la tortura y antes de entregar a un compañero me suicido”. Y así fue. Se ejecutó con plena consciencia de sus actos. El primer disparo se atascó o no salió. Puso una nueva bala en la recamara de su pistola para poner así fin a su vida. Pero antes, escribió en una carta las acciones revolucionarias que lo tuvieron como protagonista y en las cuales adoptó toda la responsabilidad emergente para liberar a sus compañeros.
Fuentes: el libro Memorias de una muchacha peronista de Berta Temporelli; archivo “uno por uno” de Roberto Baschetti, nota de Osvaldo Desmonti, nota de Eduardo Toniolli.
* El autor de esta nota escribió los libros Salvados por Francisco y La Lealtad: los montoneros que se quedaron con Peron.