Ese jueves 21 de mayo de 1903 había demasiada expectativa. No por ser el primer monumento que se inauguraría esa tarde en la ciudad realizado por una mujer, sino por lo que se mostraría.
Desde el ministro del Interior Joaquín V. González, pasando por el intendente porteño, embajadores y artistas, podría decirse que, menos el presidente Roca, estaban todos. Las bandas del 2 y 10 de infantería se hicieron escuchar cuando la escultora descorrió el velo que cubría su obra.
La fuente es, en sí, una enorme valva, de la que emergen tres tritones –seres masculinos similares a la sirena- con sus caballos. En el centro se representa el nacimiento de Venus, la diosa del amor, la belleza y la fertilidad, en medio de dos Nereidas, que eran ninfas –una categoría menor a la de diosa- que protegían a los navegantes y que vivían en las profundidades del océano.
Era la Fuente Monumental Las Nereidas, aprobada por el intendente porteño Adolfo Bullrich sin consultar a los concejales. Incluía figuras femeninas con los pechos al aire, lo que era todo un escándalo. La responsable tenía nombre y apellido: Dolores Mora, quien se convertiría en la primera mujer escultora de América Latina.
Hay un tironeo entre Salta y Tucumán, ya que ambas se disputan ser su lugar de nacimiento, porque no existen precisiones al respecto, así como con la fecha, probablemente el 22 de abril de 1867. Es que nació en El Tala, una localidad del departamento de La Candelaria en Salta pero fue bautizada 16 kilómetros al sur, en el poblado tucumano de Trancas. Además ella siempre se reconoció tucumana.
Fue la tercera hija de siete que tuvieron sus padres, el tucumano Romualdo Alejandro Mora, comerciante y hacendado, y la salteña Regina Vega Sardina, también dueña de tierras, de carácter fuerte y con un pasado que incluía un hijo natural.
Siendo niña, la familia se mudó a San Miguel de Tucumán, a una casa a media cuadra de la plaza principal. Sus padres murieron con dos días de diferencia: el 14 de septiembre de 1885 Romualdo, 48 años, víctima de neumonía, y el 16 Regina, que estaba enferma del corazón.
Tenía unos 20 años cuando comenzó a tomar clases de dibujo con el pintor italiano Santiago Falcucci, quien la describió como una “niña de cualidades no comunes, indiferente a todas las aspiraciones nobles”.
Descubrió que tenía facilidad para el retrato. Cuando hizo uno en carbonilla del gobernador Delfín Leguizamón, tal fue la impresión de Falcucci que le gestionó una nota periodística, ya que el dibujo parecía una fotografía. El trabajo se expuso en 1892 en la kermesse de la Sociedad de Beneficencia local.
Le encargaron una veintena de los gobernadores provinciales. La muestra de 1894 que montó con esas obras hechas en papel Canson no pasó desapercibida, y de pronto viajó a la ciudad de Buenos Aires convertida en artista.
Obtuvo una beca de cien pesos oro mensuales por dos años para continuar sus estudios en Roma, donde viajó en 1897 con una carta de recomendación de Dardo Rocha para el embajador argentino, para que la asistiese en lo que precisase.
Estudió con el renombrado pintor Francesco Paolo Michetti, a quien buscó especialmente, al punto de afirmar que, de no poder hacerlo, regresaría a la Argentina. Michetti no daba clases pero Lola insistió de tal modo que el artista cedió, con la condición de que si en dos meses no avanzaba, debía buscarse a otro maestro. Cuando ese mismo día le tomó una prueba, supo que estaba frente a una gran artista.
El escultor Giulio Monteverde detectó el talento de la chica para tallar la piedra, y Lola Mora abandonó la pintura, ya que había encontrado su camino. Cuando terminó la subvención, la chica pensó seriamente en comenzar a vender sus trabajos para mantenerse, hasta que Roca se la renovó por 200 pesos mensuales por un año.
Su nombre se hizo conocido, si hasta había logrado que el rey y la reina la recibiesen en el palacio. Esa popularidad hizo que a esa chica simpática, dinámica, de carácter, le lloviesen los encargos de obras. En Roma trabajaba en su taller de Lungo Tevere Prati 19, vestida con una larga túnica gris y con una gorra de baño que le protegía su tupida cabellera oscura.
En agosto de 1900 regresó al país como una celebridad. Fue cuando le ofreció a la intendencia municipal porteña una fuente de mármol de ocho metros, que estaría en el centro de la polémica. La cotizó en 25 mil pesos, la haría en 10 meses en Roma y la entregaría embalada. El proyecto se aprobó en tiempo récord, presumiblemente por haber sido una orden del presidente Roca.
Luego viajó a Tucumán para cerrar un contrato para hacer un monumento a Alberdi y en octubre volvió a Italia, donde haría los trabajos asistida por escultores monumentalistas. En agosto de 1902 estuvo de nuevo en el país con la fuente embalada.
Mientras en el Concejo Deliberante discutían su emplazamiento, una vez descartada Plaza de Mayo para evitar mostrar hombres y mujeres desnudos frente a la Catedral, fue a Rosario a dejar la semilla de una idea que le rondaba, y que era el de intervenir en el futuro Monumento a la Bandera.
El nuevo intendente de la ciudad de Buenos Aires Alberto Casares propuso llevarla a Mataderos o a Parque Patricios pero la oportuna intervención del anciano general Bartolomé Mitre se impuso por emplazarla en Cangallo y Alem, donde entonces estaba el Parque Colón.
Diariamente, la gente veía cómo una mujer que vestía camisa y bombacha de campo, mandaba a una docena de operarios en el armado, en un improvisado taller callejero, así como en alguna oportunidad alguno, descontento, se colaba para hacerle daño a los bloques de mármol.
En la inauguración faltó curiosamente el presidente Roca, el amigo y protector de la artista. Sobre la fuente, hubo opiniones de toda talla, aunque las peores vinieron del anarquismo, que hablaba de Mora como “alucinada de los falsos ídolos”, y puesta “al servicio de una sociedad degradada”.
Inmortalizó en el mármol a figuras como Roca, Alberdi, Facundo Zuviría, Aristóbulo del Valle, Carlos María de Alvear y Nicolás Avellaneda, inaugurado en 1913, trabajo premiado.
Realizó los altorrelieves que se exhiben en la Casa Histórica de Tucumán. Todos sus trabajos los desarrollaba en su estudio-casa de Roma, y solo armaba talleres provisorios en Buenos Aires cuando debía montar una obra.
Uno de sus mecenas –algunos fantasearon que había algo más- fue Roca, quien apoyó su formación. Cuando éste falleció quedó sin padrinos políticos.
En mayo de 1909 firmó el contrato para desarrollar el proyecto al monumento a la bandera en Rosario. Las figuras debían ser todas de bronce menos la Alegoría, que debía ser esculpida en mármol blanco de primera clase. Le pagarían 152 mil pesos en cinco cuotas. También, por la misma época, realizó las figuras para la bóveda de Ramón López Lecube, en el cementerio de La Recoleta.
El 22 de mayo de ese año se casó con Luis Hernández Otero, de 27 años, discípulo y ayudante en el taller del Congreso. Ella tenía 43 y en el acta asentaron que tenía 33, para que la diferencia no fuera tan notoria.
A partir de 1913 su estrella comenzó a apagarse. Arreciaron las críticas hacia su trabajo. El puntapié lo dio el diputado Luis Agote, quien criticó las “horribles” estatuas esculpidas por Lola que coronaban la entrada al Congreso, y que era de muy mal gusto para el arte. El legislador hizo un pedido al Ejecutivo para que fueran removidas, y aunque nunca se resolvió esa petición, los nuevos legisladores venidos del radicalismo y el socialismo, surgidos a partir de la ley Saenz Peña, no perdían oportunidad de criticar todo aquello que viniera del antiguo régimen de partido único. Lola Mora, quien siempre estuvo amparada por Roca y Mitre, cayó en la volteada. Su obra en el Congreso fue retirada.
Sin amigos en el poder y sujeta a las críticas, los contratos mermaron y debió vender su taller en Roma. Para peor de males, al descubrir que su marido la engañaba, se separó en 1917.
Ya sin vivienda en Italia, regresó al país, donde puso sus energías en el Monumento a la Bandera, pero el proyecto naufragó, y las esculturas que había hecho las emplazaron en la plaza Belgrano y con el tiempo fueron distribuidas en la ciudad sin ningún criterio. Finalmente un decreto del presidente Alvear de 1925 declaró rescindido el contrato con la escultora.
Por las presiones y las críticas de obscenidad e inmoralidad, en 1918 la municipalidad porteña trasladó Las Nereidas a su emplazamiento actual en la Costanera Sur, y así la corrió del centro porteño.
En la década del treinta, fue a vivir con sus sobrinas, en una modesta casa en la avenida Santa Fe al 3000. Como estaba en la indigencia, se organizó una exposición a su beneficio y varios artistas colaboraron con obras, y hubo un proyecto en el congreso para otorgarle una pensión mensual de 200 pesos.
Tuvo un ataque cerebral, del que le habían quedado secuelas, y tenía síntomas de senilidad y pérdida de memoria. Una noche de lluvia la sorprendieron junto a la Fuente de las Nereidas, y explicó que había ido a “secar a mis hijitas”. En sus manos apretujaba un pañuelo mojado. En sus murmuraciones, mencionaba a su ex marido, a quien nunca olvidó.
En agosto de 1935 tuvo otro fuerte ataque, que le provocó la parálisis de la mitad del cuerpo, le afectó el habla y la visión de un ojo. Nunca más se levantaría de la cama.
Murió el 7 de junio de 1936, luego de estar tres días inconsciente. Los diarios escribieron que había muerto “vencida, pobre y sola”. En su homenaje, el 17 de noviembre es el Día Nacional del Escultor y las Artes Plásticas.
Fue enterrada junto a sus hermanas en el cementerio de la Chacarita y por años sus sobrinas se negaron a los pedidos de trasladar los restos a Tucumán. Recién lo harían en 1977, cuando colocaron sus cenizas y de sus hermanas en una urna, que recorrió las calles de la capital tucumana. Lola Mora, la artista irreverente y de un talento único, a la que se la había criticado que, por ser mujer, había tenido la insolencia de haber vivido con demasiada libertad.