La Boca nació a la par de la fundación de Buenos Aires. Me refiero a la primera. La que no prosperó. Historiadores de la ciudad dan por sentado que el adelantado Pedro de Mendoza recaló en sus costas en 1536. Años más tarde, a partir de la segunda y definitiva fundación a manos de Juan de Garay, el Riachuelo fue utilizado como puerto natural de la aldea. A los márgenes de su cauce fueron instalándose frigoríficos, saladeros, usinas, astilleros, carpinterías y almacenes navales. La Boca fue testigo presencial del desarrollo de la nación. También fue reflejo de las profundas crisis. Sus esquinas se poblaron de bares y cafés. Hoy vengo a contar uno que integra el listado oficial de Bares Notables. Se trata de La Buena Medida, inaugurado en 1905 en la esquina de Suárez y Caboto.
La Buena Medida queda frente a la Plaza Solís, la primera del barrio y creada en 1894. Mítico espacio verde donde en abril de 1905 nació el Club Atlético Boca Juniors. Es decir, en simultáneo con La Buena Medida. Pavada de capital simbólico para este boliche que, en sus inicios, abrió como almacén-bar. Me animo a inferir que el nombre se debe a los años cuando todo se vendía suelto y por peso.
Ese rincón de La Boca sirvió de escenario a varias películas. En 1969, Palito Ortega junto a Juan Carlos Altavista, Javier Portales y varios otros, hicieron de la esquina, plaza y boliche su lugar en el mundo para el film Los muchachos de mi barrio. Las imágenes pueden encontrarse en youtube aunque no son de buena calidad. Pero en 2002, La Buena Medida se vistió de tenebroso reducto del hampa y parroquianos lúmpenes. En El oso rojo de Adrián Caetano, Juilo Chávez junto al ilusionista René Lavand, compartieron varias escenas. En una en particular, Julio Chávez se cubre de los tiros en una ancha columna que hoy se encuentra en el medio del salón y que formó parte de la pared que dividió al almacén del despacho de bebidas original hasta que fue adquirido en 1972 por Ángel “Bebe” Schiavone responsable de unificar ambos ambientes en uno solo, tal como lo conocemos hoy.
La administración del Bebe Schiavone la continuó Antonio “Toni”, su hijo, hasta que la caída de la actividad comercial en la zona lo llevó a cerrar el boliche en el año 2018. La Buena Medida mantuvo las persianas bajas un largo tiempo. Y cuando parecía que su cierre definitivo estaba decretado vino a salvarlo un muchacho del barrio, como en el mencionado film dirigido por Enrique Carreras.
Maxi Rodríguez —el muchacho protagonista de esta historia dominical— tiene 32 años. Es nacido y criado en La Boca. Con solo 11 años, malas decisiones —y elecciones— tomadas por sus padres lo arrojaron junto a toda la familia a la calle. El niño Maxi se hundió en el hondo bajo fondo hasta que cumplió 16 y pudo rescatarse. Consiguió empleo como bachero en una parrilla en Palermo y, desde entonces, no paró de ascender en la escala social. Al tiempo era el parrillero del lugar. Poco después, el negocio ya era suyo. Durante la pandemia, cuando la cuarentena nos guardó a todos en nuestras casas, Maxi cocinaba en su casa y vendía comida para llevar.
Por entonces, gestionaba una hamburguesería y heladería frente a la pizzería Banchero, en la esquina de Suárez y Almirante Brown, a pasos de su domicilio boquense. La vuelta a la normalidad lo alentó a dar otro salto. Como buen muchacho de su barrio no podía aceptar que la esquina de La Buena Medida estuviera cerrada. Junto a su compañera, Yésica Candia, contactaron a Toni Schiavone y le compraron el fondo de comercio. El 16 de junio de 2021 reabrieron el lugar respetando su historia y memorabilia. La Buena Medida mantiene la doble puerta de ingreso por la ochava, las ventanas guillotinas, el revestimiento de madera con espejos biselados y su piso calcáreo original. También están en su lugar, sobre el arco que divide al salón, las pinturas donadas por la entidad cultural Agrupación Impulso. Y Maxi sumó la obra del artista plástico boquense Santiago Torres, la que ya puede calificarse como una muestra permanente del bar.
Los reconocimientos al destacado trabajo de recuperación y apertura no tardaron en llegar. Una nota del periodista Leandro Vesco disparó una situación insospechada. El propietario de la vieja cantina Il Piccolo Navío leyó el artículo y quiso conocer a Maxi para ofrecerle su legendaria esquina de Suárez y Necochea que también permanecía cerrada. ¿Acaso ahora también me voy a poner a contar cantinas? No, pero la casualidad me transporta a otro recuerdo de mi Buenos Aires querido.
Al estudiar sobre historia política y social del tango aprendí que la cosa fue por Necochea. Con mayor precisión, la calle Necochea entre Olavarría y Brandsen. Esas dos cuadras boquenses fueron pródigas en cafetines, cabarets y piringundines que saciaban los deseos de marineros de todo el mundo. Máxime en La Boca de fines del siglo XIX y principios del XX, cuando el tango nacía —también abría La Buena Medida— y se construía el nuevo puerto de la ciudad —diseñado por el hombre de negocios Eduardo Madero— sobre terrenos ganados al río al este de la Casa Rosada.
Hasta entonces, todo el movimiento de ultramar sucedía en los bordes ribereños de Vuelta de Rocha. Ese ámbito laboral tan masculino de día, sirvió como refugio nocturno a los primeros tangueros. Y no estoy apelando a un recurso romántico. Tampoco caprichoso. Documentos que hablan sobre arqueología urbana, y tantísimos poetas, dan cuenta que el epicentro del tango fue la esquina de Suárez y Necochea. Allí existía el Café Royal. Más conocido como el Café del Griego por el origen de su propietario. Me estoy refiriendo a la misma esquina —y edificio— donde, años más tarde, funcionó la cantina Il Piccolo Navío.
En el Café del Griego sucedió un hecho muy conocido para los amantes del tango, pero que en esta ocasión amerita ser reiterado. En 1909, un músico muy jovencito, de solo 17 años, oriundo de Barracas, se apersonó una noche con su fuelle por la esquina de Suárez y Necochea. Iba en busca de Francisco Canaro, más conocido como Pirincho, que estaba al frente de la orquesta que animaba las veladas desde el balcón que servía como escenario en el Café Royal. El mocoso entró al reducto del Griego y caminó recto hacia Canaro hasta quedar cara a cara. Allí, sin más, le enseñó su flamante composición: Una noche de garufa. Era Eduardo Arolas, el Tigre del Bandoneón, quien resultó un pródigo compositor de tangos de la Guardia Vieja. A Francisco Canaro le agradó la melodía y la tradujo al papel, Arolas no sabía escribir música. Con los años sus tangos fueron grabados, entre otros, por Aníbal Troilo, Osvaldo Pugliese y Ástor Piazzolla.
Hasta aquí solo datos que conocí mucho tiempo después de una anécdota personal que me atravesó a los 11 años, la misma edad que tenía Maxi cuando quedó en la calle. Por entonces, para mí La Boca era la cantina La Barca de Bachicha, ubicada al 1600 de la avenida Pedro de Mendoza, frente al Puente Transbordador, donde nos atendía un romano cuyo nombre nunca retuve, pero sí su parecido. Era igual a Alberto Sordi, era tan así que a los fines de la contar la anécdota lo llamaré de esa forma. A La Barca de Bachicha solíamos ir a comer con mis padres y hermanos, desde Banfield, los domingos al mediodía. Recuerdo que mi papá, a los postres, le hacía repetir al mozo con physique du rol de actor del cine italiano siempre el mismo cuento mientras lo escudriñaba sospechándolo de falso. Nunca pude rehacerlao en detalle. Solo quedaron resonando en mi memoria cuatro palabras en boca de Alberto Sordi: amistad, tango, más los nombres, raros por cierto, si bien agradables al oído de un mocoso, de dos personas, Pirincho y Quinquela.
Ya adulto conocí el tango Tres amigos compuesto por Aníbal Troilo y letra del poeta Enrique Cadícamo. Sus versos evocan al “trío más mentado que pudo haber caminado por esas calles del sur” que se reunía en la esquina de Suárez y Necochea. Conocer la composición de la dupla Troilo/Cadícamo me llevó a reconstruir el relato tantas veces narrado en La Barca de Bachicha. Según el falso Alberto Sordi, Quinquela —se refería a Benito Quinquela Martín—, el Tigre Arolas y Pirincho Canaro coincidieron y construyeron una amistad en el Café del Griego. No existe ninguna evidencia que pruebe este hecho. Quizás esa falta de registros era lo que hacía dudar a mi padre. Pero el encuentro de los tres muchachos bien pudo haber ocurrido. Cuando sucedió aquel acercamiento entre Arolas y Canaro, el primero tenía 17 años y el segundo 21. Por su parte Quinquela era un joven de 19 que para solventar sus estudios de arte colaboraba en la carbonería del padre repartiendo bolsas de pedidos en los boliches del barrio. En fin, mi ilusión pudo más que la falta de precisiones. Y di por cerrado el recuerdo de mi padre, Alberto Sordi y La Barca de Bachicha como que Quinquela repartió carbón en el Café del Griego donde conoció a Canaro y Arolas e hicieron trío.
Las vueltas de la vida hoy me tienen viviendo en La Boca. Ya no existe ni La Barca de Bachicha ni ninguna cantina sobre Necochea. El deterioro urbano se apoderó de este rincón que fue pujante durante una centuria. Mientras tanto, en Suárez y Caboto, Maxi, el muchacho de la historia, sigue peleando por mantener viva su esquina y el barrio. Junto a Yésica gerencian un Bar Notable de Buenos Aires y fueron tentados para operar otro templo tanguero a dos cuadras. Demasiada responsabilidad histórica, patrimonial y cultural sobre las espaldas de dos jóvenes emprendedores. ¿Cómo se les puede ayudar en su cruzada? Por ejemplo, yendo a comer. Sería una buena medida.
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