En la miserable pensión donde vivía, y que pronto caería bajo la picota para darle paso a la avenida 9 de Julio, era todo alegría. “¡Don Elpidio! ¡Dos mil pesos! ¡Ya tiene su jubilación de vicepresidente!”, festejaban los inquilinos. La respuesta del anciano, que no tenía dónde caerse muerto, los descolocó. “No, yo no puedo aceptar eso. No, no…”
Completamente alejado de la función pública, Elpidio González sorprendía por su aspecto a los transeúntes cuando se lo cruzaban por la Avenida de Mayo: era por demás característica su larga barba blanca y el traje oscuro con el que solía recorrer algunos comercios amigos entregando anilinas que vendía. En el barrio era conocido, y lo que llamaba la atención era que aquel hombre de aspecto descuidado había sido vicepresidente, ministro, legislador y jefe de Policía. Y que vivía al día. Cuando llegaba. Y que por él crearon las jubilaciones de privilegio, que rechazó de plano.
Había nacido en Rosario, el 1º de agosto de 1875. Luego de recibirse de bachiller en el Colegio Nacional de esa ciudad, se trasladó junto a su madre Serafina a Córdoba, donde estudió hasta quinto año de abogacía. Abandonaría los estudios para recibirse finalmente en 1907 en la Universidad Nacional de La Plata.
Venía de prosapia radical, ya que su padre, el coronel Domingo González, un viejo soldado federal del Chacho Peñaloza, había participado en 1893 de la revolución radical de Rosario. Y Elpidio estuvo a su lado. Él mismo volvería a jugársela en la provincia mediterránea en la revolución del 4 de febrero de 1905. Para entonces, se convirtió en el referente del radicalismo local.
No quiso ser gobernador de la provincia, y la banca de diputado nacional que ocuparía pronto la abandonaría para ser ministro de Guerra en la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen. El presidente buscó a una persona de carácter para que ocupase un puesto reservado tradicionalmente a militares.
También le tocó ser jefe de Policía durante la Semana Trágica de enero de 1919. El desempeño represivo de las fuerzas del orden, así como de civiles armados que protagonizaron un violento progrom en el barrio del Once, matando y torturando a inocentes, hizo que tanto anarquistas y socialistas nunca se lo perdonasen.
Aún con recelo por su amistad con Yrigoyen, Marcelo T. de Alvear lo llevaría como vicepresidente. Entonces renunció a su sueldo, explicando que si el pueblo lo había colocado en semejante responsabilidad, no estaba bien recibir dinero por ello. Además, consideraba que ejercer la vicepresidencia era todo un honor y que si desempeñaba bien su trabajo, el prestigio tendría mucho más valor.
Durante el segundo mandato de Yrigoyen, ocupó la cartera de Interior e interinamente la de Guerra, en los días previos al golpe del 6 de septiembre de 1930.
Cuando se dirigía a su casa de la calle Gorostiaga, en Palermo, fue detenido. “Cumpla con su deber”, le dijo al policía. Luego de un breve paso por el Departamento Central de Policía, lo alojaron en el mismo barco donde estaba el ex presidente Yrigoyen. Juntos compartirían las penurias del encierro en la isla Martín García. Elpidio permanecería dos años detenido en la Penitenciaría Nacional.
Cuando su madre falleció, debió subirse a la propia carroza fúnebre, ya que no disponía de dinero para contratar un mejor servicio. Regresó a vivir a la pensión ubicada en la Avenida de Mayo, la misma que había ocupado de joven, ya que le habían ejecutado la hipoteca que pesaba sobre su vivienda.
Según recuerda haberle escuchado contar a Elpidio el taquígrafo y dibujante del Congreso Nacional Ramón Columba, el dirigente radical en 1916 poseía un patrimonio de 350.000 pesos; y en 1930 tenía 65.000 pesos, pero en deudas.
Vendedor de anilinas
Desde su juventud, Elpidio era amigo del alemán Germán Ortkras, quien había fundado en 1911 la empresa Anilinas Colibrí. Al verlo en tan mala situación económica, el empresario le ofreció pagarle la jubilación correspondiente a vicepresidente de la República, a lo que Elpidio se negó enérgicamente. Sí consintió en trabajar para la empresa, y puso como condición no ganar más que los jefes.
Era común verlo, con ese mismo traje oscuro, maltratado por el uso y su característica barba blanca, recorrer algunos comercios de zapateros amigos de la zona de Avenida de Mayo. Algunos vecinos lo reconocían y se asombraban de su triste destino. “No se puede creer…”, comentaban. “Es lo que corresponde”, respondía.
En la empresa aún recuerdan cuando en una oportunidad debió ir a hacer un trámite: no tenía dinero ni para pagar el estampillado.
Al trabajo iba en tranvía y eran usuales las discusiones, ya que no le querían cobrar el boleto. La empresa estaba en Alvarez Thomas y Elcano y lo habían nombrado a cargo de la oficina de morosos incobrables. Algunos clientes, simpatizantes radicales, se atrasaban deliberadamente en los pagos, sólo para que González les enviase la carta de intimación firmada de su puño y letra. En Colibrí aún se conserva como un tesoro la máquina de escribir Underwood que usaba.
Hay una historia, con algo de leyenda de que el ex vicepresidente por un tiempo vivió en una pensión que estaba por ser demolida por la ampliación de la Avenida 9 de Julio y que él le pidió al capataz algunos días para conseguir otro techo. Nuevamente, cuando vio que el que le rogaba una prórroga era Elpidio, la noticia corrió como reguero por la ciudad.
El presidente Agustín P. Justo se enteró de su precaria situación económica, y envió a su secretario general a entregarle dinero. “Se lo dejo. Es la orden que tengo del general Justo, quien le envía, además, un afectuoso saludo”, le dijo el mensajero.
González vio que dentro del sobre había muchos billetes de mil pesos. Él mismo contó: “Felizmente lo alcancé al señor que me lo había dejado y se lo devolví. No lo quería recibir de vuelta, y tuve que ponerme muy serio y decirle que no iba a permitir que me ofendiera así el Presidente ni nadie, por más buena voluntad que hubiera de por medio”.
“No esperaba esta recompensa, ni la deseo”
Lo que no pudo evitar fue que el diputado Adrián Escobar elaborase un proyecto que contemplaba una jubilación vitalicia para presidentes de 3000 pesos mensuales y para vicepresidentes, de 2000 pesos. En 1938 fue ley. Y Elpidio era el primer beneficiario.
El 6 de octubre de 1938 le escribió una carta al presidente Ortiz, en la que señalaba: “Habiendo sido promulgada la Ley que concede una asignación vitalicia a los ex Presidentes y Vicepresidentes de la Nación, cúmpleme dejar constancia al señor Presidente, en su carácter de ‘jefe Supremo de la Nación, que tiene a su cargo la Administración General del País’, de mi decisión irrevocable de no acogerme a los beneficios de dicha Ley”.
“Al adoptar esta actitud sigo íntimas convicciones de mi espíritu. Entregado desde los albores de mi vida a las inquietudes de la Unión Cívica Radical, persiguiendo anhelos de bien público, jamás me puse a meditar, en la larga trayectoria recorrida, acerca de las contingencias adversas o beneficiosas que los acontecimientos podían depararme. No esperaba, pues, esta recompensa, ni la deseo y, al renunciarla, me complace comprobar que estoy de acuerdo con mis sentimientos más arraigados”, siguió.
“Confío en que, Dios mediante, he de poder sobrellevar la vida con mi trabajo, sin acogerme a la ayuda de la República por cuya grandeza he luchado y que, si alguna vez, he recogido amarguras y sinsabores me siento recompensado con crecer por la fortuna de haberlo dado todo por la felicidad de mi Patria. Saludo al Señor Presidente”, concluyó.
Mientras tanto, continuaba participando de los actos partidarios del radicalismo y se lo veía activo en actos y reuniones.
A comienzos de octubre de 1951 fue operado en el Hospital Italiano. Estuvo internado allí medio año porque no tenía dónde ir a vivir. Falleció el 18 de octubre de 1951 acompañado de unos pocos familiares y amigos. Fue velado en el comité de la UCR y enterrado en el Panteón de los caídos de la Revolución del ’90, junto a su amigo Yrigoyen.
Mientras fue funcionario, decía: “La comunidad nos debe merecer respetos y sacrificios, y cada individuo debe darle lo que pueda de sí”. Hombre de conducta y códigos.