En un lapso de poco más de cinco años, Yamila Waldszan quedó huérfana. Su padre murió en 2015. Su madre en 2021. Tenía 20 años, una casa enorme en Caballito donde se podía escuchar el eco de su llanto y, jura, “no sabía ni pagar la luz”.
Yamila es porteña. Nació en 1999 en el seno de una familia “súper ensamblada” y poco habitual: su papá, Osvaldo, le llevaba 30 años de diferencia de edad a su mamá, Marcela. “Él tenía 60 y venía con tres hijos de un matrimonio anterior. Mi madre tenía 30 y un hijo. Yo soy la única que tuvieron juntos. La diferencia de edad se notaba, y debieron pelearla mucho para que los aceptaran”.
Los tres hijos mayores miraron con desconfianza a Marcela, explica Yamila. “Lo primero que pensaron fue ‘esta chica le va a sacar toda la plata a mi papá’.” Porque mi padre ya tenía su empresa, un capital formado, una cadena de farmacias y perfumerías sobre la avenida San Martín. Y mis abuelos maternos, al revés, pensaban que papá se quería aprovechar de su hija, una chica joven”.
Había un dato adicional: Marcela era empleada de Osvaldo. Entró como cajera en una de sus farmacias, a los 22 años, luego de una vida muy dura. “Mamá era súper humilde. Su pareja anterior, con quien a los 18 años tuvo a mi hermano, la maltrataba y los terminó abandonando”, asegura la joven.
Vivían sobre la avenida Pedro Goyena. De los demás hijos, el único que compartía la casa con ellos era el hijo de Marcela, Adrián. Los otros tres, de un matrimonio anterior de Osvaldo, ya habían formado familia. “Dos hijos de mi papá eran mayores que mamá. Imaginate que con 25 años ya tengo once sobrinos, y algunos más grandes que yo”, cuenta Yamila.
La visión que ella tenía sobre la pareja de sus padres siempre fue distinta. “Los prejuzgaron, que siempre es más fácil. Pasa siempre que vemos una relación con esa diferencia de edad en la tele, o en la calle. Prejuzgar antes de creer en su amor. Yo nunca vi esa diferencia de edad. Papá fue un padrazo, siempre lo voy a recordar como lo mejor. Con mamá éramos muy amigas, siempre me entendió en todo, era muy fácil hablar con ella. Hasta mis amigas la amaban. No tengo un recuerdo malo de mi infancia y mi adolescencia con ellos. Se amaban de verdad, con locura”.
La convivencia hizo que todo se encauzara. “La familia se ensambló perfecto. La hija de mi papá que es más grande que mamá terminó por ser su mejor amiga. Iban al club Maccabi, jugaban al tenis, tenían el mismo grupo… Éramos una familia feliz, pero a mi padres les costó, tuvieron que ir contra viento y marea”.
El primer golpe
Cuando Yamila cumplió diez años, algo de esa felicidad se resquebrajó. Su papá tuvo un infarto. Cinco años después, el destino le marcó la línea de llegada: “Ahí empezó su enfermedad. Cuando yo estaba en tercer año de la secundaria, en el ORT de Almagro, a él le detectaron cáncer de pulmón. Se lo descubrieron tarde. Estaba con metástasis. Fue muy heavy. Vivió seis meses más. De muchas cosas me dejaron al margen, porque era muy chica. Se encargaron más mi mamá y mi hermana”.
El 9 de junio de 2015, con 71 años, su papá murió. Yamila tenía 15 años. Debió ocuparse de su mamá. “Ella no se pudo recuperar del golpe. Durante esos seis meses, vivió para papá. No dormía en casa, sino en el sanatorio. Se tenían un amor muy profundo. Ella lo conoció cuando tenía 23 años y su vida fue a costa de él. No es que cada uno tenía su camino y se juntaban a la noche. Él la salvó. Y cuando papá murió, entró en depresión. Porque mi padre era la cabeza de la familia, él que hacía los viajes, el que se sentaba en la punta de la mesa, el que agasajaba a todos...”
Su madre, cuenta, “cortó el vínculo con la mayor parte de la gente que le hacía bien. Se enojó con la vida. Lo único que hizo fue quedarse encerrada en casa. Se acostaba en el sillón, ponía Netflix, comía y no hacía mucho más. Le preguntabas por una serie y la había visto. No le interesaba salir a la calle, juntarse con gente, con la familia de papá. Al club no lo pisó más, salvo, con suerte, para verme jugar hockey. Porque hasta las cosas que compartía conmigo costaba que las hiciera. Se rindió”.
Su hermano dejó la casa. Quedaron ellas dos y los tres perros de la familia: Lila, Lulú y Simona. Se invirtieron los roles: Yamila fue mamá de su mamá. “Me hacía mal vivir en esa casa, pero mi madre no quería soltar nada que hubiera sido de papá. Lo mismo pasó con la camioneta. No le importaba que se deteriorara, ella no la pensaba vender, porque se aferraba a esas cosas materiales. Y entró en una depresión muy grande”, recuerda.
A lo largo de los meses, no sólo el comportamiento de su madre mutó. También su aspecto. “Ella se cuidaba mucho, hacía deporte. En el curso de un año, era otra persona. Fumaba mucho, tomaba alcohol y comía bastante. Engordó 20 kilos. Y no quería hacer terapia, como yo le pedía. Estaba negada. Fue una vez, tuvo una mala experiencia y se bloqueó. Fue peor. Ella decía que su única cura era que volviera mi papá. Se negaba a vivir. En una discusión que tuvimos me dejó entrever que hasta había intentado irse, pero que no se animó por mí”.
Y en ese proceso, llegó la pandemia.
La orfandad
El papá de Yamila las había dejado en una buena posición económica. Luego de su muerte, con la depresión de Marcela, vivían de rentas. “Teníamos una herencia que nos había dejado además, pero mamá no lo sabía. Yo era chica y no me hizo parte de los trámites. Y ella, que con suerte terminó el secundario, no tenía ni recursos ni ganas de pensar en eso. Como la gente dejó de pagar esas rentas, empezamos con escasez de plata. Y ante esas preocupaciones, su respuesta fue más cigarrillos, mucho champagne, comer mal. Y cuando tenía 47 años, a finales del 2020, en la segunda ola de COVID, le dio un infarto”.
La operaron de urgencia y le colocaron tres stents. “Le dije que la vida le había dado una segunda oportunidad, que no lo tome en joda, que largue el pucho, el alcohol, que empiece a hacer ejercicio… Pero ella insistía en que nadie le iba a decir cómo vivir… Se habían invertido los roles, yo tenía que estar pendiente de mi mamá y tratar de no caerme, porque ni había podido hacer el duelo de papá”.
Todo aquello —y lo que vino luego—, fue un despertador para Yamila, que hasta entonces, había vivido como en un cuento. “Para mí era difícil levantarme y verla a mamá tirada en un sillón. Pero no tuve otra opción de seguir con mi vida: terminar el secundario, hacer el viaje de egresados, recibirme. Por suerte entendí que no quería eso para mi vida. Obvio que no es lo mismo perder a un padre que a un esposo, pero creo que cada uno elige tomar su camino. Hasta ese momento era como una cheta malcriada, porque me daban todos los gustos. En buena medida, aquello me curtió para la vida”.
Marcela, para Yamila, se había convertido en “una hija rebelde”. Le ocultaba cosas: el cigarrillo, los delivery de comida que pedía. El día que la descubrió, tuvieron una discusión fuerte. “Me dijo que no quería vivir más porque se había ido papá, que la vida no tenía sentido”, recuerda.
Poco después, algo sucedió. El cardiólogo envió a Marcela a terapia. A veces, los extraños son más convincentes que la propia familia. Y la mamá de Yamila empezó a salir del pozo. La medicaron. Se puso de novia (“aunque vivía comparándolo con papá, era un buen hombre”). Pero faltaba un largo recorrido para la sanación. “Le daba culpa cada vez que podía estar feliz. Entonces se ponía mal, se boicoteaba. Siempre veía oscuridad al final del camino”, subraya.
No obstante, Marcela experimentó una mejoría. Su novio tenía una casa de fin de semana en Pilar y comenzaron a compartir allí los fines de semana. Lo que no cambió fueron los excesos con el cigarrillo, el alcohol y la comida. Yamila, por su parte, también se puso de novia con un joven cuatro años mayor que, en parte, les ofrecía un apoyo a ambas.
El primer día de abril de 2021, su mamá se descompuso. Le dijo que se sentía muy mal, que se iba a acostar. El abanico de su terquedad, cuenta Yamila, incluía soportar sola los dolores. Pero a las cuatro de la madrugada, le tocó la puerta. Yamila recordó el infarto y llamó de urgencia a una ambulancia. La internaron. La joven pensó en otro infarto, o en COVID. Era una apendicitis. “Genial, pensé, nada malo puede pasar, yo también tuve. Es una de las operaciones más fáciles que hay”. Estuvo un par de días y regresó a su casa.
Durante la internación, Yamila dormía con ella, pero el resto del día, su madre estaba sola. “Ya tenía muchas obligaciones laborales como estilista de moda y diseño de indumentaria que no podía desatender. Siempre me gustó el trabajo freelance y tenía muchas marcas”.
Al segundo día de internación, su novio le contó que a su hermana le habían detectado COVID. Una complicación que se sumaba al estado de su madre, que había conseguido el alta: Yamila había estado con su cuñada ese fin de semana. “Me quedé en casa porque era muy difícil conseguir ayuda para nosotras. Me puse un barbijo por las dudas. El primer día estuvo bien. Pero al segundo me dijo que no podía respirar, que no le entraba el oxígeno”. La quise llevar al hospital de nuevo, pero ella dijo que no, que viniera una ambulancia. Vino, y el médico me dijo que saturaba bien. Me quedé tranquila. Pero a la noche empezó a respirar peor. Yo no me quería ni acercar, por el COVID. Llamé a mi hermano y le dije ‘Adri, por favor llévala a mamá a la guardia del hospital, que tengo miedo de contagiarla’”.
Cuando su mamá se iba, se quiso acercar para saludarla, para darle un abrazo o un beso. Yamila no olvida más ese momento. “Le dije que no, que no la iba a tocar. Creo que le dije ‘en un rato nos vemos’”. Mi hermano se la llevó. Eso habrá sido a las doce de la noche. Como no te dejaban pasar para estar con ella por la pandemia, a las tres de la madrugada, mi hermano estaba en la sala y no le decían nada. Yo me desperté porque sentí algo en el cuerpo. Esas cosas que no tienen explicación. Algo que me pasó por dentro. Mi hermano no me respondía y cuando lo hizo me preguntó ‘¿ya llegó Tomás?’, por mi novio. Entendí todo. Revoleé el celular y me puse a gritar. Ahí empecé con el shock emocional, que para mí es la diferencia entre la muerte de mi papá y de mi mamá. A las dos las sufrí mucho, pero lo de mi papá fue en el transcurso de seis meses, te vas mentalizando, te preparás. Además yo era la más chica y mi familia me protegió. Acá estaba sola, fue de un día para el otro, y no me lo esperaba para nada.
Yamila pensó que le había contagiado COVID. Durante días la atormentó la culpa. Por mensaje, la prepaga le envió que el análisis había dado negativo. Supo que le hicieron una tomografía para ver cómo estaban sus pulmones y descubrieron que estaban llenos de agua, que había hecho una trombosis pulmonar. Según ella, “por mala praxis en la cirugía”. En medio del estudio, Marcela tuvo un paro cardíaco y murió con 49 años.
Era el 3 de abril de 2021. Yamila tenía 20 años. Y había quedado sola.
Ser resiliente
No es natural que alguien quede huérfano a esa edad. Ni habitual. La vida de la joven cambió por completo. Yamila relata las horas más aciagas:
“Yo era una malcriada, me habían dado todo. No sabía ni pagar la factura de la luz. Ni ir al supermercado y buscar precios. Nunca había hecho un trámite. Y de repente tenía que hacer una sucesión, muchos papeles que ahora tenía a mi cargo. Me quedé sola en esa casa gigante en Caballito, con mis tres perras y un montón de responsabilidades que si no las resolvía yo, no las iba a resolver nadie. No sabía cómo iba a sobrevivir. Me tiré a llorar”.
“El proceso empezó siendo todo oscuro. Yo también me enojé con la vida, como mi mamá. No entendía por qué a mí, si era buena persona. Dejé de creer en Dios. Me distancié de algunas personas de la familia sin demasiado motivo. Estuve llorando un mes seguido. Dejé trabajos de lado, la facultad, donde estaba a punto de terminar Diseño de Indumentaria. No quería nada más que estar en casa con mis perras. Les dije a todos que se fueran, que al duelo lo quería hacer sola…”
Después de un mes donde se vació de lágrimas, Yamila comenzó a ver cómo había sufrido el duelo de su madre por Osvaldo, su papá. “Empecé a entender a mi mamá por no dejar la casa, porque al principio es fácil agarrarte de los recuerdos materiales”, explica.
Comenzó terapia. Y a lo largo de las sesiones, entendió que sus padres no querrían verla tirada en ese sillón. Empezó a dar pequeños pasos. A volver a creer en las almas. A convertirse en una luchadora de su propia vida. A transformar su tristeza en esperanza. A amigarse con sus vínculos familiares, sobre todo del lado de su papá. Empezó a comunicarse. Y a sanar.
“Me hice escuchar. Dije cómo estaba, qué necesitaba. La verdad es que siempre tuve mucha gente que me rodeó, que me ayudó a transformar el dolor en resiliencia, en futuro. Aprendí que de lo peor se puede sacar algo bueno. Hoy es mi lema para continuar mi crecimiento”, cuenta.
Por fortuna, Yamila tuvo muchas manos amigas que la rescataron. Su novio (hoy ex, pero con una excelente relación, cuenta), sus amigas, familiares que le explicaron todo, desde el trámite más chico. “Una pareja me enseñó que con escanear un QR podía pagar una factura. De a poco. Un escribano de confianza, el papá de una amiga, me ayudó con los papeles, con la herencia, cómo mover todo eso. Volví a las rutinas que me hacían bien, como jugar al hockey. Cosas que me liberaban la cabeza”.
Yamila comenzó, primero, a ser “madre” de sus tres perras. “Eran tres bichitos que dependían de mí. Hubo gente que me ayudó a invertir la plata para sustentar semejante casa, a pagar deudas que me había dejado mi mamá. No me quedó otra que transformarme, pasé de ser una pendeja de 20 años a una adulta”.
En medio de ese océano de sensaciones encontradas, debió navegar entre muchas tormentas. “Me sentía muy culpable por estar bien. ¿Cómo voy a estar así cuando debo estar detonada en una cama porque mis papás fallecieron? No existe. La culpa te atrae un montón, igual que el qué dirán. Yo solía bailar, pero salir a bailar era demostrarle a los demás que estaba bien y me iban a juzgar por eso. Empecé el proceso de que no me importara el qué dirán. De darme cuenta que tuve una historia súper feliz. Después mis papás murieron y lo viví y lo sigo sufriendo con mucho dolor. Pero el lado bueno es que me formaron como soy y yo estoy muy orgullosa de eso”.
El proyecto
Yamila regresó al mundo de la moda, a su pasión. A generar trabajo: es la estilista favorita de Camila Mayans y otras figuras. Y a terminar la carrera de Diseño de Indumentaria en la Universidad de Palermo con su tesis. Ese trabajo, más que ser el broche de sus estudios, la definió. Le dio el espaldarazo final a su duelo. Premió su resiliencia con una idea que fue aplaudida. Y que tendrá un paso hacia la realidad.
“Cuando pensé en la tesis quise poner algo de mi vida, algo personal. Mis viejos son mi inspiración, mi creatividad. Alquilé la casa, porque no estoy preparada para venderla, y porque nunca se sabe… Encaré la mudanza, fueron como seis meses. Lo hice porque me pareció el momento de soltar mi hogar de toda la vida. Irme a un lugar nuevo, que pueda armar yo. Cuando me involucré con el armario de mis papás, entré y vi toda la ropa. Tuve un dilema: qué regalo, qué dono…. Gran parte de la ropa tenía un significado emocional, que yo quería mantener. Y al mismo tiempo era ‘yo a esa ropa no la voy a usar’. Y lo que se me ocurrió, y fue el proyecto de mi tesis, fue reutilizar, renovar y darle vida nueva a toda la ropa de mis seres más queridos fallecidos, para convertirla en algo sentimental, positivo y que tenga uso. Así que reconvertí aquello, hice prendas nuevas e imaginé una empresa donde la gente pueda traer la ropa de esas personas que amaron y no están más, pero quieran darle un valor sentimental, para llevarse una prenda nueva que puedan usar según sus gustos de moda, su edad y su género…”.
Al proyecto, Yamila lo bautizó “Sintiendo(nos)”. Cuenta que hasta los profesores le pidieron que por favor lo patentara. “Todos hemos perdido un familiar, y a su ropa le damos un valor negativo, porque nos hace acordar a cuando la usaban. Mi idea es transformar eso en un recuerdo positivo, para entender que la ropa tiene un valor sentimental”. El 1 de julio celebró su título de Diseñadora de Indumentaria.
Yamila se mudó a Nuñez con sus tres perritas: Lila, Lulú, dos caniches, y Simona, un bulldog francés que le regaló su mamá. En febrero, Lila murió de viejita, con 15 años. Un mes más tarde, fue el turno de Simona. Fue otro golpe duro. Hace cuatro meses, la joven se fue de viaje a Europa. Regresó el viernes de la semana pasada.
Al proyecto de indumentaria con el que hizo la tesis aún no lo abrió comercialmente. Pero lo tiene en mente: “Me encantaría. De tener algo para vivir, quisiera que conecte mi pasión por la moda y mi historia de vida. Sería algo que me podría mantener feliz por siempre”.
Es hora, para ella, de comenzar una nueva etapa de su vida.
El análisis de la Lic. Valeria Schwalb
“La vida a veces presenta desafíos que parecen insuperables. Sin embargo, la resiliencia permite encontrar la fuerza para avanzar. Historias como la de Yamila, quien perdió a sus padres a una edad temprana, demuestran que sanar el dolor es posible. A pesar del dolor inconmensurable, de los miedos, las inseguridades, la falta de conocimiento de un mundo adulto que se le adelantaba a los empujones con grandes responsabilidades que debió asumir, logró levantarse y crear un futuro lleno de logros.
Yamila enfrentó el sufrimiento, pidió ayuda, sabía que si no lo hacía no iba a poder seguir y sin poder moverse del sillón de la casa familiar que ahora habitaba sola atravesó su proceso, lloró, aprendió y trabajó paso a paso sus duelos. Encontró en sus amados perritos mucha contención a la vez que gran conexión emocional de amigas y amigos que la acompañaron siempre, y pudo sanar sus culpas, perdonar, perdonarse, atreverse a los nuevos desafíos, encontrando el impulso necesario para salir a la vida. Retomó su pasión por el hockey. Además, pudo mudarse y terminar su carrera universitaria.
El trabajo de sanación de los duelos desde la resiliencia resalta la importancia de buscar nuevas oportunidades en medio de la adversidad. La tesis que desarrolló sobre el duelo y la resiliencia en la reutilización de prendas refleja su deseo de transformar el dolor en aprendizaje y creatividad, mostrando que el sufrimiento puede llevar a la innovación.
Yamila pudo reinventarse a sí misma. Exploró el mundo y escuchó sus deseos, eligió dentro de lo que sí podía escoger, logrando encontrar su propio camino. Este proceso de autodescubrimiento permitió que se convirtiera en un ejemplo inspirador para otros.
Su historia enseña que la resiliencia no es solo sobre resistir, sino también sobre adaptarse y florecer en circunstancias difíciles. Su historia enseña sobre el amor en sus raíces y en cada elección.
La capacidad de Yamila para levantarse y seguir adelante es un poderoso recordatorio de que cada persona tiene la fuerza para enfrentar sus propios desafíos. En momentos de dolor, es esencial recordar que existe la posibilidad de un nuevo comienzo. La vida está llena de oportunidades que esperan ser descubiertas, y cada paso hacia adelante, por pequeño que sea, cuenta. Yamila aprendió a transformar su sufrimiento en movimiento y motivación, y esto es algo que todos pueden aprender con el acompañamiento adecuado.
Las historias de resiliencia, como la de Yamila, son faros de esperanza para quienes enfrentan dificultades. La valentía de aquellos que se atreven a fortalecer sus alas inspira a muchos a seguir adelante. Cada individuo tiene un potencial único, y al escuchar y aprender de las experiencias de otros, se pueden encontrar herramientas para enfrentar la vida con coraje.
En conclusión, la historia de Yamila muestra que el dolor puede ser un punto de partida para el crecimiento personal. La resiliencia permite a las personas no solo sobrevivir, sino también prosperar a pesar de las adversidades. Aprender de quienes han enfrentado desafíos con valentía, invita a muchos a encontrar su propio camino y a no rendirse ante las dificultades. La vida ofrece muchas oportunidades, y cada uno tiene la capacidad de escribir su propia historia de superación y éxito”.