Parece un alarido que no dice nada concreto, ninguna palabra descifrable, y sin embargo ese alarido es una señal contundente y comprensible para todos los que rodean al que grita: hay que estar atentos porque viene comida. El primero que ve a algún trabajador de las naves mayoristas del Mercado Central asomarse con cajones de verdura apilados en su zorra de aluminio es el que pega el grito.
El alarido siguiente siempre es del que lleva la zorra, y sí trae palabras. En general, ese segundo alarido dice “tranquilos, tranquilos” o dice “morrones, tranquilos, tranquilos”, o también “ajo, tranquilos, tranquilos”. Lo que viene después son más alaridos apilados encima del primero, el que dio el aviso, que sirven para que otros se enteren, para que cada uno de los que correrán hasta la zorra avisen que serán parte de esa carrera en la que sólo los más rápidos o los más fuertes se llevarán algo de ese descarte. Incluso para divertirse en medio de ese amontonamiento para aliviar el hambre.
Alrededor de los cajones, segundos después del primer grito, una montonera de varones -tal vez alguna mujer, sobre todo joven o hasta adolescente- que se llevan uno de los cajones a un costado. Que empiezan a acomodar esa mercadería junto con la otra que ya hayan logrado juntar de la zorra de otro trabajador del Mercado Central de los que descartan frutas pero sobre todo verduras que ya no están en condiciones de ser vendidas. Ese descarte invendible que será la comida de todos los que vinieron a este rincón de Tapiales a llevarse algo para sus platos, los de sus hijos, los de sus padres, los de sus vecinos. Un poco de comida por la que no haya que pagar porque no tienen con qué.
Los racimos de perejil, de acelga, de hinojo y de cebolla de verdeo se entremezclan en los contenedores. Encima de todas esas hojas entremezcladas, los pies de los que se sumergen en ese descarte para ver qué se llevan a casa y los aliados que esperan justo afuera de esta especie de volquete para seleccionar qué de todo eso todavía sirve y qué es mejor descartar del todo.
El sol rebota en los contenedores y en las galerías traseras de las naves mayoristas, una especie de “backstage” del Mercado Central, en el que cientos de personas llenan sus changuitos de lo que puedan. El aire huele a fruta madura, a fruta a punto de pudrirse, a fruta podrida. Cada tanto, un ramalazo de limones frescos o del parecido al anís que tiene el hinojo.
El piso está mojado: hay una especie de jugo de todos los colores al mismo tiempo, hecho de tomates pisados, remolachas pisadas, hojas de perejil pisadas, zapallitos pisados. Y, con suerte, alguna fruta pisada: señal de que en la cosecha hay algo de eso, un lujo en esta recolección a los gritos y cotidiana para cada vez más personas que dependen de esta comida que para otros es basura. Esta comida que evitan pisar para que, en vez de sumarse al jugo que humedece al piso, vaya a parar al changuito, la bolsa o la caja con la que llegaron hasta acá.
La corrida, la montonera, el piso mojándose al compás de los pasos y a pesar del cuidado de la mayoría por no pisar nada ocurren en uno de los centros de abastecimiento de frutas y verduras más importantes de un país con 52,9% de pobres. En La Matanza, el partido más poblado de un Gran Buenos Aires en el que, según el Observatorio del Conurbano Bonaerense, el 76,6% de los menores de 18 años son pobres. En la Argentina donde un millón de niños, niñas y adolescentes se van a la cama sin comer porque no hay comida en sus platos.
María tiene 38 años, un marido camionero con un trabajo formal y registrado, cuatro hijos y una casa por la que no tiene que pagar alquiler. Vive con ese marido cuyo salario registrado dejó de alcanzar para garantizar la comida del matrimonio y de los tres hijos que todavía viven en la casa de El Fortín, un barrio de la zona de Transradio, en el partido de Esteban Echeverría.
Es una de las ocupantes de los cinco colectivos -algunos micros escolares, algunos que alguna vez fueron de la línea 168- que llegan cada viernes al Central porque un vecino de Echeverría, Héctor Silva, se encarga de coordinar esos viajes desde hace algunos meses.
“A mí no me da vergüenza revolver los contenedores ni esperar que traigan lo que ya no se puede vender. Lo que me da es bronca, porque antes en mi casa nos alcanzaba con el trabajo en blanco de mi marido, y ahora con ese mismo trabajo en blanco no podemos comprar toda la comida que necesitamos. No te digo ropa, te digo comida”, le dice María a Infobae subida a uno de los micros, antes de llegar al mercado.
En los primeros meses de este año, Héctor Silva vio que a él y a sus vecinos de Transradio les costaba cada vez más costear la comida, especialmente cuando iban a la verdulería. En esa complicación para el día a día vio una oportunidad: es que desde hace cinco años, Héctor coordina el Club Transradio, en el que juegan al fútbol unos 300 nenes y nenas que nacieron de 2010 en adelante pero que no ha logrado conseguir cancha. A veces, logran juntar la plata para alquilar una con la venta de entradas de los partidos de cada fin de semana y otras, juegan en la plaza del barrio.
“Nos faltaban chicos para baby fútbol, y se me ocurrió sacar un micro al Mercado Central porque la gente necesita cada vez más, acá hay mucha gente pasando mucha hambre. Y en esa salida del micro, contaba a los vecinos que nos faltaban los chicos, y empezaron a venir y juntamos para el equipo”, le cuenta Héctor a Infobae en Transradio, mientras espera que lleguen los micros a los que se subirán sus vecinos de este barrio y los de zonas más lejanas, como Monte Grande.
Hace cinco meses salió el primer micro. Ahora son cinco, y la multiplicación corre a la par de las necesidades cada vez más profundas y urgentes en los barrios del Gran Buenos Aires. La plata que recauda el club no sólo se destina a alquilar canchas: también sirve para pagar el gasoil de los micros. “El señor sólo me cobra eso, el resto lo dona. Su tiempo y su mano de obra”, cuenta Silva. Los micros salen los viernes y la elección del día no es casual: como el área mayorista del Central trabaja de lunes a viernes, el descarte de los viernes es el más voluminoso de toda la semana.
“Se armaron grupos de WhatsApp y de Facebook porque en el barrio se fueron avisando de boca en boca que salía el micro”, cuenta Silva, que vende zapatillas para mantener su casa junto a su esposa: tienen tres hijos. Uno de sus disparadores para pensar en sacar un micro fue ver cada vez a más vecinos revolviendo la basura.
“Yo pensé que íbamos a ir a comprar más barato, y de repente vi que la gente revolvía de la basura, de los contenedores, porque no tenía un mango para comprar nada”, suma. “Muchos tienen vergüenza, ¿a quién le gusta estar sacando comida de la basura? Pero eso es lo que está pasando hoy en nuestro país, por eso lo cuento. Acá no importa nada que el Riesgo País haya bajado a 900 puntos”, describe Silva, mientras envía audios por WhatsApp a las referentes de cada uno de los barrios para coordinar los puntos por los que pasarán los colectivos camino al Central. Dice sólo una cosa más antes de subir al primero de los colectivos: “Acá se ve lo que le pasa a un trabajador que tiene que ir a sacar comida de la basura; el Tour del Hambre salimos a hacer”.
María se enteró de que podía subir a uno de esos micros por una vecina. “Hace algunos años, lo había hecho alguna vez. Pero después nos habíamos acomodado. Ahora de nuevo no alcanza. Lo que más consigo es verdura: zanahoria, lechuga, tomate, morrón. No todo está feo, está un poco picado, o sea, ya no está bueno para vender, pero todavía se puede comer. Hay que revolver y vas consiguiendo”, le cuenta a Infobae de camino al mercado.
Los varones se amontonan alrededor de los cajones que traen las zorras. Las mujeres, en cambio, se organizan alrededor de los cajones o las bolsas que aparecen mientras los hombres se amontonan. “Siempre una de cada grupo agarra una buena cantidad de verdura y otra está atenta para cuando aparezca otro producto. Otra más se ocupa de separar lo que todavía sirve de lo que ya está muy feo, así no llevamos mercadería que no sirve”, explica María.
Algunas mujeres, incluso, van con un cuchillo a mano para cortar las partes de un tomate, de un morrón o de una zanahoria que no pueda consumirse. Esos descartes suelen ir al contenedor del que, después, otro grupo saca lo que puede. “Nos ocupamos de que cada una tenga un poco de todo, cuanto más variado mejor. Usamos para guisos sobre todo, para alguna ensalada, para mezclar con un arroz o con fideos. Milanesas casi imposible, como mucho alcanza para dos veces por mes”, describe María.
Vanesa es su compañera de banco en el micro, su vecina y una de las integrantes del grupo con la que organiza el operativo de conseguir la mejor verdura posible cada viernes. Es madre soltera de cinco hijos y ya no hay trabajo para ella en el taller de confección de zapatillas en el que trabajaba hasta el año pasado: no hay demanda, entonces no hay confección.
“Es re triste hacer esto. A veces no quiero ni venir por la tristeza que me da tener que andar revolviendo este descarte para alimentar a mis hijos. No es vergüenza porque no estamos robando; es enojo, bronca y tristeza. Estamos pasándola muy mal y es duro sentir tanta necesidad”, cuenta Vanesa, que no se acuerda de la última vez que pudo comprar carne para hacerles un asado a sus hijos. “¿Fruta? Cada vez más difícil. Se compra lo más barato en la verdulería, acá en el mercado no siempre se consigue porque no siempre descartan. La vez pasada conseguimos unas frutillas re lindas y yo les hice heladitos a mis hijos porque los pone contentos comerlas así”, suma.
A Amir lo pone contento estar en el micro que lo lleva desde el centro de Transradio al Mercado Central. Tiene diez años y, finalmente y después de insistir, este viernes lo dejaron faltar a la escuela. “Quería hacer algún paseo así que lo traje acá conmigo porque no nos da para hacer otra salida, y está contento”, dice Liz, su mamá. Su marido trabaja fuera de casa, hace changas de pintura y de electricidad, y ella cose con la máquina que tiene en su casa: remienda la ropa de todo el barrio. “Pero ya con eso no nos alcanza. Está todo mucho más caro y nosotros tenemos cada vez menos trabajo, así que se nos complicó y me enteré por una vecina de la salida de estos micros”, explica.
Amir mira por la ventanilla el camino que va de la esquina de su casa al predio enorme en el que funciona el Mercado Central. Su mamá lleva el carrito que alguna vez fue para las compras y este viernes será para las verduras que otros descartan y que ellos pondrán en el plato de su mesa.
El micro ya está estacionado en uno de los playones del Central. Liz se organiza con otras mujeres para repartirse acelga, perejil, cabezas de ajo, cebollas, zanahorias, zapallitos, lechuga y lo que pudieron rescatar de algunos morrones que tenían partes todavía comestibles. No hay papa este viernes en este rincón del mercado, y esa ausencia no pasa desapercibida para nadie: “Con la papa tirás mucho, es llenadora”, dice María. Amir ya es parte del operativo: agachado, con todo el cuerpo cerca de ese jugo de verduras que cubre el piso y que fermenta al sol, levanta del suelo los tomates descartados que todavía nadie pisó.
Este viernes, en el país en el que dos de cada tres niños son pobres y el 27% vive en la indigencia, el paseo al que puede acceder este nene de diez años es un playón caliente del Mercado Central en el que la organización entre grupos de mujeres y también la ley del más fuerte llena bolsas y changuitos de verdura al borde de la podredumbre. El viernes que viene, y el otro, los micros vendrán de nuevo.