Fue un trueno y así pasó por la vida: estruendosa, bella, temida, admirada y recelada, como una gran tormenta. Fue un trueno escondido en un improbable cielo azul vigilado por angelitos regordetes: la salvó su belleza y su audacia. Y un genio de inventora que se nutría de su pasión por la ingeniería y que aplicó al desarrollo armamentista en los años de la Segunda Guerra Mundial. El resto, igualaría los versos de Antonio Machado para Don Guido, aquel que fuera “de mozo muy jaranero, muy galán y algo torero, de viejo gran rezador”.
Hedy Lamarr no se llamaba ni Hedy, ni Lamarr; no era ni estadounidense como podía presumirse, ni británica como acaso sugería su nombre artístico: era austríaca; no tenía un pasado angelical sino agitado por un debut en el cine europeo en el que se convirtió en la primera mujer en hacer un desnudo integral, y en ofrecer a la cámara un orgasmo, se presume simulado; se casó y su marido la mantuvo secuestrada por celos mientras vendía armas y municiones a Adolf Hitler y a Benito Mussolini, de quien era amigo personal, mientras esos dos muchachos traviesos con imitadores en el siglo XXI, planeaban incendiar Europa, que fue lo que hicieron.
Aquella muchacha desamparada huyó de aquel mundo de terror y de aquel esposo con espíritu criminal con un arrojo, una intrepidez y una valentía digna del cine de aventuras más bravío; fue a parar por milagro a Londres y a las manos, nunca mejor dicho, de Louis Mayer, el dueño de la Metro Goldwyn Mayer; de su mano llegó en 1938 a Estados Unidos y reinició una carrera en el cine en la que sobresalió por su hermosura, pero no mucho más. En medio de ese vendaval, desarrolló su genio de inventora y creó y patentó un sistema de guiado de armas y proyectiles por control remoto, mediante señales de radio de frecuencia alterada, suena a chino mandarín, que era muy útil pero fue poco utilizado durante la Segunda Guerra Mundial; el sistema habilitó luego la posibilidad de comunicaciones inalámbricas a larga distancia y fue la cuna de lo que hoy conocemos como procedimientos Wifi y BlueTooth.
Se casó seis veces y se divorció otras tantas; tuvo tres hijos y un pequeño drama de identidad con uno de ellos; vivió como soltera los últimos treinta y cinco años de su vida, se retiró de todo en 1981, a los sesenta y siete años, y se instaló en Miami Beach; cayó en la cleptomanía y vivió un par de incidentes por quedarse con algo que no era suyo. Murió el 19 de enero de 2000, a los ochenta y cinco años. La llamaron “La mujer más hermosa del mundo”. No andaban lejos.
Hedy Lamarr nació como Eva María Kiesler el 9 de noviembre de 1914 y en Viena, Austria, que por entonces, créanlo o no los amigos de los símbolos, hacía poco más de tres meses que estaba metida hasta las cejas en la Primera Guerra Mundial. Fue la hija única de un matrimonio judío, laicos ambos, Su mamá era húngara y concertista de piano; y el papá director de bancos: un hogar de clase alta que le forjó el camino de la educación formal y la de los sentimientos: a los once años, Hedy Lamarr, que no se llamaba así, dominaba el piano, la danza y hablaba cuatro idiomas.
A los dieciséis empezó a estudiar arte escénico en Berlín, en la escuela de arte dramático de Max Reinhardt, un director de teatro y productor de cine, un cine casi en pañales, que renovó el teatro moderno, se opuso al naturalismo y produjo y dirigió teatro y cine con decorados fastuosos, cientos de extras y una música que hacía juego a todo. Hedy, que no era Hedy todavía, se metió de lleno en el cine y en 1933 se conoció su primera película, dirigida por el checoslovaco Gustav Machaty. Se llamó “Éxtasis” y contenía una historia si se quiere sencilla: chica joven casada con señor mayor, arrogante, del que huye; camino a casa de sus padres, conoce a chico joven y dispuesto. No había mucho más. Para la pantalla, Hedy filmó un desnudo total, se le adjudica el mérito siempre discutible de haber sido la primera actriz en hacerlo, y escenificó un orgasmo que, de más está consignarlo, desató cierto escándalo en las buenas almas: nunca se había visto algo así en el cine comercial. Ya se sabe cómo es el arte.
La película se estrenó el 18 de febrero de 1931, diecinueve días después de que Adolfo Hitler fuese designado canciller del Reich. Lo que estaba por venir iba a terminar con gran parte del desarrollo artístico europeo, a gran parte de esa cultura Hitler la llamó “arte degenerado”, y en vez de ahondar en la cultura, Alemania y Europa cavaron trincheras. La historia de “Éxtasis” persiguió de alguna forma a Hedy. Friedrich Mandl, un magnate de la industria armamentista, se sintió flechado por la actriz, que en 1933 tenía diecinueve años, y arregló con los padres de Hedy un casamiento con el que, al parecer, Hedy estuvo en contra. Muchos años después, cuando Hedy fue Lamarr, habló de esa parte de su vida como “años de esclavitud”. Lo fueron.
Mandl, como el marido de ficción en “Éxtasis”, tenía treinta y tres años, catorce más que Hedy, era proveedor de municiones y aviones de combate de Hitler y del dictador italiano Benito Mussolini: era amigo personal de ambos según contó Lamarr en sus memorias. Se casaron el 10 de agosto de 1933. Él intentó sin mucho éxito comprar y sacar del mercado todas las copias de la peli en la que su ahora mujer aparecía desnuda. Era un tipo muy celoso, que la obligaba a acompañarlo en todos sus viajes y compartir todas sus cenas de negocios; la encerraba en casa y la sometía a un estricto control por parte de sus guardaespaldas y de su servicio doméstico; hizo que abandonara su incipiente carrera en el cine y, Lamarr dixit, ella sólo podía desnudarse incluso para un baño ante su marido.
El calvario duró cuatro años. En ese lapso Hedy hizo dos cosas: aprovechó el aislamiento inducido para proseguir sus estudios de ingeniería, una pasión de adolescente, y aprovechó las tediosas reuniones de negocios de su esposo para entrever los secretos de la tecnología armamentista de la época. En 1937 por fin Hedy huyó de Mandl. La historia del escape también es de cine y tiene dos versiones. La primera dice que en una de las cenas de negocios de Mandl, Hedy se deslizó por una de las ventanas del baño del restaurante y escapó en auto hacia la estación de trenes con la idea de llegar a París. Escapó con lo puesto y algunas joyas escondidas en sus ropas y en su maletín. La siguieron, sin éxito, los guardaespaldas de su marido. La segunda versión de la historia la contó Lamarr en sus memorias. Hedy había iniciado un romance con su asistenta, otra muchacha de su edad a quien, en un momento de íntima confianza, le dio un somnífero y escapó de la casa de Mandl con la ropa de la muchacha dormida. Lo que no cambia en el relato es el seguimiento de los gorilas de Mandl y la llegada exitosa de la fugitiva a la estación y al tren que la puso en París con gran parte de sus joyas. De película.
Para quien le importe, Mandl se instaló años después en la Argentina, fue uno de los alemanes protegidos por el gobierno de Juan Perón, abrió la fábrica de bicicletas “Cometa”, que, decían las malas lenguas, era una fachada de su fábrica de municiones; compró un campo junto al empresario Alfredo Fortabat, fundó una de las primeras arroceras del país y tuvo propiedades en Mar del Plata y en La Cumbre, Córdoba. Otra historia.
Hedy, que estaba a punto de ser Lamarr, vivió un tiempo en París, aquel mundo se acercaba a la guerra con velocidad suicida, hasta que viajó a Londres porque pensó que su carrera actoral podía tener más desarrollo allí. Lo que nació en la capital británica en cambio fue una intensa relación con Louis Mayer, el empresario dueño de la Metro Goldwyn Mayer (MGM) con quien, además, estableció un vínculo comercial. Él le ofreció trabajo en la MGM, incluido el viaje a Estados Unidos, por ciento veinticinco dólares semanales, lo que a Hedy le pareció una paparruchada. Así que logró trepar al transatlántico en el que Mayer regresaba a New York, el “Normandie”, y cuando el buque atracó en el puerto de llegada, el arreglo con el señor MGM era de quinientos dólares semanales bajo un nuevo nombre artístico: Hedy Lamarr. Mayer se lo había sugerido a modo de homenaje a una estrella del cine mudo, Barbara Le Marr, que había sido su también amante. De esa forma, Hedy Lamarr pisó suelo estadounidense a sus veinticuatro años, no sólo con un nombre nuevo, sino con un contrato por siete años con la MGM.
El primer largometraje de Hedy Lamarr en Estados Unidos fue “Algiers”, filmada en 1938 con un ídolo de la época como contrafigura: Charles Boyer. La peli y la belleza de Lamarr causaron sensación. Mayer quería que ella fuese la nueva Greta Garbo, la nueva Marlene Dietrich, una estrella mundial; pero Hedy o bien no estaba muy dispuesta, o el espejo le parecía muy alto, o la exigencia le parecía desmedida, o Hollywood y la industria del cine americano le parecieron ásperas u hostiles. O tal vez, como diría la gran Eladia Blazquez, Hedy era un barrilete al que le faltó piolín.
Igual destacó en Hollywood con varios éxitos: “Lady of the Tropics” (1939), y con “I Take This Woman” (1940). Filmó con el famoso King Vidor en “Camarada X” y en “Cenizas de amor”. Protagonizó otros éxitos como “Noche en el alma” en 1944, “Pasión que redime”, en 1947 y su gran éxito bajo la batuta del gran Cecil B. DeMille: “Sansón y Dalila”, con Víctor Mature en el papel del forzudo bíblico. Por alguna razón poco conocida, o desconocida, Hedy Lamarr rechazó actuar en dos películas que serían célebres y que le darían fama eterna a Ingrid Bergman: “Casablanca”, de Michael Curtiz y “Luz de gas”, de Thorold Dickinson. También se quedó al borde de ser la Escarlata de “Lo que el viento se llevó”, de Víctor Fleming, papel en el que deslumbró Vivien Leigh.
Tal vez Hedy Lamarr tenía otros planes para su vida. En 1941, con medio mundo envuelto en la Segunda Guerra y Estados Unidos en preparativos para entrar en ella, Lamarr se interesó por la seguridad militar de su país de adopción del que se hizo ciudadana en 1953. Se decidió a desarrollar una idea que deambulaba en su mente de ingeniera vocacional cuando, el 17 de septiembre de 1940, el submarino alemán U-48 hundió al buque británico “City of Benarés”, cargado de refugiados: murieron ochenta y siete chicos y ciento setenta y cinco adultos que habían sido evacuados de los países europeos dominados por los nazis, en especial de Polonia y de Francia.
Lamarr, que conocía lo que implicaba el nazismo, tenía en mente impulsar el desarrollo de las comunicaciones inalámbricas y creía en un sistema radioeléctrico de guiado de torpedos, imposible de detectar por las fuerzas enemigas. Había llevado su idea al flamante National Inventors Council, donde fue gentilmente rechazada. Le aconsejaron que aprovechara su belleza y su éxito como actriz para vender bonos de guerra. Decepcionada o no, ideó con su representante una campaña por la que, cualquier persona o empresa que comprara bonos de guerra por veinticinco mil dólares, o más, recibiría un beso de Hedy Lamarr. En una noche vendió siete millones de dólares en bonos. Y repartió muchos besos.
El sistema experimental del guiado de proyectiles por control remoto y mediante mensajes de radio, un mundo recién nacido, era eficaz pero tenía dos grandes dificultades. Era un sistema vulnerable porque los “mensajes” de radio eran largos y podían ser detectados por el enemigo. Había más dificultades de orden técnico, no es intención de estas líneas ni revelarlas ni explicarlas, pero esas señales que guiaban a los torpedos, por ejemplo, podían ser interferidas y anuladas; incluso un enemigo astuto podía identificar el sitio desde donde se transmitía la señal y destruirlo. La segunda dificultad radicaba en que las señales podían ser afectadas por fenómenos naturales: accidentes geográficos, meteorológicos, atmosféricos.
El sistema ideado por Hedy Lamarr, la mujer más bella del mundo, la actriz inventora, constaba en enviar esas mismas órdenes radiales que guiaban torpedos y hasta naves y aviones, fraccionándolas en pequeñas partes: pedacitos de transmisiones de radio que se transmitían una a una cambiando la frecuencia cada vez. Así, los tiempos de transmisión eran más cortos, espaciados de forma irregular e imposibles de recomponer si el destinatario del mensaje no conocía el código del cambio de canales de frecuencia. Un sistema criptográfico, pero por radio.
Lamarr tuvo la suerte de conocer en una cena al pianista y compositor americano George Antheil, un tipo inmerso en los entonces famosos movimientos dadaístas y futurista. El tipo combinaba pianos automáticos, de aquellos que tocaban solos si los cargabas con una partitura de papel o cartón perforada para que un engranaje disparara las teclas. El 4 de octubre de 1923, Antheil había montado en el Teatro de los Campos Elíseos de París, su obra “Ballet Mécanique”, La “orquesta” del ballet estaba integrada por dos pianos, dieciséis pianolas sincronizadas, tres xilofones, siete campanas eléctricas, tres hélices de avión y una sirena. Y ningún músico, claro: era todo mecánico. A Antheil lo apoyaron en la experiencia celebridades como Erik Satie, Jean Cocteau, Man Ray y James Joyce. Y estrenó. Tuvo suerte de salir vivo del teatro. El público arrancó las butacas y las arrojó al foso de la orquesta mecánica y, de paso, buscó al autor de la obra para conversar con él, tal vez de manera poco amable. Antheil intentó lo mismo un año después en el Carnegie Hall de New York, consiguió otro notable fracaso y, de ahí en más, se dedicó a componer y arreglar bandas de sonido.
Antheil podía estar pirado como una puerta giratoria, pero era lo que Lamarr buscaba: su nuevo socio en la aventura había conseguido sincronizar dieciséis pianolas sin usar cables, y eso era lo que ella necesitaba para su propio invento. Los dos trabajaron seis meses para adaptar pianolas a torpedos. Usaron dos de esas pianolas, una que haría las veces de “estación emisora” y otra que servía como “receptora”; codificaron los saltos de frecuencia según las perforaciones de la banda de papel que hacían de partitura y ya está: a patentarlo. La secuencia de los “saltos” de la “pianola-frecuencia de radio” sólo sería conocida por quien, del otro lado, tuviese la clave de la “melodía”, supiese cómo era el papel perforado. Los dos dispositivos estaban sincronizados por mecanismos de relojería. Suena rarísimo, pero funcionó.
El 10 de junio de 1941, seis meses antes del ataque japonés a Pearl Harbor y de la entrada de Estados Unidos en la guerra, Lamarr y Antheil patentaron el “Secret Communication System”, patente que les fue concedida el 11 de agosto de 1942, cuando Estados Unidos ya estaba en guerra con Japón y Alemania.
El destino del invento fue opaco: era muy adelantado. La Armada de Estados Unidos entrevió problemas en el mecanismo que era sostén de todo el proyecto, intuyó que el aparataje no era demasiado apto para colocarlo en un torpedo, concluyó que el sistema era demasiado vulnerable, poco adecuado y engorroso para llevarlo adelante y echó el proyecto para atrás. Lamarr y Antheil no insistieron, se olvidaron de todo y volvieron a los suyo: música y cine.
Con los años, los adelantos técnicos y, en 1957, con el nacimiento del transistor, las fuerzas armadas estadounidenses hicieron realidad el invento de Lamarr. Se usó por primera vez durante la crisis derivada del emplazamiento de misiles soviéticos en Cuba, en octubre de 1962; Estados Unidos empleó la conmutación de frecuencias radiales para el control remoto de boyas rastreadoras durante la guerra de Vietnam y, más adelante, la técnica se usó en el sistema de defensa por satélites, hasta que incluso fue adaptado al uso cotidiano de telefonía de tercera generación, como Wifi y BlueTooth. Para abreviar, en Austria se celebra el día del inventor cada 9 de noviembre: es el día del nacimiento de Hedy Lamarr, que no se llamaba así, sino Hedwig Eva María Kiesler. En 1997, Lamarr y George Antheil fueron honrados conjuntamente con el Premio Pioneer de la Electronic Frontier Foundation y Lamarr también fue la primera mujer en recibir el Premio Bulbie Gnass Spirit of Achievement de la Convención de Invención, conocido como el Oscar de los inventos.
Aquel trueno que se desnudó para el cine en 1933, que pensaba en dirigir por radio misiles, torpedos y, de haberlo imaginado, satélites y naves espaciales, también tuvo una vida sentimental tormentosa. A su desgraciado matrimonio con Friedrich Mandl entre 1933 y 1937, se sumó el del productor y guionista Gene Markey, entre 1939 y 1941. Ella adoptó un hijo, James Lamarr Markey, más tarde adoptado también por su tercer marido John Loder. Al chico se lo conoció luego como James Lamarr Loder. Con Loder, Hedy tuvo dos hijos entre 1943 y 1947: Denise Loder y Anthony Loder. Entre 1951 y 1952 Hedy Lamarr estuvo casada con Ernest “Ted” Stauffer, dueño de un club nocturno y ex director de orquesta. Luego, en 1953, se casó con W. Howard Lee, un petrolero de Texas del que se divorció en 1960 y, por último, entre 1963 y 1965 estuvo casada con Lewis Boies que, no podía ser de otra manera, era un abogado especializado en divorcios.
Lamarr siempre dijo que su hijo “adoptado”, James Lamarr Markey Loder, no tenía ninguna relación biológica con ella y que había sido adoptado durante su matrimonio con Markey. Pero, años más tarde, James encontró documentación que aseguraba que fue concebido por Hedy, fuera del matrimonio con John Loder, que sería su tercer marido. La actriz se distanció de su hijo cuando el chico tenía doce años y ambos no se hablaron en los siguientes cincuenta años. Ella lo dejó fuera de su testamento y él demandó tres millones de dólares por el control de patrimonio que su madre dejó al morir, en 2000.
Sus relaciones, antes fructíferas, con MGM terminaron ásperas y ruidosas. En 1965 firmó un contrato por 200.000 dólares para publicar sus memorias con la Metro. La productora pidió a dos escritores, Leo Guild y Cy Rice, que pusieran en forma de libro la transcripción de más de cincuenta horas de conversaciones y confidencias con la actriz. El resultado puso furiosa a Lamarr que intentó, sin éxito, detener la publicación. A gusto o a disgusto, es el único documento que cuenta su atormentada historia. En 1966 la arrestaron en Los Angeles por hurto, aunque luego, de acuerdo a la ley del Estado, “los cargos fueron retirados”. Quien estaba retirada ya de la vida artística era Hedy Lamarr. Durante los años 70 le ofrecieron varios proyectos para volver al cine y los rechazó a todos. En 1974 demandó por más de diez millones de dólares a la Warner Bros porque la empresa había usado su nombre en la comedia “Blazin Saddles”, lo que, argumentó, hería su privacidad: llegaron a un acuerdo extrajudicial por una suma nunca revelada y una disculpa de la Warner por, una sutileza graciosa, “haber usado casi su nombre”.
En 1991 Hedy Lamarr volvió a ser arrestada por hurto. Había desarrollado el impulso de la cleptomanía, por el que se hacía de objetos de poco valor, innecesarios casi todos, pero que no eran suyos. La acusación fue retirada luego de que ella aceptara ante un tribunal, abstenerse de infringir cualquier ley durante un año. Para entonces hacía diez años que vivía en Miami, alejada de los truenos y relámpagos que con tanta vocación e inquietud había desatado. En parte fue una decisión dictada por el hastío, en parte se recluyó porque, en un intento por rescatar la belleza de la juventud, al menos su lozanía, se hizo adicta a las cirugías estéticas con resultados magros, por ser piadosos, que la impulsaron a recluirse, a no mostrarse ya más en público, a no dar más entrevistas.
Murió el 19 de enero de 2000 en Casselberry, Florida. Fue su corazón amplio y acaso inexplorado quien dijo basta. Tenía ochenta y cinco años. George Antheil, su amigo, pianista y coautor del invento para guiar proyectiles por radio, dijo que Lamarr había sido, “Una increíble combinación de ignorancia infantil y tremendos destellos de genio”. Lamarr pidió, a modo de última voluntad, que parte de sus cenizas fueran esparcidas en los bosques de Viena, a los que tan bien retrató en su música Johann Strauss: todo vienés lleva un vals de Strauss en su ADN. También pidió que el resto de sus cenizas fuesen reservadas y entregadas al consistorio vienés para que fueran enterradas en un memorial que llevara su nombre. Todo se cumplió paso a paso: las cenizas fueron esparcidas en los bosques de Strauss, el resto fue enterrado en la tumba honoraria del Cementerio Central de Viena, Grupo 33 G, tumba número 80.
De todo se encargó James Lamarr Markey Loder, el hijo adoptado, o nacido fuera del matrimonio, el hijo silenciado, el hijo olvidado.
¿Quién otro iba a hacerlo sino él?