Julián Mandriotti se desempeñaba como agente de prensa en la sala de periodistas de la cámara de diputados. Uno de los legisladores con los que trabajaba era Roberto Fernández, representante del peronismo bonaerense con relación estrecha al entonces presidente Carlos Menem. Era 1993. En una de esas reuniones habituales, el diputado nacional le dijo: “Mañana a las seis tengo que ver a Menem. Quiero que me acompañes”. La sorpresa lo invadió. Un escozor de adrenalina e inquietud recorrió su cuerpo. “¿Qué vamos a hacer?”, le preguntó sin pausa. “Es algo relacionado con 1995. Pero ojo, esto es muy reservado”, le contestó.
1995 era el año en que culminaría su mandato. 1995 era, también, su oportunidad, su plataforma, su consolidación. Deseaba ser presidente otro período más. Impulsó una reforma en la constitución. En tres meses, entre el 25 de mayo y el 22 de agosto de 1994, trescientos cinco convencionales que representaban a dieciocho fuerzas políticas discutieron y sancionaron la reformulación de cuarenta y cuatro artículos constitucionales, entre ellos las condiciones presidenciales: el mandato se reduciría a cuatro años y el presidente podría ser reelecto. Roberto Fernández era un operador político, un hábil alfil de Menem en sus pretensiones electorales.
Mandriotti no pudo conciliar el sueño esa noche. La cita era a la tarde. Doce horas antes, a las seis de la mañana, ya estaba imaginando escenarios, construyendo hipótesis, simulando conversaciones, planificando situaciones. “Tenía mil ideas y proyectos rondando por mi mente pero no se me ocurría nada que fuera atrapante. Las horas se me hacían interminables”, recuerda. A las cinco de la tarde, se presentó en el despacho del diputado Fernández y al cabo de unos minutos emprendieron viaje rumbo a la Casa Rosada. Ingresaron por la explanada. Subieron por la escalera hasta el primer piso. Una pregunta expuso sus nervios: “¿Es raro todo esto, no?”. El diputado lo serenó: “Tranquilo. El presidente es un fenómeno”.
Uno de los secretarios les habilitó el paso al despacho presidencial. Los recibió con cortesía. Los había citado para que evaluaran la comunicación y difusión acorde a un encuentro con empresarios franceses en París, como lanzamiento de su aspiración a mantenerse en el poder. “¿A París entonces, señor?”, le consultó él. “Sí, seguramente será dentro de diez días”, le informó el presidente, en tono protocolar. “¿Podemos hacer una foto con Alain Delon?”. La pregunta de Mandriotti lo dejó en la frontera de la ridiculez. La esbozó con cierto temor y Menem contestó con seriedad: “Me gustaría muchísimo, pero no tiene nada que ver con los empresarios. Esa foto sería para después del encuentro con ellos”. Algo de la inquietud le quedó sin resolver: “¿Lo conocés?”, lo abordó el presidente. “No, pero puedo llegar a él”, alegó.
Menem le clavó una mirada penetrante. Lo examinó con recelo. Dirigió su atención, luego, al diputado. Necesitaba contrastar con él un juicio primario, que había elaborado hace segundos. “¿Éste habla en serio?”, le preguntó al diputado señalando al asesor. La desconfianza a esa excentricidad sin contexto había elevado un principio de tensión en la conversación. Lo resolvió el diputado con una respuesta rápida, cómica y lúcida: “Espero que sí”. El encuentro expiró pronto. Menem les informó que tenía una agenda cargada de audiencias y los despidió. Fernández esperó a la intimidad de la calle para recriminarle si era consciente de lo que había hecho, si estaba seguro de lo que le había propuesto.
Lo estaba. Conocía a José Ángel Rota, quien ya lo había traído al país en campañas anteriores. Delon había edificado una relación simbiótica con Argentina. Había arribado por primera vez en 1965 en el marco de una gira de la Metro-Goldwyn-Mayer: lo entrevistó Mónica Cahen D’Anvers y lo invitó Pipo Mancera al ciclo televisivo Sábados circulares. Había regresado en la década del ochenta como representante de una marca de cosméticos: visitó la redacción del diario Clarín guiado por a Ernestina Herrera de Noble, Landrú le regaló una caricatura y en el hipódromo de Palermo le entregó un premio a la jocketa Marina Lezcano.
Delon se había maravillado con íconos de la identidad argentina. Era amante del tango. Escuchaba a Carlos Gardel y contrató a Ástor Piazzolla para que musicalizara la película Armaguedon, producida por él en 1977, dirigida por Alain Jessua y estrenado en el país como Ese día el mundo temblará. Pero su filiación más sólida con la cultura nacional la personalizó en Carlos Monzón. Había sido promotor de sus peleas. Había compartido veladas, champagnes, trasnoches. En 1976, cuando el boxeador publicó su libro de recuerdos Yo, Carlos Monzón, de ediciones Pigmalión, el prólogo lo escribió el actor francés: “Es un conquistador y un príncipe, es un domador y es la bestia, es el matador y el toro bravo, es el hombre y es un animal. Es Carlos Monzón. (...) En definitiva, amo a Carlos Monzón. Porque lo admiro. Porque es un hombre y porque mientras haya hombres necesitaremos admirar a los que, donde están, son, entre nosotros, los mejores”.
En agosto de 1993, arribó al país para verlo a él. Monzón cumplía una condena de once años de prisión por el crimen de Alicia Muñiz. Se encontraba detenido en la Unidad Penitenciaria 2 de Las Flores, Santa Fe. En marzo de 1988, Delon había aceptado una entrevista con la revista Gente con la condición de solo hablar de Monzón. El título de la edición número 1180 fue “¿Qué hombre no le pegó alguna vez a una mujer?”. En la nota invitaba a juzgarlo pero también a comprenderlo, decía vivió momentos parecidos con sus mujeres y que con Monzón “somos de la misma raza, estamos tallados de la misma manera, somos felinos”.
Fue la revista Caras quien promocionó la visita y coordinó el encuentro con la venia de Alberto Núñez, director de la prisión. Delon sentado en la cama de una cárcel, en el rancho donde el boxeador pugnaba su pena, con el penal rodeado de fanáticas con flores para el galán francés, recreó una escena surrealista. Antes se había reunido con Carlos Reutemann, gobernador de la provincia, en una audiencia privada en la que hablaron en francés y que se prolongó durante cuarenta minutos. Le pidió agua para refrescarse por el hostigamiento femenino en su paso por vestíbulo central de la gobernación y le contó el propósito de su presencia allí: “Monzón y yo venimos de abajo, los dos hemos sido muy pobres, los dos llegamos a ser estrellas. Y él siempre fue un gran amigo. Por eso estoy aquí, porque en las buenas es fácil tener compañía, pero es en los malos momentos donde se conoce a la gente”.
Pero antes de Monzón y antes de Reutemann, Delon había visitado a Menem en la quinta de Olivos. El presidente, incluso, le encargó al actor francés que le entregara una carta al boxeador en la que le proponía filmar una película sobre su trayectoria profesional. “Queremos que su nombre quede grabado en la historia como campeón y gran hombre”, decía la misiva en la que el mandatario trataba de tocayo al boxeador y deseaba que saliera pronto en libertad para entablar un encuentro. Monzón falleció dos años después. Murió a los 52 años el domingo 8 de enero de 1995, en un siniestro vial ocurrido en la ruta provincial número uno “Teófilo Madrejón”, a la altura del paraje Los Cerrillos, mientras regresaba a la unidad penitenciaria donde estaba detenido. Le quedaba un mes para cumplir las tres cuartas partes de la pena y quedar en libertad condicional.
Argentina y Delon mantenían un vínculo casi carnal, de intimidad extrema. Y Mandriotti, amigo cercano a Sandro, presumía un nexo fluido con productores de celebridades y promotores artísticos. José Ángel Rota era el vehículo para compaginar la figura de Delon con la reelección de Menem: un anabólico mediático, una operación de marketing para reimpulsar la carrera presidencial. Un anhelo que solo el periodista vislumbraba.
“Ya en pleno vuelo comenzamos a ajustar los detalles de lo que sería nuestra actividad en París y el diputado propuso que lo primordial era que no pusiéramos en contacto con los empresarios”, describe. En la valija llevaban un presente que condensara el respaldo del arco capitalista extranjero. En paralelo, Mandriotti coordinaba el encuentro con el actor francés a través de su agente. “Me contó que había hablado con Delon, que nos invitaba a cenar en el hotel Plaza Athenee y que apreciaba a Menem, que una vez lo había subido a una Ferrari para recorrer Buenos Aires”, recuerda.
El vuelo duró catorce horas. En el aeropuerto, un hombre los esperaba con un cartel que decía el nombre de Rota, quien había pactado el encuentro con Delon. Todo parecía auspicioso. Hasta que en la recepción del hotel, antes de que pudieran descargar sus pertenencias, alguien le avisó al diputado Fernández que tenía un llamado desde Buenos Aires. Se registraron con premura. Subieron al cuarto asignado para atender el teléfono en la intimidad. Fueron instantes de incertidumbre. La comunicación resultó corta. El rostro del legislador era adusto, denotaba preocupación y pesadumbre. “¿Pasó algo en tu casa?”, le preguntó el periodista. “No, en casa no. ¡Todo mal! Menem tuvo que ser internado de urgencia por un problema de la carótida y por un tiempo largo no va a poder viajar”, le contestó.
Después de lamentar la suspensión del encuentro con los empresarios, pensó en la inutilidad de su equipaje. “¿Qué hago yo con las remeras de Menem 1995 que traje para regalarles a estos tipos?”, maldijo. Mandriotti no sabía nada e indagó. “Sí, quince remeras que dicen Menem 1995. Él me dijo que las trajera”. El propósito del viaje se había diluido en segundos. El consuelo era que estaban en París, ya sin obligaciones laborales. Curaron la pena con una cena. Los acompañó el productor artístico. Recién al día siguiente resolverían cuándo regresarían al país. Hasta que Rota los interrumpió con una advertencia: “No se olviden de que mañana tenemos la cena con Alain”. Eso trastocaba todo el itinerario. Tenían remeras por regalar y una cena pendiente.
Mandriotti esbozó un pensamiento. “A mí se me ocurre algo”, soltó con timidez. Capturó la atención de los otros dos comensales. “Voy a proponerles algo que se acaba de ocurrir pero no me peguen -dije intuyendo una represalia-. ¿Y si le ponemos una remera a Delon?”. Lo acusaron de demencia, de prescindir de tacto, de que el imprevisto del presidente le alteró la consciencia. No lo amedrentaron. Tampoco podía bajarse de su plan. “Perdón, ¿ustedes quieren instalar con empresarios franceses ‘Menem 1995′? Eso a nadie le mueve un pelo. Cada vez me convenzo más de que si él acepta, Argentina explota”, sostuvo. Hubo silencios, miradas, resquemores.
Mandriotti volvió: asumió el riesgo de ser quien se lo propusiera a Delon pero necesitaba que Rota oficiara de traductor. “No, yo no hago eso”, le contestó vehemente. El diputado Fernández había pasado del descreimiento a la resignación. Lo procesó mudo e intervino para convencerlo. “Pero el que lo dice es él, no vos. Vos sos el que traduce al francés”, dijo antes de plegarse al plan, no sin una convicción profunda: “Hagámoslo. Total, todo está perdido”. “Esto es una locura”, reflexionó el productor. El periodista coincidió. Pero antes de despedirse hasta mañana, le graficó: “¿Sabés cuál es la diferencia entre un loco y un cuerdo? Es que el cuerdo estudia la historia, el loco la hace”.
Su optimismo se derrumbó cuando, la noche siguiente en el restaurante del hotel Plaza Athenee, apareció Alain Delon majestuoso, exuberante, esplendoroso, como si llegara traído de un cuento. Mandriotti entendió que su propuesta era utópica y hasta ofensiva, pero ya no podía retirarse. El agasajado primero saludó a Rota, su amigo, y después extendió el apretón de manos al diputado y al periodista. “Sentí frío cuando me miró”, ilustró Mandriotti. Delon se sentó y pidió champagne. Mandriotti acordó previamente que después de la tercera copa, haría el ofrecimiento. Su estrategia obedecía a una lógica personal: “Siempre pensé que un hombre es un hombre hasta la tercera copa; después es otro”.
Su discurso empezó lamentando la ausencia del presidente por una situación personal de urgencia. Delon escuchaba la traducción de Rota con atención. Le contó que el mandato de Menem terminaba en 1995, que necesitan un shock comunicacional para instalar la posibilidad de su reelección y que tenían una idea para que él lo acompañara. La reacción del actor fue de estupor. “¿Yo estoy involucrado?”, preguntó. Era el momento cumbre, la bisagra de su viaje a París: “Nosotros trajimos una remera que en la parte del pecho tiene escrito Menem 1995 y queremos que la exhibas”. El vaivén horizontal de cabeza de Delon fue instantáneo. Pero su respuesta oral tuvo un tono conciliador: dijo que podía desplegarla sin ponérsela porque lo importante era que se leyera la frase.
Fue tapa de Gente, con el título Je suis Menemiste y la foto de rigor. En la nota exclusiva de la revista, contó que lo que más admiraba de Menem era su simpatía y cercanía con la gente, confesó su admiración por el pueblo argentino y contó los pormenores de su reciente visita al país. “No soy argentino, no puedo votarlo pero como persona pública que soy puede contribuir en su campaña”, dijo y posó con la remera. La revista se lanzó el jueves. El rebote fue masivo. José Ángel Rota lo llamó para comunicarle el éxito y la repercusión que había tenido la publicación. Ordenó reserva una mesa en el bar Anglais, un club privado en el subsuelo del hotel Plaza Athenee, para celebrarlo. Otra vez los cuatro, otra vez el champagne.