“Si escuchás tiros, tirate al piso”, le dijo su madre. Recibió el consejo apenas tuvo edad para comprender que esa frase encerraba la diferencia entre la vida y la muerte. En la noche del 30 de enero de 2008, Micaela Villarreal tenía 9 años y supo que hablaba en serio.
Por entonces, vivía junto a su familia en Villa Caraza, partido de Lanús. Su mamá, Elizabeth Salomé Tejera, era recicladora, juntaba cartón. Hoy es acompañante terapéutica: una historia de superación que también merecería ser contada alguna vez. Su papá (el que ella considera su papá) se llama José Alberto Calello y no es su progenitor. “Pero lo quiero como si lo fuera, porque nunca me dejó sola”, enfatiza. Él también se dedicaba al reciclaje, juntaba aceite. A Micaela la mandaban a estudiar. Iba a la escuela 79.
La noche que su vida cambió estaba en su casa. Afuera se escucharon gritos. Después, amenazas. Y por último, disparos. Micaela se arrojó al suelo. Era lo que le había dicho su mamá. Pero justo en ese momento ingresó corriendo su primo, que tenía 5 años y huía del caos de la calle. “Le grité que se tire al piso. Y no me escuchó. Él estaba preocupado por su papá y sus hermanos. Entonces me levanté para tirarlo yo…”. Justo en ese instante, una bala atravesó la ventana. En su trayecto se encontró con Micaela. Le perforó la espalda. Le destrozó la columna vertebral y la médula. La niña quedó inmóvil, en el piso. Afuera, la inconcebible batalla seguía. Luego lo supo: dos jóvenes se peleaban por una reproductora de DVD. La policía los detuvo. Eran menores. En horas, estuvieron en la calle. Mientras ellos quedaban libres, Micaela peleaba por su vida.
Hoy, Micaela tiene 26 años, quedó con paraplejia medular y está en silla de ruedas. Contabiliza “ocho o nueve operaciones grandes, entre ellas una de vejiga, otra donde me sacaron la cabeza del fémur, y como veinte cirugías más chicas, las que me hacen para limpiarme…”.
La bala todavía está dentro suyo. “La tengo alojada cerca de las costillas. No me produce ninguna sensación. Es un accesorio de mi cuerpo”, explica con simpleza.
Darse cuenta
“No sentí nada al principio”, recuerda. “Vino mi mamá y me quiso levantar, pero no podía. Yo apenas la escuchaba”. Su tío Junior la alzó en brazos y salió corriendo con ella. Afuera seguían los balazos, él les gritó que terminaran. Justo apareció un vecino que volvía de la iglesia con su auto y los llevó hasta la salita de primeros auxilios de Caraza. El destino parecía alineado. “Tuve la suerte que la ambulancia estaba justo ahí para llevarme al hospital. Era muy raro que estuviera…”, recuerda.
En la salita los médicos actuaron rápido. Le quitaron la ropa ensangrentada, limpiaron la herida, y la doctora que la atendió murmuró algo que Micaela apenas entendió en ese momento: “Va a ser un milagro si llega al hospital”.
A partir de ese momento, la joven no recuerda nada más del día en que fue baleada. Pero el milagro llegó.
Fue trasladada al Hospital Evita de Lanús. “Cuando desperté, estaba lleno de máquinas, tubos… intenté moverme, quise levantarme y no podía. Ahí empezó la desesperación. No podía mover los pies, pero no entendía bien lo que pasaba”. La situación se tornó más dramática cuando le explicaron a su madre que necesitaría otros equipos para su rehabilitación, algo de lo que que el hospital carecía y la familia desconocía dónde podían tener.
Micaela concurría al merendero de Juan Grabois y su esposa, Morena, en Villa Caraza. “Lo conocíamos, y mi mamá se contactó con él”. Grabois, dice, consiguió que la enviaran al hospital Posadas, donde comenzó su lucha para adaptarse al futuro que le esperaba. “Y desde ahí, él y su esposa empezaron a ayudarme en un montón de cosas de la rehabilitación. Nunca me dejaron sola”, subraya.
En el Posadas, los médicos fueron brutalmente sinceros con la gravedad de la lesión: la médula estaba rota, lo que significaba que no volvería a caminar. “Me dijeron que tendría que aprender a vivir en silla de ruedas y que eso sería permanente”, recuerda.
Discriminación y solidaridad
Y aunque muchos en el hospital la recibieron bien, allí sufrió el primer acto de discriminación que recuerda. “Cuando me pasaron a una sala, me da un poco de pudor contar esto, me hacían enemas porque con tanto medicamento y anestesia, no podía ir al baño sola. Y la enfermera quería que me las hiciera yo. Y no podía. porque no sabía cómo se hacían. Había otros pacientes que me decían ‘eso es trabajo de la enfermera’. Yo tenía nueve años. Mi mamá se enojó mucho y discutió hasta que a la enfermera la suspendieron”, afirma.
La angustia la acompañaba a diario, pero su tío Junior, apenas tres años mayor que ella, fue su refugio y su guía. “Él me enseñó todo, desde moverme sola hasta cambiarme. Me ayudaba a pasar de la silla a la cama. Me acuerdo todo lo que hacía por mí, y pienso que sin él no hubiera aprendido”, sostiene con una mezcla de orgullo y gratitud. Junior, con su ayuda incondicional, se convirtió en su bastón.
La vida en casa también cambió. A los pocos meses del accidente, la familia se mudó a la casa de su abuela, a pocas cuadras de donde vivían, buscando seguridad. Porque no todo era paz. Ellos conocían a los agresores y a sus familias, eran vecinos del barrio. Habían hecho la denuncia, pero no prosperó. “Empezaron a amenazarnos y la tuvimos que retirar”, admite Micaela.
Cuando finalmente regresó a la escuela 79, con la ayuda de su maestra Cecilia, quien consiguió una silla de ruedas para ella, el recibimiento de sus compañeros y sus familiares fue cálido. “Me acuerdo que un papá me hizo una rampa para que pueda entrar a la escuela y los chicos me ayudaban siempre. Fue difícil, pero me hacían sentir parte”, cuenta. Terminó el primario en el hospital de niños Gutiérrez, donde debió internarse porque, explica, “después de estar mucho tiempo en la silla, sin movimiento, no tenía circulación en la sangre y me aparecieron úlceras”.
A los doce años, Micaela ingresó en la secundaria, un ambiente que pronto se convirtió en un lugar de rechazo. “A veces iba a la escuela y me decían que no había clases, que los profesores no habían venido, siempre había una excusa”, recuerda. Desconcertada, una amiga de la primaria, que también estudiaba allí, le confesó lo que nadie se atrevía a decirle en persona: la discriminaban por estar en silla de ruedas. A su madre le dijeron algo parecido: la escuela no estaba “preparada para alguien como ella”. Aunque el colegio estaba en el mismo predio del que había cursado la primaria, la dirección insistía en que no podían integrarla.
La indignación de su madre fue imparable. “¿Qué diferencia hay? ¡Son las mismas instalaciones, los mismos baños, las mismas aulas!”, les reprochó. Al final, gracias a la presión, Micaela fue aceptada de nuevo en su escuela. “Después de eso la directora renunció, pero yo me quedé mal”, dice Micaela, quien en su adolescencia debió luchar para adaptarse a un mundo que parecía querer dejarla de lado.
En 2016, cuenta, se construyó un nuevo edificio para la escuela cerca de la estación de tren de Fiorito. “¡Tenía ascensor! Todo equipado como para una persona en silla de ruedas”, señala con asombro. En 2019 terminó sus estudios secundarios. “Perdí un año por las faltas”, admite con algo de culpa.
Un rechazo y un amor
A medida que avanzaba en su tratamiento y convivía con su nueva realidad, Micaela experimentó episodios de ansiedad y ataques de pánico. “La gente te observa, y sentís que no sos parte de nada”, explica. A su corta edad, comenzó a asistir a terapia para aprender a sobrellevar el peso de su situación, que se multiplicaba con cada mirada extraña, con cada palabra mal intencionada.
Para peor, para esa época fue la última vez que supo algo de su padre biológico. “Hoy, él no cuenta”, remata. “Lo vi por última vez cuando tenía tres años, y después sólo supe de él porque mi mamá me señalaba en la calle: ‘Él es tu papá de verdad’.” Cuando a los 13 años a Micaela le surgió una oportunidad de tratamiento en Cuba, necesitaron la firma de su padre para poder salir del país. “Mi mamá lo contactó, le explicó que yo necesitaba la firma para poder irme, pero él se negó. Dijo que no le importaba lo que me pasara. Dijo que prefería que me muriera”. El viaje no se hizo. Por eso, cada vez que puede, reivindica a José Alberto como su verdadero padre.
Pero como algunos la dejaron de lado, recibió el apoyo de muchos otros. Por ejemplo, Micaela nunca dejará de agradecera Sergio Sánchez, un hombre del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), una organización que ayuda a recolectores urbanos como eran sus padres. Él se ocupó, por ejemplo, que tuviera un medio de transporte para asistir a su rehabilitación en el centro IREF de Núñez: la llevaban desde el Camino Negro por toda la General Paz en los mismos camiones que llevaban los cartones. En rehabilitación, pasaba horas trabajando con fisioterapeutas y kinesiólogos. Este esfuerzo no solo requería su fortaleza física, sino también su voluntad para aceptar que su vida, desde entonces, dependería de su capacidad de resiliencia.
Llegó la adolescencia, y con ella la protección estricta de sus padres. Los novios y las salidas eran algo prohibido. No sería hasta los dieciocho que tendría “permiso” para iniciar una relación. Pero entonces apareció José Luis Di Pietro, un amigo de infancia que había sido su compañero desde el jardín de infantes. “Jugábamos a ser novios cuando éramos chicos”, recuerda entre risas, y aunque pareciera una historia salida de un cuento, José fue quien realmente la entendió: “Él venía a casa. Tomábamos mate. Me contaba de sus cosas y yo de las mías”.
A los dieciséis, José le propuso que fueran novios. Micaela se negó, aunque no por falta de sentimientos, sino por temor. “Él no sabía todo sobre mí, ni de mis miedos, ni de mis problemas”, admite. José no conocía los detalles de su discapacidad, ni sus limitaciones para ciertas cosas cotidianas, como ir al baño. “No sabía cómo iba a tomarlo”, confiesa. “No quería someterlo a eso siendo joven. No quería que él se limitara. Me sentía mal”.
La distancia y sus propios temores la llevaron a apartarse de él, pero nunca dejaron de hablar, de seguir en contacto. “Nos escribíamos, pero ya no aparecía por casa”, recuerda. A los veintitrés, sin embargo, Micaela fue quien decidió llamarlo y retomar el vínculo que nunca se había roto del todo. En esa ocasión, cuando José volvió a proponerle una relación, ella finalmente aceptó.
Aunque la relación con José era sólida, Micaela no planeaba formar una familia. Los médicos le habían dicho que, debido a las radiografías y tratamientos intensivos que había recibido tras el accidente, probablemente nunca podría tener hijos. “Cuando me estaban por operar de la columna me dijeron que me habían hecho muchas radiografías y eso me había dañado la matriz, que las pastillas me habían debilitado, y otras cosas más… en fin, que no iba a poder”, relata.
El mejor regalo del mundo
Sin embargo, la vida la sorprendió una vez más. En 2021, cuando comenzó a sospechar que algo diferente sucedía en su cuerpo, decidió hacerse un test de embarazo junto a José, sin decirle nada a su madre. “No sabía cómo contárselo, porque pensaba que ella se iba a asustar”, recuerda. Cuando el test dio positivo, no tuvo más remedio que decírselo. Su madre se emocionó y la llevó de inmediato a realizarse una ecografía: Micaela estaba embarazada de siete semanas.
La noticia llenó a su familia de una mezcla de alegría y preocupación. Ella estaba más tranquila: “A los 13 años le había preguntado a otra doctora que si algún día tenía un bebé, podía nacer con algún problema. Y me dijo que no, porque lo mío había sido un accidente, que no era algo patológico. Que yo era una persona sana”.
No obstante, otros médicos habían pronosticado que el embarazo sería un riesgo para Micaela debido a la lesión en su columna. El parto, advirtieron, podría costarle la vida a ella, al bebé, o a ambos. “Fue muy riesgoso”, admite. Pero el 31 de marzo de 2022 a las 9:00 nació Agustín, su hijo, a través de una cesárea programada en el Hospital de Clínicas. Habían preparado todo, incluso con especialistas de neonatología listos para intervenir, pero a pesar que no completó los nueve meses de gestación, Agustín nació fuerte y sano: pesó 2.6 kilos. Con la maternidad, Micaela superó otro desafío más.
Ser madre le cambió la vida. Le dio otra poderosa razón para seguir adelante. “La pediatra dice que es un niño feliz, porque no para, va de un lado a otro, toca todo”, describe Micaela. Al lado de José, Micaela aprendió a confiar y a disfrutar de una paz que jamás imaginó. “Mi meta es darle un hogar a mi hijo, que esté sano y que tengamos un lugar propio”, confiesa. Mientras la construcción de su casa avanza, ella se ocupa de la crianza de su hijo. El techo propio también llegará.
La conclusión de la Lic. Valeria Schwalb
“La resiliencia se convierte en una herramienta fundamental para enfrentar las adversidades que pueden surgir en la vida, especialmente después de experiencias traumáticas. En momentos de crisis, como el hecho delictivo que dejó a una niña inocente sin la capacidad de caminar y al borde de la muerte, la vida puede cambiar de manera abrupta. En un instante, se enfrentó a un nuevo escenario en el que la lucha por la supervivencia se volvió prioritaria.
El sufrimiento que resulta de eventos tan devastadores puede ser abrumador. Micaela, después de sufrir un disparo, se vio obligada a enfrentar un largo y doloroso proceso de recuperación que incluyó múltiples intervenciones médicas, intentos de no perder la esperanza y momentos de desesperación. Durante este proceso, pudo experimentar síntomas de estrés postraumático, desde ansiedad hasta dificultades para dormir, reviviendo constantemente el momento que cambió su vida. Un trauma de semejantes características afecta el cuerpo y también puede generar un gran desequilibrio psíquico.
A pesar de las barreras y el dolor emocional, la resiliencia y el amor pueden ser fuerzas transformadoras que permiten sanar. El amor que la rodeó siempre actuó como sostén en medio de su nuevo desafío. La tarea de adaptarse a una vida con movilidad reducida no es sencilla en una sociedad que aún enfrenta prejuicios y limitaciones. Sin embargo, su determinación la impulsó a avanzar, eligiendo cada día seguir adelante en vez de resignarse al sufrimiento.
El deseo de vivir plenamente, sumado a la fortaleza que ha cultivado, la llevó a alcanzar lo que parecía inalcanzable: la maternidad. A pesar de las advertencias médicas sobre las dificultades que enfrentaría, logró ser madre y, en este nuevo rol, encontró un propósito renovado. La llegada de su hijo se convirtió en un faro de luz, un motivo más para seguir luchando. La vida la sorprendió nuevamente, esta vez con un nuevo milagro, su hijo.
El camino hacia la adaptación y la construcción de una familia es complejo, lleno de desafíos tanto físicos como emocionales. Sin embargo, ella se rodea de una red de apoyo que le brinda la fuerza necesaria para enfrentar cada obstáculo. Al encontrar un equilibrio entre sus necesidades y las realidades de su nueva vida, demuestra que la resiliencia no solo es posible, sino que también puede permitirle transformar el dolor en una fuente de aprendizaje y crecimiento.
El proceso de resiliencia implica no solo adaptarse a la nueva realidad, sino también reconfigurar la identidad propia en un contexto de cambio. La fuerza que esta mujer ha demostrado ante la adversidad nos recuerda que el sufrimiento puede dar lugar a un crecimiento significativo. Al dar sentido a su experiencia a través del amor y el apoyo emocional, ella no solo logró afrontar su nuevo camino, sino que también se convirtió en un ejemplo de que la perseverancia y la esperanza son esenciales en el proceso de sanación. Esta transformación es una invitación a reconocer que, aunque la vida puede presentarnos desafíos impensables, siempre es posible encontrar un camino hacia adelante, guiados por la resiliencia y el amor.
La Lic. Valeria Schwalb es psicóloga especialista en duelo y resiliencia (MN 358 67) @resilienciaenred