“Hola, Waldo. Ahora no puedo hablar. Espero que estés bien. Te llamo mañana. Un beso. Adiós”. Era lo único que se escuchaba en la casa, inmensa y fría. Una voz masculina que salía de un contestador telefónico. Una y otra vez el mismo mensaje. Los dos amigos lo habían llamado varias veces por teléfono y él no había contestado. Fueron a la casa y tocaron el timbre varias veces. No hubo respuesta. Ingresaron y ahí escucharon el mensaje que se ponía más claro y más fuerte a medida que se acercaban a la habitación principal. “Hola, Waldo. Ahora no puedo hablar. Espero que estés bien. Te llamo mañana. Un beso. Adiós”. Antes de entrar ya sabían que algo andaba mal, no era necesaria demasiada perspicacia.
Lo vieron tirado en la cama. Los anteojos de marco grueso puestos: parecían lo único que estaba en su lugar. La mitad de la cara y de la cabeza destrozadas. La colcha estaba teñida por la sangre que goteaba hacia la alfombra. Alrededor, teñidas de bordó, flotaban varias fotos de momentos felices de los últimos años. En una mano todavía sostenía la escopeta Fabarm-Brescia de doble caño. En la otra, una foto de él junto a Juan, su amante. Es posible (muy posible) que una cámara Súper 8 estuviera registrando todo. De fondo, en loop, seguía el mensaje que Juan le habían enviado horas antes: “Hola, Waldo. Ahora no puedo hablar. Espero que estés bien. Te llamo mañana. Un beso. Adiós”.
Era el 28 de marzo de 1977. El lugar era El Olivar, una mansión de Madrid tan desmesurada y moderna que quedó vieja muy rápidamente. Waldo de los Ríos, el productor musical más importante de esos años, compositor y pianista, un fenómeno pop que se nutrió de la música clásica a principios de los setenta, el que había trepado a lo más alto de todos los rankings con su propia versión del Himno a la Alegría, se suicidó apoyando el caño del arma debajo de su barbilla. Tenía 42 años y, en apariencia, todo lo que alguien puede desear: fama, éxito, dinero, autos únicos, poder en su ambiente. Pero no alcanzaba.
Otras circunstancias se amontonaban sobre él. Una severa depresión, grandes cantidades de tranquilizantes, alcohol, el temor a dejar de tener su lugar de privilegio en la industria, el dolor de sentir que lo que hacía ya no tenía tanto impacto, la homosexualidad que debía transitar en la oscuridad, un amor que parecía terminado.
La noticia de su suicidio provocó primero sorpresa y conmoción. Como la de cualquier otra muerte prematura de una celebridad joven. Enseguida el estupor se transformó en sensacionalismo. Los medios se dedicaron con fruición, de manera inclemente a su caso. Hubo hipótesis descabelladas, chismes transformados en noticias, mentiras flagrantes. El foco se puso, alternativamente, en su esposa Isabel Pisano que vivía en Italia intentando una carrera en Cinecittá, en su homosexualidad (aunque de manera solapada, todavía no se podía nombrar ese amor) y hasta en su inclinación a las prácticas esotéricas y al ouija. Hasta que cuando las novedades se estaban acabando alguien instaló la teoría del asesinato para que la noticia permaneciera unos días más en las portadas de los diarios. Y después el lento olvido, como si nunca hubiera sido quién fue, como si nunca hubiera tenido el éxito y la influencia que tuvo.
Fue Waldo de los Ríos y fue también Frank Ferrán, como firmaba sus producciones para artistas pop. Esa música clásica para millones, con arreglos populares y el productor de recargados hits pops de casi todas las estrellas de la música española joven de principios de los setenta. Fue el innovador del folklore argentino y el que aspiraba a componer música experimental en Alemania. Fue el marido de la actriz Isabel Pisano y el amante enloquecido de Juan, un joven veinte años más joven que él. El que popularizó el Himno a la Alegría y el que suicidó de un escopetazo en su mansión madrileña. Ese fue su signo, el de la ambivalencia, el de la doble vida.
Nació en Buenos Aires como Osvaldo Nicolás Ferraro, un nombre de empleado bancario, de dueño de taller mecánico, de marcador de punta de un club de Primera B. Después se fue disociando de esos orígenes. El seudónimo nació en las primeras épocas: Waldo de los Ríos. Lo primero fue tocar el piano y arreglar las canciones de su madre, la folklorista Martha de los Ríos. También formó su propio grupo, Los Waldos. Estudió con Ginastera, intentó una renovación del folklore como Piazzolla (a quien frecuentó) lo hizo con el tango. Produjo también a Facundo Cabral. Compuso las bandas sonoras de las películas Alias Gardelito, Pampa Salvaje y Boquitas Pintadas, entre otras.
Ahogado, buscando nuevos horizontes quiso estudiar composición moderna en Europa, música de vanguardia. Sin poder conseguir la beca en Alemania (denegada por el Fondo Nacional de las Artes argentino) se instaló un tiempo en España. El italiano Rafael Trabbucchelli lo contrató como productor para la discográfica Hispavox, la más exitosa de España en esos días.
Al principio parecía un trabajo más, una manera de ganarse la vida con la música, pese a que no fuera lo que él deseaba hacer. Debía trabajar en las canciones de los otros, oficiar de productor en grabaciones que no lo interpelaban: tontas canciones de amor. Parecía consolarse creyendo que se trataba de algo pasajero, hasta que saliera algo mejor o, tal vez, hasta que volviera a la Argentina.
Pero sus arreglos pomposos, con vientos que se metían subrepticiamente, y cuerdas recargadas ornamentaron canciones ornamentadas que conectaron con su época. Su sonido fue el de esa España. Durante esos años España sonaba como una canción de Waldo de los Ríos. Hasta tuvo nombre propio: Sonido Torrelaguna (por el lugar en el que se encontraban los estudios de Hispavox). Muchos, muchísimos éxitos. La irrupción de Raphael (el suceso inicial fue la adaptación de un villancico), los primeros éxitos de Alberto Cortez con covers en castellano de canciones francesas e italianas, La vida sigue igual de Julio Iglesias, Por qué te vas y Yo Soy Rebelde de Jeanette, un segundo puesto en Eurovisión con Karina y hasta alguna versión de Tu Nombre Me sabe a Hierba que Serrat detestó. De esos años también es el célebre rechazó a Stanley Kubrick cuando le propuso encargarse de la banda de sonido de La Naranja Mecánica y las cortinas de varios programas de televisión como Curro Giménez o los de Chicho Ibáñez Serrador. También protagonizaba especiales en la televisión francesa. Y tuvo su ciclo semanal cuando la televisión española sólo contaba con un canal: La Hora de Waldo. Daba entrevistas semanalmente, se había convertido en un personaje rutilante de la farándula española pre Transición, su vida solía aparecer en las revistas de actualidad.
Lo empezaron a llamar el Phil Spector ibérico, el George Martin argentino: “Me establecí en España porque en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Cuando llegué el panorama era triste y desolador en materia musical. Tenían unos estudios y equipos estupendos, pero faltaban ideas. No tenían ni técnicos, ni músicos, ni gente que hiciese nada”, dijo en una entrevista.
A principios de 1970 llegó el éxito global. Lo firmó como Waldo de los Ríos. Una adaptación del Cuarto Movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven cantada por Miguel Ríos, que en ese entonces tenía 21 años. Registraron dos versiones: una en castellano y otra inglés. El éxito fue abrumador. Lideró los charts en una quincena de países y en el Reino Unido llegó al número 2.
Ese tema fue el lanzamiento de Miguel Ríos y el que le posibilitó, de alguna manera, una cerrera de medio siglo. El cantante no había sido la primera opción. Alberto Cortez fue uno de los que prefirió pasar de largo frente a lo que parecía un esperpento sin futuro. “”¡Joder!, pensé, este me hace cantar una antigualla. En esos días, yo estaba más cerca de Johnny Rivers y John Lee Hooker que de Beethoven. La música clásica era el enemigo. Pero el éxito del Himno a la alegría, fue un milagro alimenticio y, sin duda, el que me proporcionó la oportunidad de crecer como artista y como persona. Pero fue tan accidental como el primer premio de la lotería”, escribió Miguel Ríos en sus memorias.
Encontró, sin pensarlo, casi sin ambicionarlo, una fortuna: sus arreglos lo volvieron millonario. Pero faltaba algo: nunca consiguió el prestigio que buscó con denuedo. Miguel Fernández ha escrito una biografía muy exhaustiva sobre Waldo, Desafiando el Olvido. Su vida y su muerte temprana son también el tema de un reciente documental, Waldo dirigido por Charlie Arnaiz y Alberto Ortega.
Era la España franquista, sus estertores, pero franquista al fin. La homosexualidad era condenada, se la consideraba un delito. Nadie hacía un outing porque su carrera se vería sepultada de inmediato. Estaban obligados a vivir su sexualidad de manera clandestina. Y si hiciera falta un refuerzo se puede repasar unas líneas del obituario que le dedicó al día siguiente de su muerte el diario El País de España: “Había sido visto, según las citadas fuentes, varias veces en locales pintorescos madrileños en compañía de jóvenes amanerados. Esta situación, no se sabe si atribuida únicamente a una enfermedad, pudo provocar que el lunes decidiera poner fin a su vida”. Lo que decía veladamente ese párrafo era que la homosexualidad sólo podía ser fruto de una enfermedad y que seguramente haya sido la causal del suicidio.
Waldo de los Ríos se enamoró de Juan, alguien mucho más joven que él. Viajaban por el mundo y él le hacía regalos con frecuencia. Juan en un momento decidió dar fin a la relación. Waldo no asimiló bien la ruptura.
Miguel Fernández, su biógrafo, cree que Isabel Pisano, la esposa, conocía de la relación con Juan, que hasta en alguna oportunidad habían cenado los tres juntos. Que el matrimonio, manteniendo el afecto, había decidido que cada uno siguiera su vida sexual por su lado y evitar cualquier escándalo público.
Algo que no suele tenerse demasiado en cuenta es que el suicidio lo circundaba, provenía de un linaje suicida. Su padre y su tía se habían quitado la vida; también su padrastro.
¿Qué hubiera pasado si postergaba la decisión un tiempo? ¿Fue una decisión? O como a tantos otros se le impuso en medio de la niebla mental por los tranquilizantes, el alcohol y ese telón negro que la depresión despliega en los cerebros y las almas.
Un poco después España fue otra. Más feliz, más libre. Un país al que encendieron la democracia, el destape y la movida. Waldo habría encontrado su lugar y habría encontrado, seguramente, un ambiente más propicio para ejercer más libremente sus opciones sexuales. Seguramente, haber sido el sonido predominante de los últimos años del franquismo, haya promovido el olvido sobre su obra y figura.
Lo enloquecían los autos deportivos. Tuvo Porsche, Lamborghini y Maserati. Uno de ellos fue el Porsche Tapiro, de esos que sus puertas se abren como alas -un diseño bien setentista- era un prototipo, único, que terminó incendiado y ahora se encuentra en el museo de la fábrica. Los otros autos eran los únicos de su especie que había en toda España.
Un detalle muy inquietante. Dentro de los hábitos estrafalarios que había adoptado con la llegada de los millones estaba el de adquirir la última tecnología en cámaras de fotos y filmadoras. Los últimos meses de su vida filmó gran parte de sus movimientos y vida cotidiana. Parte de ese material está en el documental. Pero muchos creen que es muy probable que Waldo haya filmado sus últimos momentos, haya dejado registrado su suicidio. Los amigos que ingresaron primero a la mansión se habrían encargado de hacer desaparecer la cinta para que no fuera difundida. Los realizadores del documental dicen que cada vez que revisaban una de esas cintas temían encontrarse con las imágenes del disparo final.
Los restos de Waldo de los Ríos están enterrados en el cementerio de la Chacarita.