Día uno. He sido formalmente invitado a ser parte de la tripulación del Solidaire, un buque de rescate de migrantes en el mar Mediterráneo. Si hay un punto en el planeta en el que ver la crisis migratoria desde cerca, es éste, en medio del mar, entre barcazas a la deriva, patrullas costeras criminales y chalecos salvavidas que se pierden entre las olas. Además, claro, humanos, muchos seres humanos. Se me ha dicho que no hay por ver ningún espectáculo esperanzador, más bien lo contrario. Me han advertido algunos pocos riesgos, posibles imágenes perturbadoras y muchas horas mirando el horizonte en busca de embarcaciones en emergencia. Me han dicho que dormiré poco. Por supuesto, acepté.
Mis manos no son las de un marinero y mis dedos a duras penas llegan a presionar las letras de un teclado, pero me invitaron como periodista para contar lo que veo. Sin embargo, toda persona que se embarca debe cumplir tareas de mantenimiento o navegación. Ya llevo dos días en el mar y finalmente he recibido mi primera asignación: limpiar los baños. Más específicamente, los baños de los invitados para cuando suceda el rescate. En este punto es importante explicar quiénes son los invitados. La pregunta parece sencilla y alcanzaría con decir “las personas rescatadas”. Sin embargo, encierra una compleja discusión política sobre cómo llamar a las personas migrantes y refugiadas que huyen de una tierra en conflicto para llegar a un lugar seguro. Sea Watch por ejemplo, una ONG alemana, los llama “personas en movimiento”, una descripción minimalista para evitar cualquier connotación. La agencia de refugiados de Naciones Unidas (ACNUR) suele llamarlos “desplazados forzosos”, y divide entre refugiados, solicitantes de asilo y apátridas, según el estatus de su legajo. Otras ONGs les llaman “sobrevivientes”, porque lo son. Todos buscan su manera. En el buque Solidaire se les llama invitados porque eso es lo que son en el barco una vez que se lo rescata, amigos a los que bienvenir en medio del trauma que supone migrar y arriesgar la vida lanzándose al mar.
En lo que va del año murieron más de 1.600 personas intentando cruzar de África a Europa por el Mediterráneo Central. En 2023 fueron 3.155, y en los últimos diez años la cifra supera los treinta mil: 30.547 según el Missing Migrant Project, una iniciativa de la OIM (Organización Internacional para la Migración) que intenta llevar la cuenta de las personas desaparecidas en el mar. Según el Portal de Datos Operativos (ODP: Operational Data Portal), un consorcio de datos coordinado entre ACNUR y otros 800 socios que brindan información sobre el tema, en el 2024 ya llegaron 54.931 personas a Italia, de los cuales el 74,6% son hombres, el 18,9% niños, y el 6,5% mujeres. Según el mismo portal, en 2023 el número fue mucho más alto: 157.651 personas llegaron desde África a Italia a través del Mediterráneo.
Hace años vengo escribiendo sobre la crisis migratoria y esta es una oportunidad única para verla desde el lugar. “La fosa común más grande del mundo” dirá Enrique Piñeyro, el fundador junto a su mujer, Carla Calabrese, de la ONG Solidaire, dueña del buque. Hasta 2024, su fundación operaba únicamente por aire con un avión Boeing 787 en el que trasladaron ya a 3.078 refugiados de Ucrania, Níger, Afganistán y otros países, y en el que movilizaron toneladas de donaciones para Gaza, Armenia, Ucrania, Mozambique y la India. La última misión, piloteada por el mismo Piñeyro, sucedió el 16 de octubre y aterrizó en Puerto Sudán, único aeropuerto operativo de Sudán, que desde abril de 2023 atraviesa una guerra civil. Allí llevaron 14 mil kilos de donaciones provistas por la misma ONG. Mientras se aproximaba a la pista comenzaron a sonar alarmas: el mapeo del terreno no estaba actualizado y tuvo que aterrizar de manera visual, sin asistencia de la computadora.
–¿Por qué poner el cuerpo? ¿Por qué aterrizar vos en Sudán y no pagarle a alguien para que lo haga y evitar el riesgo? –le pregunto a la distancia, yo en el mar, él en una nueva práctica de vuelo en un simulador.
–Creo que si existe la posibilidad de ayudar a alguien, y haciendo justo lo que me apasiona hacer… no veo un combo mejor que eso.
Este año a la flota de Solidaire se sumó este buque: 66 metros de eslora, 15 de manga y una cubierta de 353 metros cuadrados. Está dedicado exclusivamente al rescate de migrantes en el Mediterráneo. En rigor, lo sumaron en 2023 pero el acondicionamiento para las operaciones generales y de rescate, más las mejoras en las capacidades de recepción, llevaron varios meses. Ahora tiene, por ejemplo, una cocina de lujo para alimentar a los invitados. De lujo no es un decir sino la frase natural para describirla. Fue diseñada por el propio Enrique Piñeyro y su equipo de Anchoíta, su restaurante en Buenos Aires. Está ubicada a un lado de la cubierta. Del otro están los baños y las duchas, que hasta tiene unos detalles en mármol. En la cubierta hay también un proyector gigante para pasar películas. Hay elementos para hacer gimnasia, una estación de té, mantas, una pelota de fútbol, varios juegos y entretenimientos. Y hay un circuito pintado en el piso para que los invitados puedan caminar durante la noche sin golpearse. Es que, una vez rescatados, deberán pasar el tiempo en cubierta hasta que las autoridades asignen un puerto seguro y se los pueda desembarcar en Europa, por lo cual se buscó hacerlo lo más cómodo posible. Hay también un hospital de emergencia con veinte camas y una sala de terapia intensiva. Hay capacidad, en emergencia, para subir hasta mil personas. Nadie sabe cuántas habrá en la próxima barcaza a la que se asista. El primer rescate sucedió el 13 de octubre a las 9:20 de la mañana. Un gomón con 41 personas a bordo intentaba escapar de Libia mientras una patrulla de la supuesta Guardia Costera buscaba capturarlos. Las lanchas del Solidaire llegaron antes y las 41 personas que estaban a bordo fueron rescatadas y llevadas a Salerno. Pero, otra vez, nadie sabe qué depara la segunda misión, esta que acaba de comenzar y que contaré en esta serie de notas, un diario de altamar en el que reflexionar sobre la migración y el movimiento. Va a llevar algunas entregas entender el complejo ecosistema del rescate y la persecución de migrantes.
No hay mucho que yo pueda aportar sobre el movimiento perpetuo del mar, aún a esta mole de 66 metros de largo la mece como si fuera un sietemesino. El mar es una cosa poderosa en la calma y en la rabia. Mi camarote es la cabina 403. Hay 27 tripulantes en total y componen dos universos en paralelo: por un lado están los técnicos que operan el barco, el capitán, el primer segundo y tercer oficial, el electricista, los mecánicos. Mucho de ese mundo sucede arriba y abajo, en el puente de control y en la sala de máquinas. La otra tribu es el equipo de búsqueda y rescate al que llaman SAR Team. Entre los dos grupos sucede la vida a bordo, con horarios diferentes, semblantes diferentes, humores diferentes, palabras diferentes. Los que llevan el barco son gente de mar, los que rescatan, trabajadores humanitarios. Solo uno de ellos nació en la Argentina. Se llama Federico Varela Dias y es Capitán de Ultramar. En el Solidaire es el Primer Oficial, el segundo a cargo del barco después del capitán, Jakub Szlachta. Federico tiene cuarenta años y se dedica a manejar barcos porque un día vio un cartel. Había dejado dos carreras y estaba en el colectivo en Buenos Aires yendo a trabajar cuando vio un edificio en el barrio de Retiro que decía “Escuela Nacional de Náutica Manuel Belgrano”. Algo lo hipnotizó. Al día siguiente fue a averiguar y se inscribió. Nunca antes había navegado, aunque su tío abuelo era comisario de a bordo en buques mercantes. Nunca más dejó el oficio, empezó como cadete en un crucero turístico por Europa, pasó muchos años en barcos petroleros, y un día -con el mismo azar misterioso con que cruzó ese cartel- llegó la oportunidad de subirse a un barco humanitario. Su vida hoy sucede seis semanas en el buque, seis semanas en su casa en Barcelona, donde vive con su novia. Así son las rotaciones: hay dos tripulaciones completas para el barco y realizan rotaciones de un mes y medio cada una.
Hay además un tercer grupo que funciona como puente y habita los dos mundos. Paul es uno de ellos, el cocinero del Solidaire. Nació en Rumania en 1965. Su madre es italiana y su padre griego, vivió 10 años en Barcelona y uno en Brasil. Vivió también en Inglaterra y trabajó para un chef famosísimo llamado Gordon Ramsay, de quien dice que es un genio y un maldito cabrón. Paul habla seis idiomas: rumano, italiano, inglés, español, portugués y un poco de griego. Le gusta hacer muchas recetas de arroz y muchas de pollo. A veces sale de la cocina para mirar a sus alimentados. Se para en el marco metálico de la puerta y mira con una sonrisa de autosuficiencia. En la cabeza usa un pañuelo a la manera de Axel Rose. Cuando alguien halaga su comida, Paul hace un gestito de superación con la cara y abre las manos como diciendo “por supuesto que está rico”.
Paul además está escribiendo un libro. Ya publicó un ensayo histórico sobre la Unión Soviética y ahora está empezando una novela sobre una mujer, pero solo escribió 25 páginas y dice que necesita ayuda para lo que sigue. Entre charla y charla me cuenta la vida de un niño después de la segunda guerra mundial. Crece en la Unión Soviética, se hace espía y forma parte del nuevo gobierno tras la caída del muro. “Es un poco complicado”, dice.
La comida de las personas rescatadas de todas formas no la cocina él sino el equipo de búsqueda y rescate. Hay dos personas responsables de esa tarea. Son las únicos dos voluntarias del barco: Eva y Francesca. Eva tiene 30 años y es del sur de Francia. Es ingeniera especializada en soluciones de eficiencia energética sostenible, pero se tomó un año sabático para dedicarse al trabajo humanitario. Pasó la primera mitad de su vida viajando por el trabajo de sus padres: vivió en Togo, Nueva York, Vietnam y finalmente en Dubai durante más de 15 años. El resto del tiempo vivió en Francia, donde se formó. Su abuela materna pasó toda su vida en Camerún. Eva viaja a visitarla cada tres años, y durante la primera parte de su año sabático pasó algunos meses allí, ayudándola en su granja de cría de cebúes. Su primo y su tío, que también viven en Camerún, tienen una ONG de conservación de la fauna y la flora. Hubo un cambio abrupto entre generaciones. Sus abuelos emigraron a Camerún en la década de 1940, cuando pasó de ser un protectorado francés a un país tutelado –que recién alcanzó la independencia en 1960–. Allí, trabajaron para una empresa automotriz y luego montaron un negocio de safaris de caza de animales salvajes. Ochenta años después, los nietos ven el mundo de otra manera: Eva trabaja en eficiencia energética y hace voluntariado humanitario, y su primo está haciendo la transición de la caza a la conservación.
“Mi abuela es una persona muy inteligente y tengo una relación muy estrecha con ella. Se identifica como gaullista de derechas (seguidora de las ideas de Charles De Gaulle). También cree que debemos mantener vínculos con el pasado a través del sistema monárquico (y admira al Reino Unido por eso). Cuando le cuento lo que estoy haciendo acá, cree que es extraordinario salvar vidas… Cuando has vivido la guerra sabes lo que significa el sufrimiento y el desastre, por eso está orgullosa, pero también dice que Europa necesita diferenciar buenos y malos y escoger a quién recibe y a quién no. Hasta ahora, ella escucha principalmente el típico discurso antiinmigrante: que Europa no puede acoger a todo el mundo, que la inseguridad, que los abusos... Confío en que vaya cambiando de opinión con el tiempo, ya que le gusta enfrentarse a opiniones diferentes”, dice. Para Eva, el trabajo humanitario consiste en utilizar algunos de sus privilegios para generar un impacto positivo, dar un mensaje que ayude a concientizar a la gente y encontrar su propia idea de un hogar. “Viajé por muchos países, conocí a mucha gente de Palestina, de Siria, de muchos otros lugares de los que la gente migra, y viví con ellos… Así como yo tuve la suerte de nacer en Francia, otros nacieron en lugares que limitan su acceso a una vida justa y a los derechos humanos básicos. Y estoy comprometida con hacer todo lo que pueda para apoyar su viaje hacia una vida mejor”, dice.
Eva es amable y eléctrica cuando habla, parece como si intentara regular una efervescencia permanente por vivir. Tiene ojos celestes y el pelo rubio. Le gustan los juegos de mesa y es extremadamente competitiva en ellos, pero suficientemente amable como para perder la mayoría de las veces. La pregunta por el hogar está en su cabeza desde siempre, y ahora también en la mía. ¿Qué cosa es un hogar? ¿Qué cosa, un origen? ¿A dónde sueña volver la gente que primero sueña con irse?
El buque es azul y naranja. La parte azul está en contacto con el agua y la llamaremos casco a fines de sintetizar las especificaciones técnicas. La parte naranja es la cubierta, el puente mando, y los diferentes pisos (o decks) habitables. Sobre el azul se distingue un mensaje: “Los europeos fueron inmigrantes ilegales en África durante siglos. Saquearon. Traficaron humanos. Masacraron… Esta es la consecuencia”. Es el lema que el mismo Enrique Piñeyro escribió y quiso estampar en el buque, como declaración de principios. En los últimos años Europa debate intensamente qué políticas migratorias tomar. Las últimas regulaciones adoptadas y los acuerdos bilaterales con países como Libia o Túnez apuntan a externalizar las fronteras y desalentar las llegadas a Europa de un modo tan eficiente como ilegal: poner plata en los bolsillos libios para que -violando todas las convenciones internacionales- detengan a los migrantes, los encarcelen, los obliguen a empezar de vuelta el juego siniestro de la embarcación.
“Una de las cosas que más me indigna de lo que está pasando en el mundo es cómo un continente rico y poderoso como el europeo llenó al África de inmigrantes ilegales (los europeos mismos), que no llegaron en barquitos o en gomones sino con armas. Y una vez ahí torturaron, esclavizaron, traficaron humanos, depredaron todo (y lo siguen haciendo hoy con los acuerdos de pesca de la Unión Europea). Y años después la gente de esos lugares ya depredados tiene que migrar para buscar el sustento que le quitaron y los europeos miran para otro lado. Es muy indignante. El Mediterráneo es una fosa común que separa el continente depredador del continente depredado y nadie se hace cargo”, dice Enrique desde Madrid. A su largo catálogo de títulos (piloto, actor, chef, médico, director, etcétera) suma ahora el rol formal de “armador”, la persona ocupada de equipar un barco –y su propietario, a su vez–.
–¿Cuenta como infidelidad a tu romance aeronáutico?
–No, porque no lo navego yo al barco, solo doy la dirección política de la organización –dice, aun desde el simulador de Boeing 787 en el que está entrenando diferentes escenarios de vuelo.
–Es la primera ONG argentina que opera en el Mediterráneo, ¿cómo elegís dónde intervenir?
–Pienso que está bien atender a las catástrofes más grandes, en la medida de lo posible. Para mí sigue siendo una gota en el océano, pero bueno, el océano está hecho de muchas gotas.
Él fue también quien eligió los colores. Los explica: “En general los buques de salvamento, especialmente en las zonas polares, son naranja para que puedan ser divisados rápidamente. Por otro lado, el naranja es complementario del azul, por lo cual en el mar resalta mucho. Y por último, y a nivel anecdótico, es un color que me gusta mucho”, dice.
Hay algo con el naranja, cierta tonalidad, cierta composición. ¿Alguien inventó los colores? ¿A quién se le ocurrió la idea del naranja? Según un artículo de la BBC, el naranja representa el puente entre la mortalidad y la inmortalidad, entre la vida y la muerte. Es que el naranja apareció por primera vez –dicen– en la lava volcánica. El oropimente es un mineral monoclínico compuesto por arsénico y azufre, altamente tóxico y –presumían algunos en la antigüedad–, fundamental para la creación de la piedra filosofal, aquel elemento mitológico capaz de alargar la vida. Muchos siglos después, quizás el color finalmente haya encontrado su camino hacia alargar la vida.
Lo veo todo alrededor, no solo en la cubierta pintada a propósito sino también en las linternas, en los chalecos salvavidas, en las sogas de las que cuelgan los handy. Pienso que los colores son un idioma de por sí, el azul obviamente nos rodea, es la tonalidad del mar, que se vuelve celeste blanquecino cuando se forman remolinos en el Mediterráneo. También está el amarillo, por supuesto, el sol rebotando en las aguas, los círculos pintados en el piso de todo el barco, los rectángulos que marcan el camino seguro en la cubierta, algunos cestos de basura, los apliques al final de las dos grúas que mueven las lanchas de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, las lanchas en sí. Si el naranja es un color en posición de scrum, compacto, el amarillo en cambio es como las frutas del Pacman, aparece distribuido en todo el buque como islas de esperanza, un color infantil y optimista administrado a conciencia en los 66 metros de eslora: nunca falta, nunca es demasiado, habida cuenta de que en algunas circunstancias, cuando se lo ha perdido todo, la esperanza destella con la excepcionalidad de los milagros.