La terrible confesión de una madre a su hijo de 52 años: “No te aborté porque el médico me dijo que mi vida corría peligro”

Alfredo nunca le dijo mamá a su mamá: para él siempre fue “la vieja” o Gloria. La describe como una mujer “rara, distante y distinta”, que huía tanto de los conflictos como de las muestras de cariño. Era ya un adulto en busca de una familia con la que envejecer cuando la enfrentó en busca de respuestas tardías. La confesión de una madre y el trabajo de sanación de un hijo no deseado

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“Me lo dijo así no
“Me lo dijo así no más, como yo puedo hablar de fútbol con mis compañeros de trabajo. Ese día me terminó de caer la ficha de que mi vieja no es una mujer normal”, contó Alfredo (Imagen Ilustrativa Infobae)

El día que el comerciante cordobés Alfredo M. (52) empezó a “constelar” (la disciplina donde se trabajan y actúan relaciones familiares para descubrir cómo estas afectan nuestras conductas y emociones) lo hizo simplemente como una táctica de seducción. La mujer con la que estaba saliendo, María José, le había pedido que la acompañara. Él, sin tener la menor idea de lo que se trataba esa actividad, le dijo que sí. Quería mostrarse abierto a todo. Alfredo tenía 45 años y lo que se desató a partir de esta práctica lo golpeó psicológicamente y lo sigue sacudiendo hasta el presente.

Esa tarde lo encontró en una sala con gente desconocida haciendo algo que para él era “como actuar en un teatro”. Una representación que le cambió la perspectiva que tenía, hasta ese momento, sobre su apacible vida.

Cuando sobrevuela la muerte

Cuando a las cinco de la tarde pasó a buscar en su auto a María José solo cavilaba en cómo decirle lo enganchado que estaba con ella. Alfredo estaba divorciado desde hacía cinco años y no tenía hijos. María José era madre de dos preadolescentes y había atravesado una separación bastante traumática.

Salían desde hacía cinco meses, pero Alfredo ya estaba decidido a pedirle que se mudaran juntos. Estaba dispuesto a convivir con ella y las hijas, ansiaba una gran familia. Él estaba muy bien económicamente, vivía en una buena casa con cuatro dormitorios, jardín y pileta. Pero tenía un miedo lógico: que María José no aceptara porque Olivia y Jacinta eran, todavía, demasiado chicas para convivir con él, la nueva pareja de su madre. El desafío era ganarse su confianza, lograr que ellas lo quisieran y, recién ahí, dar el paso. Siempre había soñado con mesas multitudinarias, llenas de voces, risas, juegos con hijos, nietos y hermanos. Quizá porque había sido hijo único de un matrimonio mayor. Su madre lo había parido bastante grande para la época, a los 35 años. Sus padres habían sido muy exigentes con el estudio y era una casa donde se cumplían a rajatabla todos los mandatos de las clases altas y acomodadas. Buenos modales, silencio oportuno en la mesa si los mayores conversaban, ningún capricho y, menos, protagonizar escenas melodramáticas. Su papá, ingeniero agrónomo, se ocupaba de los campos familiares. Su madre era profesora de música y se aislaba en su hermético mundo de solfeos. Alfredo sentía que no tenían mucho tiempo libre para él. Vivían en la capital cordobesa, solían pasar sus vacaciones en Uruguay y habían hecho algunos viajes juntos al exterior. No podía quejarse de nada, pero él experimentaba la falta de calidez, de bromas, de alegría. Esas que veía, cada tanto, cuando visitaban las casas de sus primos donde no había un mango, pero sí discusiones, peleas y trasnochadas con guitarreadas o juegos de dados a la Generala. Le gustaba ese revuelo lleno de vida en el que viajaba de polizón.

Esa tarde iba pensando justo en todo eso y en lo solitaria que habían sido su infancia y su adolescencia con esos padres callados y tan ocupados.

Llegaron y bajaron del auto. María José le presentó a quien manejaba las constelaciones: Camila. Parecía muy agradable y simpática. ¿Sería psicóloga o qué?, se preguntó Alfredo, pero no se animó a indagar porque le pareció que podía quedar como un desubicado. Y él nunca decía nada inconveniente, lo había aprendido en casa. Pero la verdad es que se sentía un poco fuera de lugar, era el único varón en esa reunión con siete mujeres. Le hablaron de sanación, de árbol genealógico, del inconsciente, de las heridas abiertas en las vidas pasadas de nuestros ancestros que podrían prolongarse hasta el presente. Reconciliarnos con los antepasados podría ser la clave para curar nuestros males, expresaron. Él escuchó medio en babia. Tenía muy poca idea de sus abuelos, de sus bisabuelos o del más allá. Nunca le había interesado demasiado el tema. Pero ahí estaba y se prestó al juego.

La relación con Gloria, su
La relación con Gloria, su madre, había estado marcada por la frialdad. Ella siempre lo había manejado con sus estados de ánimo y su especial manera de ser (Imagen ilustrativa Infobae)

Empezaron las constelaciones y a él, que no sabía ni dónde ponerse, le encajaron varios papeles en cada una. Hizo de padre, de hijo, de hermano, de marido, de abuelo. Después de que constelaron todas las presentes Camila le propuso, en forma de agradecimiento por su colaboración, que constelara él.

No se animó a decir que no. No podía ser tan cerrado. Después de todo era algo lúdico y a María José le iba a gustar que él participara en la experiencia.

De pronto, se encontró en el centro de ese living y las mujeres lo rodearon. Empezaron a tirarse al piso en hilera. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete… Le entró como un mareo, ¿qué era eso? Camila empezó a preguntarle si en su familia habían ocurrido muchas muertes.

-No, no… Nada que yo sepa, murmuró Alfredo consternado.

-¿Guerras o epidemias devastadoras? Algo tiene que haber pasado, hay muchas muertes. Demasiadas. Tenés que averiguar.

-No sé, no pasó nada. Éramos una familia normal, vivíamos muy bien. ¡Qué sé yo! Nunca escuché nada raro.

Terminó la práctica y se fueron. Alfredo volvió masticando el tema en su cabeza. ¿Qué era eso siniestro de las muertes? María José lo empujó a indagar: no perdería nada con preguntar a su madre o familiares y terminar con la intriga.

Preguntas tardías

La relación con Gloria, su madre, había estado marcada por la frialdad. Ella siempre lo había manejado con sus estados de ánimo y su especial manera de ser. De hecho, Alfredo la llama Vieja o Gloria, jamás le dice mamá.

“Es una mujer muy especial.
“Es una mujer muy especial. A veces se puede conversar bien con ella; otras, es una tapia a la que no le sacás nada ni a gancho”, relata Alfredo (Imagen ilustrativa Infobae)

“Es una mujer muy especial. A veces se puede conversar bien con ella; otras, es una tapia a la que no le sacás nada ni a gancho”, relata Alfredo.

Había que buscar el momento perfecto para hablar. Gloria siempre había sido muy independiente, había trabajado como docente de música durante muchos años, pero lo que más le gustaba era pasar el tiempo con su marido. Eran una pareja distante con él, pero unida entre ellos. Eso hasta que él, pisando los 70, murió de un infarto. Contrariamente a lo que se podría pensar Gloria no pareció devastada ni se volcó hacia su hijo por haberse quedado sola. Se rearmó sin demasiado llanto y siguió adelante. Eso también le llamó la atención a Alfredo. Su madre no era de las mujeres que se quejan, tampoco se acordaba de haberla visto llorar alguna vez. Gloria se veía con sus hermanas, las tías de Alfredo, con alguna amiga que le quedaba y él la visitaba con regularidad. No había conflictos, pero tampoco ternura.

Una tarde de domingo, en la que él cayó de sorpresa, la encontró tomando algo fresco con sus tías en una mesa muy paquetona en el jardín, llena de cosas ricas. Era su oportunidad y las encaró con cuidado. Corría el año 2016 y Gloria ya tenía por entonces casi 80 años.

“Les dije por qué no me contaban de nuestros antepasados algo… si se acordaban un poco de la historia familiar. Les pregunté ´¿saben si pasaron guerras o algo que pudiera provocar muchas muertes?’”.

Las tres pusieron miradas de sorpresa. “¿¿Muertes y guerra?? No, nada que ver. Viajaban a París o a Londres para pasear. ¿De qué hablás?”.

Tema terminado en menos de 5 minutos.

Alfredo se fue con sabor a poco. “Quince días después, aproveché otro encuentro. Gloria estaba sola y parecía de buen humor. Me animé a preguntarle si sabía si en nuestra familia antigua habían existido pestes, epidemias o asesinatos. Se molestó. Se puso en una actitud parca y negó esa posibilidad. Me preguntó fastidiada qué me pasaba que preguntaba tanto. Yo no pensaba hablarle de las constelaciones, tenía miedo de que se riera de mí y me ridiculizara. Ella es súper racional y solo cree en lo que ve. Igual le conté algo y por suerte no se rio, pero me dijo que era una tontería hacer esas cosas. Aseguró que no recordaba nada trágico en la familia. Entonces me acordé de que en aquella constelación alguien había mencionado la palabra aborto. Como último recurso antes de abandonar la investigación le dije ´vieja perdón que insista, pero quiero sacarme la duda. ¿No sabés si hubo abortos o algo así en nuestra familia o muertes de bebés por algún motivo?´”.

Gloria lo miró con sus ojos de acero. Esta vez, curiosamente, respondió: “¡Claro, eso sí que pasó! Yo aborté once veces. Vos fuiste el bebé número doce”.

Alfredo dejó de respirar.

Gloria lo miró con sus
Gloria lo miró con sus ojos de acero. Esta vez, curiosamente, respondió: “¡Claro, eso sí que pasó! Yo aborté once veces. Vos fuiste el bebé número doce” (Imagen ilustrativa Infobae)

Descubriendo a Gloria

En ese momento empezó la verdadera charla entre madre e hijo. Por lo menos para Alfredo.

Gloria habló con franqueza y sin pausas. Fue como si él hubiera tocado el botón clave para que se encendiera el grabador. Alfredo pensó que quizá nunca antes había formulado la pregunta correcta y que, por ello, no había obtenido las respuestas indicadas.

“Me lo dijo así no más, como yo puedo hablar de fútbol con mis compañeros de trabajo. Ese día me terminó de caer la ficha de que mi vieja no es una mujer normal”. Gloria le contó que desde los 17 años había sido la amante del mejor amigo de su padre, o sea ¡había salido con un amigo del abuelo de Alfredo que era casado y con hijos! Eso, para la época, era una verdadera audacia.

Más o menos estas fueron sus palabras: “Cuando estaba en el último año del secundario empecé a salir con un amigo de mi padre que era casado y tenía seis hijos. Tuve mis primeras relaciones sexuales con él. Salimos a escondidas durante años. Me embaracé siete veces y las siete veces aborté sin decirle a nadie nada de nada. Cada vez que me pasó, fui al mismo médico que había conseguido. Nadie se enteró jamás, ni nadie sospechó. Todos creían que nosotros teníamos una relación como de padre e hija, que él me quería mucho porque yo era la hija de su gran amigo”.

Gloria no le habló a su hijo de amor ni de pasiones prohibidas ni puso excusas. Tampoco dio detalles ni Alfredo los pidió porque, conociendo a su madre, temía que al interrumpirla se engendrara un nuevo silencio. Ella relataba lo que, en las clases altas, se consideraban secretos inconfesables. De eso no se habla, eso no pasó, eso no existió.

“Lo que más me shockeó es cómo decía lo que decía mientras comía una medialuna con mermelada y tomaba de a traguitos su té inglés. Me dijo que siempre fue sola y por decisión personal. Que no soportaba la idea de defraudar a su padre, lo adoraba. Que abortar había sido lo mejor”, recuerda Alfredo. También rememora haber sentido alivio en ese momento por ella, porque estaba descargando, por fin, su gran secreto. Pero hoy admite que puede haberse equivocado, porque seguramente ella no haya sentido nada eso.

Su madre es inescrutable.

Alfredo pensó que quizá nunca
Alfredo pensó que quizá nunca antes había formulado la pregunta correcta y que, por ello, no había obtenido las respuestas indicadas (Imagen Ilustrativa Infobae)

Luego de esa breve crónica de su pasado siguió hablando sin demostrar conmoción por lo que revelaba: “Esa relación terminó cuando empecé a salir con otro hombre que también era casado. Era un conocido de la familia que vivía muy cerca. Yo tenía unos 26 años cuando empezamos a vernos. De él me hice tres abortos. No sé si es que no sabía cuidarme o si, en realidad, me resultaba más fácil no hacerlo para después realizar lo necesario para no tenerlos. Recurrí al mismo lugar y al mismo profesional. Las cosas no andaban bien con este hombre, me aburría y un día, en una reunión de unos amigos, conocí a tu padre Santiago. Era soltero y sin compromisos. Nos pusimos de novios enseguida y cuando yo tenía 33 años nos casamos. Al mes estaba embarazada. Ni se lo dije. Fui directo al médico de siempre. Tu padre no me preguntó nada cuando le dije que tenía que hacerme un procedimiento ginecológico. Él nunca preguntaba… Ni yo tampoco decía mucho. Funcionábamos bien y estábamos perfectos sin hijos. La descendencia no era un tema para nosotros. Al año, volví a quedar embarazada y corrí a mi médico. Iba a ser mi aborto número doce. Pero esta vez él se puso muy serio y me marcó un stop. Yo no quería tenerte, pero él me convenció: “Gloria, ya no más. Es muy peligroso para tu salud. Yo no me arriesgo. Este hijo tenelo. Estás casada, ¿cuál es el problema?”. Entonces dudé, le dije que bueno, que podía ser… A la semana siguiente decidí avisarle a Santiago que estábamos esperando un hijo. Él se puso muy contento. Terminé encariñándome con la panza y todo siguió adelante. Por suerte me sentí muy bien durante el embarazo y pude seguir trabajando y haciendo mi vida”.

Alfredo insistió, como si no hubiese comprendido, con la pregunta que tenía atragantada:

-Entonces… decime bien claro ¿por qué a mí no me abortaste?

-Ya te expliqué Alfredo, porque el médico me dijo que era muy peligroso para mí realizar otro aborto más, me podía morir. Yo lo pensé, pasaron las semanas, le avisé a Santiago y ya después no se iba a poder, era muy tarde, estaba muy avanzada la gestación. Ya estaba, iba a tener un hijo. Pero de esto Alfredo, no quiero hablar más.

Y no habló más.

Un detalle no menor en el que reparó Alfredo: “Siempre tuve la sensación de que para ella todos los hombres eran medios boludos, salvo su padre. Gloria, a la única persona que quiso de verdad y con profundidad, fue a su viejo. Mirá qué curioso: él murió justo cuando ella quedó embarazada de mí. Creo que esa es la verdadera razón por la que no me abortó. Se había liberado un espacio en su corazón”.

Sin dudas, el corazón de Gloria era poco cabedor.

Se enteró también en esa conversación, la primera y última sobre el tema, que después de haber nacido él, el médico la vació: “Tenía muchas cicatrices y nudos. Me sacaron todo”, le explicó.

Ahí estaba la respuesta a su sentimiento de soledad. Alfredo no podía creer lo que escuchaba de boca de su propia madre sin que ella pestañeara. Nunca habían hablado de su posición frente al aborto, ella nunca había sido una persona religiosa y jamás tocaba temas espinosos. Alfredo, de joven, pensaba que era bueno tener una madre que fuera cero chismosa y que no tomara una posición radical frente a nada. Era rara, distante y distinta al resto de las mujeres que conocía. “Madre, lo que se dice una madre cariñosa, dedicada y preocupada por mí, no era”, reconoce Alfredo, “Siempre tenía la impresión de que tenía que ganarme su cariño, su atención. Sentía que ella podía volarse con el viento y desaparecer sin rastro sin problemas en cualquier momento. Que nada de lo que me pasara la afectaba demasiado. No la sentía como una madre incondicional como veía a las de mis otros amigos del colegio. Siempre había tenido un poco de envidia por esa madres besuconas, mal vistas por la mía claro, y malcriadoras. Pero ahora, con esa confesión, sentía que tenía delante de mí a una persona enferma, a un monstruo o a una pobre mujer… no lo sé realmente. No puedo definirla”.

Alfredo empezó a sentir nostalgia por esos hermanos que no fueron: “No es que yo sea anti aborto…¡¿Pero 11 abortos?! Podría entender uno o dos, pero ¡esa cantidad! Eso no es normal. Para nada normal. Por lo menos a mí no me parece que lo sea. Me pregunto si Gloria odiaría la idea de tener bebés que dependieran de ella”. Las preguntas las tiene a flor de piel, pero sabe que jamás las pronunciará.

Terapia para superar secretos

Puede resultar paradojal, pero Alfredo, quien tanto sufría la soledad, no tuvo hijos con su primera pareja. Su novia María José quedó impactada con el relato que él le hizo de la charla con su madre. Lo vio angustiado e intentó ayudarlo. Le aconsejó hacer terapia cuanto antes porque eso podía ayudarlo a rumiar su dolor.

Empecé con mi terapeuta un mes después de que Gloria me dijera lo de los abortos. La tristeza que me provocaba lo que había hecho mi madre tantas veces me superaba. En algún punto empecé a sospechar: ¿sería una psicópata? ¿o una sociópata? No sé bien qué término atribuirle, pero es una mujer a la que no le fluye la empatía. Vos podés contarle la peor tragedia y a ella no se le humedecen los ojos. Tampoco quiero juzgarla, por eso hablo, pero no doy nombres. Está grande, papá murió hace años, y no sé cuánto más podrá vivir. Yo la quiero, pero te confieso que la siento lejana, lejanísima”.

Nadie supo nunca de los abortos ni de la clínica clandestina a la que Gloria acudía como paciente frecuente. Nadie sospechó lo que la tranquila Gloria había hecho.

Cada tanto Alfredo, que todavía no vive con María José, se despierta llorando en medio de la noche.

“Se me cruzan mil cosas. Pienso que si el médico abortista no le hubiera dicho de tenerme, yo no habría llegado a este mundo. Pienso en todos los hermanos que tendría. ¡Uno al menos! El que tendría que haber nacido antes que yo y que también era hijo de mi padre. No sé me ocurre cómo llamarlo. Me gustaría que tuviese un nombre… También reflexiono sobre cuánto conocía mi viejo a mi vieja. Porque ella le ocultó todo. Lo llenó de cuentos que evidentemente él se tragaba. Mi padre era un pan de dios y siempre decía que le gustaban las familias grandes como si lamentara de alguna manera que fuéramos solamente tres. Qué se yo… Hay cosas que ya nunca podré saber y tengo miedo de seguir preguntando”.

Con Gloria mantiene una relación amable aunque distante. Viven a veinte kilómetros de distancia y se ven una vez cada diez días. Alfredo se ocupa de las cosas que ella ya no puede hacer y la acompaña a los estudios médicos. Aunque Gloria tiene una salud de hierro. Nunca más le sacó el tema de los abortos a su madre y ya han pasado siete años desde aquella charla. Alfredo a veces se cuestiona: “Si no hubiese constelado, si no hubiese preguntado, ¿sería más feliz? Quizá, pero viviría en una mentira. Antes no creía en las terapias alternativas y la verdad es que resulta fácil desprestigiarlas. Yo fui desde el escepticismo. Pero si no hubiese ido, esta historia de abortos se hubiera muerto con mi madre. Te diría que por eso me contacté con ustedes para contarla. No digo que haya que creer en todo, pero hay que mantener la mente abierta”.

Ya no intenta prolongar los abrazos con Gloria, los siente un poco falsos. La quiere y le teme. Teme el daño que su ajenidad le hace cada vez que intenta acercarse. A Alfredo se le mezcla la rabia con la angustia, pero no se anima a hacerle frente. Sabe que a ella nada la conmueve y que discutir no conducirá a ningún lado.

“Pelear con ella solo me va a hacer mal a mí. A Gloria nada la perturba demasiado. Después de tanta terapia, aprendí a preservarme. Ahora pienso que la vieja me quiere como puede. Alguna patología tiene. Sin dudas, nunca estuvo cien por ciento del bocho. Así que intento aceptarla tal cuál es y no esperar a que se convierta mágicamente en una madre como las de mis amigos de la infancia. Al final, descubrí que soy mucho más fuerte de lo que creía y por eso hoy estoy acá relatando mi historia. Hay que bancarse el no haber sido deseado. Gloria es Gloria y me la tengo que fumar porque soy su único hijo… Por lo menos ¡el único vivo!”, agrega con una mueca y haciendo gala de humor negro.

* Los nombres de los protagonistas han sido cambiados para proteger su identidad y las fotos son ilustrativas.

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