“Hay un programa, posiblemente vayamos al Polo Sur. Tengo que formar un equipo de diez mecánicos y me gustaría contar con vos”, le dijo Ricardo Ceppi por teléfono. Se conocían por haber compartido talleres y misiones como mecánicos del ejército argentino. Alfredo Florencio Pérez ya había estado un año en la Base General Belgrano, una estación científica permanente y argentina instalada en la Antártida. La propuesta lo entusiasmaba: participar de la primera expedición terrestre que llegara a pisar y conquistar el punto más austral del mundo y del país, el vértice inexplorado del fondo del mapa. Pero Ceppi le agregó, pronto, un aliciente a la invitación: “Mirá que son dos años”.
Su reacción fue automática: “Uh, mi mujer me mata”. Convivía con su esposa, “la gallega”, y tenía 31 años y una duda existencial: cómo perseguir su anhelo sin comprometer su matrimonio. El tiempo fuera de su casa iba a ser recompensado con un ingreso económico sustancial. Esa remuneración sirvió para compensar su partida temporal: finalmente podrían comprar su casa. Su esposa comprendió y Pérez confirmó su presencia. En una entrevista escrita por Mariano Chaluleu y publicada en La Nación, contó cuál fue la respuesta de Ceppi: “Bárbaro, agarrá tus cosas y venite para acá”.
Acá era la Base General Belgrano que el ejército ocupaba en la barrera de Filchner. Se instalaron a finales de noviembre de 1963. Establecieron un propósito moral. Realizar observaciones científicas y comprobar técnicas de geología, gravimetría y meteorología eran objetivos secundarios. “Nunca se trató de algo personal: lo hicimos por la patria. Si la patria era soberana de La Quiaca al Polo Sur, había que ir al Polo Sur”, confesó. Para el coronel de caballería Jorge Edgard Leal, líder de la expedición, había una pretensión patriótica en una gesta que evidencie “la capacidad argentina de alcanzar todos los rincones de lo que considera su territorio soberano” para ocupar, dominar y administrar hasta los últimos reductos del espacio nacional.
En los preparativos, se dedicaron a estudiar las vías de acceso, las condiciones del terreno, la mecánica del asalto, los instrumentos y recursos a utilizar, contemplar las inclemencias y los imprevistos, planificar una base secundaria de operaciones para el almacenaje de víveres y combustibles. Eligieron el vestuario, el equipamiento, las provisiones y los vehículos: trineos de arrastre, dieciocho perros, seis tractores snowcats nuevos comprados en Alaska, acondicionados con mejoras en calefacción y dotados de herramientas funcionales a la epopeya.
Iban a penetrar en un mundo desconocido. Leal lo describió en un relato íntimo como “una tierra en donde se enseñorea una naturaleza hostil –la más fría y tempestuosa del planeta- reacia a los hombres, perros y máquinas y donde las tormentas polares y las interferencias magnéticas anulan las comunicaciones y afectan los instrumentos volviéndolos inexactos e influyendo, por lo tanto, en la inteligente confianza que el hombre debe depositar en los mismos. Un lugar donde los lubricantes se convierten en sebo y los metales se cristalizan, donde las mejores aleaciones se quiebran al desintegrarse la materia”.
No había itinerario, no había ruta, no había antecedentes. Nunca nadie había recorrido más que ciento veinte kilómetros hielo adentro. Lo llamaron la “operación noventa” porque tenía como objetivo conquistar la latitud noventa grados sur, el confín más austral del planeta y el destino de la campaña. En marzo partieron rumbo a los ochenta y dos grados de latitud sur, al pie de las primeras estribaciones de acceso a la alta meseta polar, precedidos por una patrulla de reconocimiento compuesta por cuatro hombres con trineo tirados por perros que días antes habían demarcado el camino con lanzas de caballería. En la Base Sobral, los expedicionarios se despidieron. Eran diez: un coronel, un capitán, cuatro mecánicos, dos topógrafos, uno encargado del patrullaje y otro de las comunicaciones. El sargento primero Guido Bulacio iba a ser uno de los mecánicos pero su guante se enganchó en el ventilador de uno de los motores y su mano quedó lastimada. Alfredo Pérez, que iba a permanecer en la base para la provisión de apoyo logístico y radioeléctrico, lo reemplazó en la misión del grupo de asalto.
El 26 de octubre de 1965 iniciaron la travesía. El operativo consistía en seis tractores en los que entraban hasta tres personas, capaces de llevar diez toneladas de arrastre, cargados de herramientas, combustible y provisiones, rumbo al vértice sur, inmersos en una escenario inexplorado, tramposo, solitario. Leal lo graficó en su diario íntimo como “una dilatada y blanca llanura que se va escalonando en inmensas plataformas de barreras de hielo y nieve”, en un suelo formado por “torvas y peligrosas grietas capaces de tragarse a una columna expedicionaria completa”.
Atravesaban el territorio virgen en una fila de ciento cincuenta metros de largo, con separaciones de hasta cuarenta metros entre vehículos. Pérez estaba acompañado por el sargento primero Domingo Zacarías, encargado de establecer comunicación con la Base Sobral. Iban en el último vehículo y su misión era quedar atento a que nadie perdiera nada por el camino. Cubrían cincuenta kilómetros por tramo con una velocidad restringida a diez kilómetros por hora. Cada día y medio se detenían a reportarse con la base. “Mientras manejábamos comíamos galletitas con paté, cosas de ese estilo. Recién cuando completábamos el tramo nos deteníamos, armábamos la carpa y hacíamos una comida firme”, recordó Pérez en diálogo con La Nación.
No había camino. Todo era una revelación, un campo sin descubrir. Debían escudriñar el horizonte para inventar una ruta. El objetivo estaba adelante y arriba, a 2.800 metros de altura. El máximo peligro eran las grietas, algunas escondidas entre los vientos y los suelos engañosos, con profundidades de hasta cuatrocientos metros. La hostilidad de la meseta antártica se personalizaba en las temperaturas de hasta sesenta grados bajo cero. “El frío te mata”, resumió Pérez cuando una vez, a mil quinientos metros de altura, su vehículo no respondía. Ocurrió el 28 de noviembre. Completó una cuadra y media en una hora. Cambió el carburador y nada. Las bujías y los platinos no presentaban deficiencias. La razón no era mecánica ni había capacidad humana de solución: la causa estaba en la inmensidad que lo rodeaba. Los sesenta grados bajo cero eran abrasadores y neutralizaban cualquier encendido provocado en un motor de explosión. “Tuvimos que quedarnos ahí esperando a que subiera la temperatura. Empezábamos a tomar la posición fetal que es el momento previo al congelamiento cuando vino el general Leal, nos despertó y nos mandó a hacer la carpa para pasar la noche. Un poco más y nos moríamos congelados”, relató.
Fue cuando entendió la ironía de su propia historia. A los mil quinientos metros de altura, la nieve desaparece. Lo que hay es una alfombra de hielo, el piso de un enorme glaciar. Rememoró su primer trabajo. A los doce años, en los veranos de 1947 y 1948 en su Morón natal, Alfredo Pérez ganaba cuarenta pesos por mes por cortar barras de hielo y venderlas en su barrio. Debió abandonar la escuela para contribuir en la economía familiar. Fue obrero y carpintero, pero regresó a completar sus estudios secundarios por intervención de su maestra. En la Escuela de Mecánica del Ejército “Teniente coronel Fray Luis Beltrán” encontró un oficio: egresó como cabo primero con diploma de mecánico motorista. Y dos décadas después de su primer trabajo, volvió al hielo.
No tenían experiencia en la altura, habían trabajado siempre en el llano y sus esquíes estaban hechos para operar en la nieve. “En un momento se terminó la nieve y empezó el hielo de un enorme glaciar donde tuvimos que recorrer alrededor de veinte kilómetros en una superficie muy difícil por lo dura y resbaladiza. No teníamos experiencia de andar en el hielo con trineos y tampoco con vehículos snowcat. De los veinticinco trineos que iniciaron el viaje llegaron solo cinco. Se rompieron por la dureza del hielo. No estaban hechos para esa superficie. Fue un momento muy angustioso porque si no podíamos llevar el combustible que teníamos debíamos volvernos”, contó en una nota publicada en Infobae y escrita por el periodista y escritor Claudio Negrete.
El 9 de diciembre habían quedado a veinte kilómetros de la base internacional Amundsen-Scott. Se cambiaron de ropa para llegar en mejores condiciones. Sabía que iban a sorprender a quienes estuviesen en ese umbral sur del mundo. El 10 de diciembre, tras una marcha de cuarenta y cinco días, el coronel Leal descendió del tractor para plantar la bandera en la nieve endurecida del vértice sur del país. Aunque el sol regara de claridad su llegada, eran las dos de la mañana porque según el radarista que los recibió el huso horario que utilizaban era el de Nueva Zelanda. “Se nos caían las lágrimas porque fue un esfuerzo de mucha gente. A nosotros nos tocó el final, pero hay otros que han batallado años para que esto se hiciese”, consignó Pérez, que recordaba con cariño el intenso abrazo que se dio con el topógrafo Oscar Moreno.
Un radar de los Estados Unidos detectó su júbilo. La base ubicada a tres mil metros sobre el nivel del mar se alertó por la presencia de un grupo de diez expedicionarios vestidos con un traje naranja, similar al que usaban los soviéticos en sus campañas. La operación noventa era secreta y consistía en visibilizar el interés por ejercer la soberanía nacional en cada latitud. Los argentinos tuvieron que convencerlos de quiénes eran y por qué estaban ahí. “En la base nos atendieron muy bien, no hubo ningún problema. Lo único que hicieron, que me sorprendió, fue que nos cobraron la comida: mandaron la cuenta a través de la embajada. Nos trataron con mucho respeto”, describió Pérez.
El 10 de diciembre de 1965 fue la primera vez que la bandera argentina flameó en el polo sur. “Había un mástil con banderas de otras naciones. Entonces fuimos, pusimos nuestro mástil e izamos nuestra bandera. Saludamos, cantamos el himno y dimos por finalizada la visita. Había que volver, nada más”, relató. Destinaron cinco días para reparar los trineos, antes de emprender el regreso. La vuelta, en bajada y por la misma senda que habían delineado, fue más rápida. En día y medio, hacían dos ciento cincuenta kilómetros, cuatro tramos más en comparación a la ida. Los controles de respaldo con la Base Sobral eran más espaciados, cada doscientos kilómetros. Tras recorrer casi tres mil kilómetros, arribaron a la Base Belgrano en la frontera de 1965, el 31 de diciembre a las 23:45. “¡Ahora podemos decir que el territorio que reclamamos como nuestro lo hacemos basándonos no solamente en razones jurídicas, geográficas o históricas, sino porque tenemos la capacidad suficiente para movernos en él como debe hacerlo quien es su dueño!”, gritó el coronel Leal.
Alfredo Florencio Pérez era el último sobreviviente de la primera expedición terrestre al límite sur del país. Murió el domingo 27 de octubre. Vivía en Villa Tesei. Tenía noventa años y decía que durante los primeros dos meses en la Antártida, muchos se quieren ir, pero al tercer mes ya están averiguando cómo tienen que hacer para volver.