El sueño de tener una “maquinita de hacer dinero”, una suerte de Casa de la Moneda propia, es algo que alguna vez en la vida todo ser humano acuna. Tal vez por eso, uno de los estafadores más grandes de la historia, Victor Lustig, el hombre que llegó a vender – no una, sino dos veces – la Torre Eiffel, tuvo tanto éxito cuando a principios de la década de los ‘20 del siglo pasado ideó una que “producía” billetes de cien dólares. Era un artilugio donde se ponía papel y salían unos billetes imposibles de distinguir de los auténticos, pero con un mecanismo de tiempo: sólo imprimía un billete cada seis horas.
Era en realidad una estafa. Aprovechando lo que demoraba la máquina en, supuestamente, hacer cada copia, Lustig metía adentro, delante del papel en blanco, tres billetes de cien dólares. Esa era toda su inversión y alcanzaba para que los potenciales compradores se convencieran después de la primera demostración. Efectivamente, a las seis horas, salía el primer billete de cien, y a las doce horas el segundo. Ese tiempo bastaba para hacer la operación. Vendió la máquina por 30.000 dólares a un grupo de compradores que decidieron hacer la inversión, aunque por la lentitud de la máquina demoraran en recuperarla. Una vez vendida, la maquinita demoraba otras seis horas en “fabricar” el siguiente billete y, para alegría de los compradores, salía otro de cien, que era el último verdadero que Lustig había puesto adentro. Después empezaba a “escupir” papel en blanco… eso sí, uno cada seis horas. Cuando los inversores estafados iban a buscarlo, Lustig ya se había esfumado.
Lo de Lustig era ingenio puro, porque jamás tuvo la habilidad ni se tomó el trabajo de falsificar billetes. Muy diferente es la historia del argentino Héctor Fernández, que sí se tomó el trabajo y lo llevó a un nivel de perfección que le valió que la propia policía lo apodara – no sin cierta admiración – “El Artista”. Pudo haber sido uno verdadero si se hubiese dedicado más a la pintura, porque en sus ratos libres también cultivaba ese arte, pero Fernández prefirió perfeccionar al máximo su otra habilidad, en la que invirtió muchos años de su vida.
“La falsificación es muy buena. Este hombre es un artista, de hecho también es pintor. Utilizaba tintas muy parecidas a la original, les daba el proceso de terminación con un aparato de su propia invención para que, al tacto, parecieran verdaderos. Y a cada billete le hacía un control de calidad final y lo pasaba por un detector”, lo describió una vez el inspector de la Federal Roberto Anauati después de detenerlo en 2005 en San Miguel, donde se le encontraron 260.000 dólares falsos de rara perfección.
Esa suma parece cambio chico si se la compara con los datos que han quedado registrados en los procesos judiciales que Fernández debió enfrentar: se calcula que en veinte años “fabricó” alrededor de cinco millones de dólares. Porque “El Artista” sí pudo cumplir el sueño de tener la maquinita propia. No una, sino varias y cada vez mejores.
Pollitos bailarines y billetes
Si se rastrea su pasado, queda claro que Fernández nunca tuvo la intención de tener un trabajo legítimo. En la década de los ‘70 se hizo pequeñamente famoso en el centro de Morón, que pronto debió dejar de frecuentar. Allí montó un puesto callejero donde vendía pollitos bailarines. Lo llamativo del caso es que los pollitos bailaban realmente al compás de los ritmos que salían de un radiograbador y hacían las delicias de los transeúntes, sobre todo de los más chiquitos, que les rogaban a sus padres que le compraran uno. Sin embargo, una vez que el pollito llegaba a la casa del comprador no repetía su danza, ni ninguna otra.
La estafa no demoró en quedar al descubierto. Debajo de la mesita donde los pollitos bailaban en el puesto callejero, Fernández tenía un soplete encendido que calentaba la mesita metálica: los pobres animalitos no bailaban al escuchar la música sino que saltaban frenéticos para no quemarse las patas.
Por esos mismos años pintaba y vendía en la calle cuadros que él mismo pintaba y que no eran para nada malos, pero pronto descubrió que podía pintar algo mucho más rentable: billetes. Se dedicó a la moneda nacional de la época, que reproducía en un taller que había instalado en los fondos de su casa. Lo detuvieron, no porque los billetes falsos tuvieran muchos defectos sino porque falló al hacerlos circular. Cayó preso durante la dictadura, lo que le valió ser torturado pero también una oferta: el comisario que lo detuvo le ofreció salvarse de la cárcel si trabajaba falsificando billetes para él.
Salió en libertad apenas recuperada la democracia y volvió a las andadas. Lo detuvieron en 1987 con dólares y australes falsos. La moneda alfonsinista era fácil de falsificar, aunque no valía demasiado y Fernández ideo un método que también requería una pequeña inversión: conseguía billetes verdaderos de baja denominación, les quitaba toda la tinta pasándolos por ácido y los “recreaba” pintándolos con el valor más alto que había en circulación. El papel moneda era auténtico, lo que hacía mucho más difícil descubrir la falsificación. Tan buenos eran esos billetes que, cuando se lo juzgó por esas monedas falsas sólo pudieron condenarlo por los dólares truchos pero no por los australes porque el Banco Central no pudo demostrar fehacientemente que era apócrifos.
Fue la segunda de sus cinco caídas en la cárcel.
Más que un puñado de dólares
“El Artista” no pasaba mucho tiempo entre rejas, porque las condenas por falsificar dinero no tienen penas demasiado altas y Fernández siempre prefirió perfeccionar su arte que ejercer la violencia. “Nunca usé un arma. Nunca maté. Pero enloquecía si los billetes no me salían perfectos. Estuve tres noches sin dormir en busca de la perfección. Aspiraba a hacerlos mejor que los verdaderos. Tenía que lograr engañarme hasta a mí mismo. Me agarraron siempre. El mejor falsificador es el que nunca fue descubierto”, explicó en una entrevista publicada con el periodista Rodolfo Palacios publicada en Infobae.
A principios de los ‘90 trabajaba a gran escala, como parte de una banda capitaneada por Daniel Bellini, el dueño del boliche “Pinar de Rocha”, uno de los más famosos de la época. Se dedicaron a los dólares: Fernández los “fabricaba” y el resto los hacían circular. Era un plan ambicioso, que incluía sacarlos de la Argentina y hacerlos circular por todo el mundo, incluso los Estados Unidos.
Los métodos del Artista seguían mejorando. Utilizaba técnicas de serigrafía, una máquina para transformar pasta de papel en papel moneda y terminaba sus billetes a mano: ponía la tinta brillante, imprimía el sello de agua, la faja de seguridad y hasta les daba un tratamiento químico especial al papel para que, al tacto, pareciera auténtico. Al final pasaba cada billete por un sofisticado detector de moneda falsa. Solo ponían a circular los que superaban esa prueba.
Cayeron por impaciencia, porque se pasaron de rosca al inundar la calle con los billetes falsos. Fernández terminaría reconociendo que solamente en 1991 fabricó unos dos millones de dólares.
Al cumplir su condena, trató de buscar otros rumbos. Se dedicó un tiempo a la pintura – casi siempre pintaba mujeres - y también a fabricar un avión ultraliviano en el fondo de su casa. Años después, al encontrarlo, la policía llegó a creer que pensaba fugarse del país volando en él con una valija llena de dólares falsos. Fernández les contestó que lo quería para salir a pasear con sus hijos.
Un final en soledad
Héctor Fernández volvió a caer preso dos veces más, en 2005 y en 2007 y después uno de esos encarcelamientos perdió a su mujer y a sus hijos. “Una tarde, cansada de verlo acurrucado con una lupa sobre láminas con billetes, su esposa le advirtió. ‘Esto no puede seguir así. Elegí: las máquinas o yo.’ El Artista no dudó: se quedó con las máquinas. Su esposa, según contaría él tiempo después, se fue con otro”, cuanta en una nota Rodolfo Palacios, quizás el periodista que más a fondo conoció al “Artista”.
Para entonces el tipo era famoso por sus reiteradas falsificaciones. No eran pocos los cronistas que querían entrevistarlo, pero pocos los que lo lograban. Hasta que se fue de la casa, la esposa de Fernández era la que atendía las llamadas telefónicas de los periodistas y les contestaba siempre con la misma fórmula: “¿Por qué no se dedican a entrevistar a gente honesta, a bomberos, a fileteadores o a enfermeras?”, les decía.
La última vez lo detuvieron por la traición de una amante que, además, aprovechó que estaba preso para robarle todos los cuadros, muebles y todo lo que se pudiera vender. “Ni el inodoro me dejó”, se quejaría después “El Artista”.
Héctor Fernández, “El Artista”, quizás el falsificador de dólares más perfeccionista del planeta, murió solo y en la pobreza en 2013. Ya no “fabricaba” billetes y sobrevivía vendiendo bombachas y calzoncillos en las calles del Once y hasta su propia ropa usada en ferias americanas. Siempre se negó a revelar los secretos de su técnica: “La fórmula muerte conmigo”, solía decir. Y se la llevó a la tumba.