“Los cuatro meses que la niña vivió fueron como una tormenta. Su mamá biológica, mi amiga, me decía: ‘Yo no la voy a tener, lo más probable es que termine en un hogar para discapacitados’. Le respondí que eso no iba a pasar jamás, que yo la iba a cuidar”. Y así lo hizo. A los 27 años, Estela enfrentó una situación extraordinaria. Fue una madre que no parió a su hija, pero la amó como nadie. Hoy, 28 años después, tras superar un largo duelo por quien no llevaba su sangre, pero sí sus abrazos sobre la piel, puede sentarse a contar la historia.
Amigas y vecinas
Estela nació en 1969. Nació en un pueblo del norte de la provincia de Buenos Aires. A los 18 años, se mudó a Buenos Aires para estudiar medicina en la UBA. Eligió la gerontología como especialidad. Trabajó en un hospital porteño hasta los 40 años y actualmente ha regresado a vivir en su ciudad natal, donde instaló un consultorio.
Cerca de su casa vivía una amiga íntima suya. Aún viven a metros de distancia. Y continúan su amistad. Su nombre, el de su esposo y el de sus hijos serán preservados. Tampoco habrá fotos de Estela y de la niña: lo acordaron entre ambas y se respetará. “Jugábamos en la calle, mi abuelo nos llevaba a la escuela todos los días”, recuerda. Cuando se mudó a Buenos Aires para estudiar, dejaron de verse con asiduidad, pero la relación continuó firme.
En 1996, su amiga, casada con un conocido en común, era madre de un niño y estaba embarazada de siete meses. Luego de recibirse de médica, y durante una de las visitas de Estela a su familia, su amiga la llamó. “La encontré destruida. Me contó que había ido a hacerse una ecografía de control del embarazo y que encontraron que la bebé —porque nunca le pudo decir ‘hija’— tenía una malformación, aparentemente en la columna. Esa ecografía la marcó profundamente. Desde ese momento, nunca pudo establecer un vínculo ni con el producto de la concepción ni con la criatura que nació. Que mi amiga no pudiera reconocer a su hija me provocaba sentimientos extraños”, relata.
No es, ni cerca, el único caso en que un embarazo no deseado puede perturbar a una futura parturienta. Aún hoy, después de tanto tiempo, a Estela le cuesta criticar lo que hizo su amiga: “Creo que ahora lo ve todo de otra manera, pero fue algo que no tenía mucha explicación, era un rechazo visceral. Lo único que pude hacer fue acompañar el embarazo. El de mi amiga fue el embarazo de una madre destrozada, que no sabía lo que le iba a pasar ni lo que quería hacer. Además, ella no decía nada; el último mes casi no habló. Nunca me explicó por qué tuvo ese rechazo, pero tenía una angustia terrible. Era una situación desesperada, algo que no pudo sostener. No sé si por su familia, por la sociedad, por el hijo sano que tenía. Yo no la puedo juzgar, solo cuento lo que viví”.
A finales de 1996, la niña nació. Estela no pudo estar en el parto, que fue por cesárea en un hospital de Buenos Aires: “Salió del útero y la llevaron al quirófano para colocarle una válvula en el cráneo. Hoy, con la patología que tenía, cualquiera podría vivir sin problemas. Pero en ese momento, aquello la transformó en una chiquita de mal pronóstico. Todo el mundo esperaba que muriera en neonatología y no murió; que muriera el primer mes, y no sucedió…”.
Durante su estancia en el hospital, señala, la madre biológica nunca fue a ver a la niña a neonatología. No le llevó ropa, ni le dio el pecho ni una mamadera. “La vestían con la ropa que tenían allí, la que deja la gente en neo”, cuenta.
A los diez días, la bebé evolucionó bien. Los médicos comenzaron a gestionar su alta médica. La madre llamó a Estela: “Estaba desesperada porque le iban a dar el alta. No quería. Entonces le dije: ‘Deciles que sí, que se la den, que yo te voy a ayudar’”.
Un milagro de amor
Una tarde, el día anterior a que dieran el alta a la bebé, Estela fue al hospital en el horario de visita de neonatología. Cuando salió una enfermera, la encaró: “Soy amiga de la mamá, quiero que sepan que soy médica y que la niña va a estar asistida y se seguirán los protocolos necesarios, aunque ustedes vean que la mamá no está en condiciones”.
La enfermera la hizo pasar para hablar con el médico de terapia. Estela le contó lo mismo, pero agregó: “Disculpá, lo único que quisiera es conocerla, porque nunca la vi”. Sabía de su existencia y todo lo que le pasaba, pero no la había tenido frente a ella.
Entonces, en ese instante, ocurrió un milagro de amor. Algo que le cambió la vida a una niña enferma, cuyo destino de desamparo parecía sentenciado. El resto lo hizo esa chiquita, con sus escasas fuerzas: con una sola mirada a los ojos, hizo nacer a una madre.
“La enfermera, con una rapidez impresionante, la sacó de la incubadora, la vistió con una mantita y me la puso en los brazos. Ese fue el momento en que creamos un vínculo de amor tan puro, tan íntimo, que nunca más nos separamos”, cuenta emocionada.
Estela resume, en una frase, esa unión que fue para siempre: “Siempre digo que fui mamá de una hija que no parí”.
Adiós
La niña murió en marzo de 1997. Vivió cuatro meses. Para Estela, “fueron cuatro meses de felicidad que solo puede dar un hijo con su sonrisa y sus miradas cómplices. Eso que hace a la intimidad de una madre con un hijo”.
Durante ese tiempo, Estela tuvo que proteger a la beba. “De entrada la llevamos juntas a su casa. Fue la primera vez que me tomé una licencia sin goce de sueldo en el hospital donde trabajaba. Prácticamente me fui, porque obviamente yo no podía justificar una licencia por maternidad. En ese momento, esas cosas no existían. Hoy, felizmente, las cosas son distintas”.
Apenas llegaron, se dio cuenta de que la beba no podría estar allí: su madre biológica estaba con una profunda depresión post parto, fuera de sus cabales y sin saber lo que hacía. “Le puso el pañalito de recién nacida en la cabeza. Se lo retiré de la mano y ella me dijo: ‘No sé lo que me pasa’. Estaba mal psicológicamente y humanamente. Pero, a ver, no sé que sucedió con ella entonces, pero hoy, casi 30 años después, es una excelente persona”.
La hija que no parió
De inmediato, Estela se la llevó a vivir con ella. “La traje a casa, donde volví a vivir hace un tiempo. En ese momento aquí vivían mi abuela, mis padres y mi hermano. Nosotras íbamos y veníamos a mi departamento de Buenos Aires, porque yo tenía que aparecer por el hospital también”.
Se hizo cargo de todo. Le compró ropa, se encargó de estimularla, de “darle la calidad de ser humano que tenía, sacarla a la calle, hacerle upa”. El neuropediatra, cuando le dieron el alta, le pidió que la llevaran a control en una semana, siempre y cuando no aparecieran signos de alarma. “Cuando fui con ella, me dijo: ‘Ah, es otra criatura, está hecha una reina’. Y le respondí: ‘Es una reina’. Siempre le dije así, hasta el último día de mi vida será mi reinita”.
A veces, Estela llevaba a la niña a la casa de la madre biológica para ver si podían formar un vínculo. “Tengo algo muy grabado. Yo quería ver si la mamá se acercaba porque me decían que la dejara, que tenía que aceptarla. Pero la dejé y me llamaron enseguida porque la nena no paraba de llorar. Les dije que iría en un rato, pero mi abuela, que escuchó la conversación, me dijo: ‘No, andá ahora’. En la casa de mi amiga ni tocaba el timbre para entrar. Y cuando aparecí, la beba dejó de llorar. El padre me dijo: ‘Me parece que te reconoce a vos como madre’”. La amiga estaba casada, pero el esposo, según Estela, “era alguien a quien le costaba mucho opinar, llevar la situación. Tampoco sabía bien qué hacer. Y bueno, dejó de llorar y le dije: ‘Mirá, yo me la llevo’”.
En esos cuatro meses compartidos, Estela recuerda que el neuropediatra decía que era “impresionante” cómo había cambiado la bebé. “Fue solo amor. No hubo otras terapias más que cuidados”. Su hermano se mudó con ella al departamento de Capital. Cuando ella debía ir trabajar al hospital, él se encargaba de la niña.
De su relación con la beba, se acuerda de algo más: la frase “citocromo P450″. “Tenía que dar una clase y lo repasaba en voz alta. Cada vez que leía ‘citocromo P450′, ella se reía. Esa sonrisa no la voy a olvidar nunca. Si me preguntan algún día qué es lo que más recuerdo de medicina, va a ser ‘citocromo P450′”.
El adiós
En abril, la bebé empezó con mocos. Por su condición, le pidieron a Estela que le hicieran una tomografía de control. Fue con la madre biológica para hacer los trámites. “A los niños, para una tomografía, hay que sedarlos. Entré con nena en brazos y se la entregué a la técnica. A los 20 minutos, la técnica nos dijo: ‘Chicas, la bebé tuvo un paro en medio de la tomografía y estamos haciendo todo lo posible para sacarla’. Y se fue. Había un tacho de residuos en la sala y le pegué una patada. Me puse como loca y dije: ‘Se murió’. Sabía que en diez minutos nos dirían que no habían podido salvarla. Y así fue… Eso es lo terrible de saber, a veces”.
“Materné a una hija que no parí, la entregué viva para un examen y me devolvieron un cuerpito muerto”, relata como si hubiera sucedido ayer.
Regresó al pueblo con el cuerpo de la niña “a upa”, dice. Hicieron un velatorio muy privado: “Estábamos solo su madre biológica y yo”. Al día siguiente la enterraron. “No quise que le arrojaran tierra con una pala. Me adelanté, me puse de rodillas y con las manos tiré tierra hasta cubrir el ataúd”.
A partir de ese momento, Estela sintió que “solo podía esperar morirme, porque había muerto algo mío. Fue mi hija, sin parirla”.
Amores para sanar
Dos meses después, mientras salía del Hospital donde trabajaba, distraída, mal de ánimo y con todo el dolor a cuestas, se tropezó con “el hombre más lindo y bueno del mundo. Me lo envió la niña. Sin él no habría podido seguir viviendo. Son esas cosas que no tienen explicación. Me lo llevé puesto y no nos separamos más”, asegura.
Desde que se conocieron, Estela le habló a su pareja del impacto que había tenido la criatura en su vida. Se casaron en 1999. El hombre, varios años mayor que ella, falleció hace poco. Pero antes, lograron formar la familia que siempre soñó.
“Él me cuidó mucho. Desde que nos casamos, quisimos tener hijos, pero no podíamos. Hicimos tratamientos aquí y en Estados Unidos. Empecé terapia, algo que debería haber comenzado luego de la muerte de la beba., porque ahí descubrí que tuve un duelo patológico, ya que no podía asumir su muerte. Creía que si quedaba embarazada, lo que viví con ella se iba a borrar”, sostiene.
Asistió a las reuniones del grupo Renacer, donde acuden padres con hijos fallecidos. “Me sentía bien. Me sentía cómoda. Pude explicar lo que me había pasado, ahí podía decir que había tenido una hija que no parí. Volví a hacer terapia y descubrí que había tenido una hija, que había maternado y que debía hacer el duelo porque había muerto. Cuando lo asumí, a los tres meses quedé embarazada”.
Tenía 43 años cuando nació su hijo, hoy en edad escolar. “Ahora tengo un niño al que abrazo con los dos brazos y otra que abrazo con el corazón. Siempre está ese vínculo que forjamos cuando me la dieron por primera vez en el hospital, es lo que siento”.
No juzgar
Unos años después de la muerte de la bebé, su amiga quedó embarazada otra vez, y en esta oportunidad —como con su primer hijo—, fue una madre amorosa. Los caminos de la mente muchas veces son caprichosos. Y crueles.
Estela nunca juzgó a la madre biológica de la niña. La relación con ella continuó. “Al principio me costaba mucho, me era difícil, pero no desde el rencor, ni desde el enojo. Yo me quedé en Buenos Aires mucho tiempo, pero venía a mi ciudad a pasar las fiestas y estábamos siempre cerca. Yo la quiero y es mi amiga. Hace cuatro o cinco años hice un posteo con una foto mía y de la beba diciendo que la abrazaba con el corazón porque no podía hacerlo con los brazos. Al instante, me llamó en una crisis de llanto y me dijo: ‘No sabés lo que vos fuiste para ella’. Creo que ella no supo lo que fui para la nena, pero yo siempre lo supe”.
La conclusión de la Lic. Valeria Schwalb
La realidad puede ser más sorprendente que la ficción. Los seres humanos tenemos la capacidad de enfrentar y superar incluso las situaciones más difíciles. Existen relatos que serían perfectos para guiones cinematográficos, que la audiencia podría considerar increíbles si supieran que son hechos reales.
La forma en que cada persona reacciona ante experiencias traumáticas es única. Aunque podemos suponer cómo responderíamos ante una adversidad, no podemos predecir con certeza si nuestra estabilidad emocional será capaz de resistirlo, como imaginamos.
El nacimiento de un hijo con problemas de salud y en riesgo puede ser aterrador para cualquier padre. Algunos, debido a sus propias limitaciones, pueden no soportar la presión, lo que puede derivar en una crisis de identidad que les impida establecer una conexión. Amar a un hijo implica asumir la responsabilidad de la función parental, que abarca el acto de proteger, cuidar, educar y atender las necesidades del otro.
Así como hay madres que pueden experimentar rechazo debido al miedo al sufrimiento, hay otras que están dispuestas a darlo todo, incluso por hijos que no son biológicos. El amor por un hijo adoptivo es un sentimiento indescriptible. Cuando este hijo enfrenta la muerte, los padres también tendrán que lidiar con el duelo y sentirán el dolor que conlleva esa pérdida.
Los duelos pueden volverse complicados si se ignoran con el tiempo, ya que pueden afectar nuestra salud y obstaculizar nuestro desarrollo personal. Incluso pueden influir en la fertilidad y en el deseo de ser padres. Además, pueden generar intensos sentimientos de culpa y una sensación de no merecer lo que se ha perdido.
Abordar el duelo desde el principio puede aliviar el sufrimiento y permitir que la persona que lo vive aprenda del dolor, convirtiéndolo en una fuente de fortaleza. Sin embargo, postergar este proceso puede dejar nuestras vidas estancadas, acumulando más pérdidas.
Incluso un duelo patológico puede sanarse con la ayuda de profesionales, brindando a la persona nuevas oportunidades. Es crucial buscar la asistencia de expertos ante situaciones tan difíciles, cuidando siempre el estado vulnerable de quien está sufriendo.
La Lic. Valeria Schwalb es psicóloga especialista en duelo y resiliencia (MN 358 67) @resilienciaenred