Es martes, son las tres y media de la tarde. Nos encontramos con Lala en la puerta del Hospital Moyano. Estamos cargadas; tenemos una bolsa con dos gaseosas grandes y ocho budines, además de varias cajas con libros. Recibimos muchas donaciones para armar una biblioteca que también nos donaron.
Atravesamos el parque lleno de árboles y canteros y subimos las escaleras que llevan al servicio San Juan. Como cada martes que vamos, Susi nos ve venir y nos pregunta: “Ustedes son del taller de escritura, ¿no?”. Hace cuatro meses que vamos y sabe nuestros nombres, pero siempre nos hace la misma pregunta, sentada en una silla desvencijada mirando hacia la escalera, a la hora exacta a la que vamos.
Nos acomodamos en el comedor, un salón enorme con paredes blancas, cartulinas pegadas, un cartel que reza “Bienvenida primavera”, un par de ventiladores de techo que remueven el aire caldeado, palomas que merodean, ventanas con rejas y un televisor encendido siempre a todo volumen.
Antes de arrancar, el ritual es siempre el mismo: hay que ir a buscarlas habitación por habitación porque, excepto Susi, la mayoría están recostadas o durmiendo.
Caminamos por los pasillos largos y anchos. Golpeamos la puerta de las habitaciones y entramos. Cada habitación tiene cuatro camas y cada cama tiene alrededor todas las pertenencias de cada una de ellas, apiladas y amontonadas. Las despertamos y les decimos si quieren sumarse al taller. Algunas nos dicen que no, que se sienten mal, que están cansadas, que no tienen ganas. Otras se levantan y se van sumando. Una de ellas, Elena, se acerca con su andador. “¿Cómo andan chicas?, ¡Qué hermoso verlas!”. Juntamos las mesas esparcidas por el comedor, traemos sillas desparramadas por todo el lugar, y se van sentando.
Carmen nos ve y nos abraza: “¡Hola, mi amor, te quiero tanto!”, nos dice. E inmediatamente: “¿Me trajiste cigarros?”. Le damos sus cigarrillos y nos devuelve una sonrisa enorme. Le decimos varias veces que no fume en el salón, que vaya al pasillo. Se contiene un rato hasta que no puede más, sale y fuma varios al hilo.
Abrimos las gaseosas y les servimos. Una de las primeras veces que fuimos nos dijeron si podíamos llevar de naranja y de pomelo, para que no sea todo tan dulce.
Sacamos los budines y los cortamos con unos cuchillos de plástico que conseguimos por ahí. Ellas empiezan a comer y los elogian, dicen que son riquísimos, bien caseros. Comen con voracidad. Les contamos que los cocinó una chica especialmente para ellas, que los donó como parte de la colecta que estamos haciendo. Algunas se acercan y se sientan a comer, pero no participan del taller.
Les hablamos de las donaciones que recibimos para la biblioteca. Les preguntamos si leen, si les gusta leer. Unas pocas nos dicen que sí, pero varias nos cuentan que no pueden leer porque no tienen anteojos de ver o porque no pueden concentrarse por la medicación que toman. Les decimos que vamos a hacer una colecta para conseguirles anteojos, pero que tienen que ir al oculista antes.
Después les pedimos que escriban en un papel un nombre que les gustaría que tuviera la biblioteca. Vamos a poner todos los papelitos en una bolsa y vamos a sacar uno. Piensan y escriben. Algunas dicen los nombres en voz alta antes del sorteo: “Biblioteca Presidente Arturo Illia, porque es el único presidente argentino que no robó”, dice Susi, orgullosa.
Una vez que están todos los papelitos en la bolsa, mezclamos, sacudimos y sacamos uno. Leemos. “Biblioteca El Despertar”. “¡El mío!”, grita Elena, “¡qué emoción!”.
A Elena la conocimos la primera vez que fuimos a visitar el Hospital en diciembre del año pasado, antes de arrancar con el taller. Es una mujer de alrededor de setenta años con una historia muy particular. Fue psicopedagoga en una época donde esa carrera no era tan conocida y, a lo largo de su vida, ejerció con gran dedicación. Viajó por el mundo, trabajó en Francia y en República Dominicana, y hasta tuvo su paso por el Hospital Moyano. Pero ahora está del otro lado. Ingresó al Hospital durante la pandemia, después de un episodio muy duro en su casa: intentó tirarse del balcón. Estaba muy sola, algo que suele ser un denominador común entre las pacientes del Hospital; muchas están aisladas y con pocas redes de apoyo. Elena ya conocía el servicio del Moyano y decidió confiar en el hospital como una alternativa. Ahora sigue bajo tratamiento, esperando con ansias el alta. A pesar de todo, sigue siendo una de las pacientes más activas, y lee y escribe mucho. Como no siempre puede ir a las clases presenciales por su estado físico, le armamos ejercicios especiales que puede hacer desde su cuarto, incluso desde la cama. Eso no la detiene, sigue involucrada de lleno en el taller, que parece ser una de sus grandes motivaciones. Lo que más nos impacta de Elena es su energía para seguir adelante, a pesar de todo lo que atravesó. Es un claro ejemplo de cómo la lectura y la escritura pueden ser poderosas herramientas para sanar. Su escritora favorita es Clarice Lispector, a quien admira profundamente y a quien considera “la mejor escritora del mundo”. La historia de Elena inspira no solo por su resiliencia, sino que deja una huella importante en el Hospital y en nosotras, cada vez que vamos.
Ese día, damos por inaugurada la Biblioteca El Despertar del Servicio San Juan del Hospital Braulio A. Moyano.
Rosa va hasta el cuarto y nos trae un regalo, El Libro de Mormón. “Para ustedes, que les gustan los libros, este es la biblia de mi religión”, y nos cuenta que pasa mucho tiempo en la iglesia que está adentro del hospital, “para rezar, pedir pero también para agradecer que estamos vivas”.
Después hacemos un ejercicio. Ponemos una playlist de cumbia y les pedimos que escriban la frase: “Suena una cumbia”. Varias se entusiasman y subimos el volumen del parlante. Roxana dice: “Odio la cumbia, no pienso escribir nada”, y se cruza de brazos en señal de protesta. “¿Qué música te gusta?”, le preguntamos. “La música clásica, yo fui pianista de joven”. Dejamos pasar un par de temas de cumbia y ponemos Chopin. Ella cierra los ojos y hace la mímica de tocar el piano, y se queda así un rato, moviendo los dedos, transportada por la música. Después los abre y se pone a escribir sobre su juventud como pianista.
Mientras tanto, Carmen dibuja flores y escribe sobre el tallo y los pétalos. Apenas termina, nos pide leer. Pero Carmen no lee; Carmen recita y canta, una mezcla de tango con bolero. Termina y hace una reverencia para recibir los aplausos. Cuando volvemos a poner cumbia, la saca a bailar a Lala.
En un momento, una voz masculina interrumpe. “¡A tomar la merienda!”, grita un enfermero. La merienda consiste en un té con leche aguado con unos panes adentro de un chango de supermercado. Varias prefieren seguir con los budines.
Hacemos otro ejercicio. Les pedimos que piensen en alguien a quien extrañen y quieran ver, y que le dediquen una carta o escriban lo que quieran. Cuando terminan, hacemos una ronda de lecturas. Analía lee sobre sus hijos, que la separaron de ellos y que solo los ve cuando los llevan de visita. Estela se quiebra cuando nos cuenta que tuvo que dejar a su gatita con gente que no conocía y que no sabe cómo está, que necesita salir del hospital para volver a verla y cuidarla. Les agradecemos por compartirnos sus historias, tratamos de darles aliento, de decirles que van a salir y se van a reencontrar con sus afectos. Pero la realidad es que algunas están ahí hace muchos años y no tenemos idea de qué va a pasar con cada una de ellas.
Para cerrar el encuentro, les damos una última consigna, con una frase disparadora: “Soy libre de…” Rosa escribe y nos lee: “Soy libre de correr hacia donde quiera. Ser libre está en uno, en el interior de uno mismo, aunque estés en un hospital o en la cárcel siendo inocente. Como Mahoma, que estuvo veinte años preso en la India y rezaba. Él era pacifico. Así debemos ser todos: pacíficos en este mundo cruel”. Aplaudimos y terminan de leer todas, siempre textos muy breves, de no más de tres o cuatro oraciones.
Después ordenamos todo y les dejamos tarea: que agarren un libro de la biblioteca, lean lo que puedan, elijan una frase que les guste y la anoten en sus cuadernos para usarla la clase que viene. Susi se levanta, agarra un libro y anota. “Así ya hago la tarea y no me olvido”, dice. Después se sienta en el pasillo, mirando a las escaleras, en la misma posición que cuando llegamos.
Nos despedimos y les decimos que volvemos en dos semanas.
“¿Van a volver? ¿Van a seguir viniendo o van a dejar de venir en algún momento?”, pregunta Luciana antes de que nos vayamos.
“Vamos a volver, no vamos a dejar de venir”, les decimos, con la intención de seguir viniendo, de sostener el taller lo más que se pueda, y con la ilusión de llegar algún martes a la tarde y encontrarnos con que alguna de ellas se fue de alta para reencontrarse con sus afectos y con su vida afuera.
* Los nombres fueron cambiados para respetar la privacidad de las mujeres. Las autoras son las docentes de “el Cuaderno Azul” (@elcuaderno.azul), un taller de escritura creativa que funciona hace diez años y tiene sedes en la Ciudad de Buenos Aires, Rosario, La Plata y Montevideo. Recientemente se asoció con La Huella Empresa Social (@la_huella_empresa_social), una asociación de inclusión social y laboral para personas en situación de internación del Hospital Borda. Están recaudando fondos para poder sostener el taller y comprar cosas que se necesitan.
Para colaborar:
Banco Credicoop de La Huella - Empresa Social
Alias: SABLE.OLOR.RUTA
CBU: 1910006355000603159750