El fuego arrasador en medio de las sierras cordobesas lo estaba devorando todo. Allí, Valeria Torres cumplía tarea con el cuerpo de Bomberos Voluntarios Los Hornillos, Regional 11. Hacía cerca de un año se había convertido en madre y mientras se concentraba en sofocar las terribles llamas, no dejaba de pensar en Guadalupe, su beba.
En ella habita una pasión incontrolable por esa labor,que se despertó cuando apenas tenía 10 años, en el mismo instante en que un hombre de mameluco naranja y casco se paró frente a sus ojos. “Hace 23 años que soy bombera”, cuenta la heroica mujer de 39 años. Orgullosa, agrega: “Soy mamá de Guadalupe, de 19 años, que es estudiante de Medicina; y de Eric, de 17, que está estudiando para ser bombero. Espero ansiosa el momento de tener que salir con él”.
Sergio, el marido, también es bombero; al igual que el hermano y Juan Daniel, sobrino de Valeria. “Cuando lo conocí, me lo contó y no podía creer la casualidad. Yo le conté que me había anotado en el cuartel para empezar a estudiar la carrera... ¡Eso le gustó! Porque cuando sos parte de este mundo, con el tiempo te das cuenta de que sería imposible hacerlo sin el apoyo y compañerismo del otro miembro de la pareja”, destaca la importancia de compartir el amor por el servicio.
La vocación
“Cuando era chica, en esta zona de Córdoba era habitual hacer un fogón durante las celebraciones de San Pedro o de San Pablo: la gente podaba y quemaba las hojas y las ramas secas. Como en mi casa teníamos cañaveral, todos los años después de la cosecha, con Daniel, mi hermano mayor, quemábamos las cañas que no podían usarse. Pero en 1997, cuando se creó el cuerpo de bomberos en Los Hornillos, ellos empezaron a realizar campañas de prevención de incendios forestales: explicaban por qué no podían hacerse esas fogatas y el riesgo que causaban. Yo tendría unos 12 años. A la mañana siguiente, con mi hermano quemamos las cañas que habíamos juntado y al rato cayeron los bomberos... ¡Quedamos mudos! No por el susto sino admirados al verlos con esos uniformes, el mameluco color naranja, con el casco y con todo. En ese momento, sentí algo tan grande dentro de mí que no podía explicarlo, pero supe que yo quería ser una de ellos”, resume el segundo en que ante ella todo cobró otro sentido. Nunca más volvió a quemar cañas.
Fue tal el impacto de ese día, que tanto Valeria como Daniel se prometieron hacer todo lo necesario para ingresar al cuartel. “Cuando cumplí 16 años y abrieron las inscripciones, me anoté. También lo hizo mi hermano y cursamos juntos: en el 2003 nos recibimos de bomberos. Desde ese momento, combatimos muchos incendios. Después, él se cambió de cuartel porque se mudó a Villa de Las Rosas, pero yo sigo en Los Hornillos”, cuenta.
En agosto de 2007 —ya siendo madre de Guadalupe— vivió su primera experiencia aterradora combatiendo el fuego. “Se quemó una parte de las sierras en Los Hornillos y me tocó subir a la montaña. Lo que más recuerdo es el cansancio que sentí subiendo con la mochila de 20 kilos, más el peso del traje. Pese a todo lo que vivimos en ese momento (porque llevó una semana sofocar el fuego), la experiencia me encantó. Después, claro que llegó el cansancio físico”, admite y suspira. Como sucedió incontables veces, cuando la valentía humana no fue suficiente ante la magnitud del siniestro, la lluvia llegó y con ella la calma...
En estos años, siguió con sus labores y formó parte de los equipos de apoyo que Los Hornillos envió a combatir las llamas en los incendios que se desataron en otras zonas de Córdoba. “Como cuartel fuimos a colaborar con nuestros compañeros de San Javier, La Paz, Salsacate y Mina Clavero. Fuimos parte de los equipos de los últimos incendios, que dejó consecuencias tan lamentables”, agrega y la mente la lleva a una postal desoladora.
“Era 2019 y un siniestro desatado en Cura Brochero llegó al sector conocido como Ojo de Agua. Fue uno de los que más daño produjo y el que más tiempo demandó para apagarlo: más de 18 días ... El panorama era desgarrador: se perdió un montón de naturaleza, de flora autóctona, y murieron muchos animales. ¡Fue un desastre! Ver todo eso te llena de pena e impotencia, sabés, porque a veces no podés hacer más..., porque la mayoría de estos incendios son intencionales o se producen por descuidos... Y entonces, estás ahí en medio de las llamas y no entendés que siga sucediendo, porque pudo evitarse”, reniega apenada y recuerda que, aproximadamente, en 2007 se inició el Plan de Manejo del Fuego.
En medio de ese dolor, Valeria creció como profesional y persona. Dice que nada de lo que hizo hubiera sido capaz de realizar sin contar con el incondicional apoyo de las dos personas en las que más piensa en medio de la vorágine: Guadalupe y Eric. Son su cable a tierra, su estandarte y, agradecida hasta las lágrimas, asegura que para ella son el motor de su vida.
La maternidad
Teniendo tan inserta en su alma la pasión por la tarea que desempeña, no le fue fácil dividirse en dos: ser una bombera zagas y eficiente; y ser la mamá, que trabaja como empleada doméstica para hacerse unos pesos y compartir los gastos de la casa con su pareja, electricista matriculado e inspector de Tránsito.
“Si no te das cuenta, podés dejar de lado todo por esta tarea. Pero hay que detenerse y ver qué es lo más importante, si no empezabas a dejar de lado a la familia”, reconoce la también dueña del emprendimiento de alfajores de maicena, panadería y pastelería Antojitos.
Acongojada, recuerda que cuando sentía que empezar a decir que no acudiría a cada llamada de la sirena era difícil, hubo un quiebre y todo se acomodó. “Cuando Guada era chica bailaba árabe. Una tarde, en la que ella tendría 9 años, todo el grupo de danza bailó en el teatro de Mina Clavero y toda la familia nos preparamos para acompañarla. Cuando estábamos ya listos para salir, sonó la sirena... ¡No me olvido más! Ella me miró de una manera, que ahora lo recuerdo y se me eriza la piel... Me puso ojitos tristes y preguntó: ‘¿Mamá, te vas a ir o venís conmigo?’... Ahí me di cuenta de que ella me esperaba, que me estaba esperando y que deseaba que estuviera en sus momentos también... ¡Fuimos todos a verla! Desde ese día trato de estar siempre”, confía conmovida.
En ese tono, sigue: “A veces no nos damos cuenta, pero nuestros hijos están pendientes de nosotros, de lo que hacemos y de lo que no. Más allá de que mis hijos se criaron sabiendo que cuando suena la sirena salgo, o salimos con el papá porque somos bomberos desde antes de que nacieran, siempre están ahí esperando que esté, que estemos, para las fechas importantes. Y sobre esa situación que conté, íbamos en el auto para el teatro y nos cruzamos con el camión y mis compañeros arriba yendo al siniestro... No haber podido ir también generó algo interno..., pero elegimos también preservar a la familia”.
Cuando Guadalupe nació, en 2007, Valeria cumplía cuatro años como bombera y ya había participado de muchos operativos para sofocar incendios. A los pocos meses de nacida la beba, el deber la llamó.
“La dejé al cuidado de su madrina, Gloria, que ya falleció. Hubo un incendio tremendo en La Paz y fuimos con Sergio. Estábamos los dos en medio de las lomas, cerca de las sierras, fue un siniestro duro. Cuando tuve un poco de señal llamé a Gloria para saber cómo estaba mi hija, porque fue raro estar ahí y pensar todo el tiempo en cómo estaría mi beba. Me dijo que estaba todo bien, que se portaba muy bien, y me quedé tranquila. Seguimos hasta que nos tocó irnos. Cuando llegamos a buscarla, la mujer nos sentó a los dos frente a ella y nos dio un sermón... Lo recuerdo como si la escuchara: ‘¡Ahora tienen una niña! No pueden irse los dos juntos a un incendio. ¿Y si les pasa algo? ¿Qué hago yo con la nena?’, nos dijo.... Fue un llamado de atención y nos hizo reflexionar. Gracias a ella nos dimos cuenta de lo que estaba pasando y que eso era peligroso”, admite y agradece por esas palabras a tiempo, pero que en el momento fueron un balde de agua helada para la pareja.
Volviendo a esos primeros años como bombera y madre, Valeria revive los momentos más peligrosos. “Fueron muchas las ocasiones en que cambió el viento y tuvimos que correr porque las llamas se nos venían encima. Literalmente, nos pisaban los talones. Nos pasó a Sergio y a mí juntos. Después del sermón de Gloria y del susto que nos dimos, decidimos comenzar a salir una vuelta cada uno, y que eso iba a depender de dónde fuera el siniestro. Así, a él le tocó colaborar en los incendios de Villa Carlos Paz o a Villa Icho Cruz, y yo me quedé en casa”, cuenta.
En 2010, ya como mamá de dos, junto a su compañera y su actual jefa en el cuartel, Daniela, vivió un momento en que la muerte le tocó la espalda. “Fue durante un incendio en Villa Dolores, en la zona donde ahora está el aeropuerto y que antes era todo monte. Allí siempre se quemaban los campos. Fuimos con Daniela y cuando aún estábamos en el camión tuvimos que dejar todo y saltar un alambrado porque el fuego avanzaba sobre nosotras. Nuestro camión quedó todo achicharrado en un costado y el fuego nos obligó a correr. Sentimos el calor de las llamas ardiendo en nuestras espaldas”, relata con detalles la dramática situación.
Este episodio también la llevó a reflexionar sobre los cuidados que debía tener. “Es verdad que todo es cuestión de tiempo, porque con el tiempo aprendí a evaluar cada situación, comprendí que no todos los incendios son iguales y que de todo se aprende: aprendí a cómo manejar cada situación. Yo soy Suboficial Principal y estoy a cargo de otras personas, entonces tengo que evaluar si podemos meternos en ese lugar o no, evaluar en qué estado está cada miembro del equipo, para saber si llegará bien hasta donde se desata el incendio, si está bien para trabajar o si ya está cansado... Son varias cosas a considerar”, explica.
En ese contexto, Valeria sostiene que hay actividades más tranquilas para realizar, pero fundamentales: “No todo se trata de apagar incendios. Una de esas tareas es hacer guardia de ceniza, que es de las más importantes porque es vigilar cuando se sofoca el fuego. Limpiamos todo para que no haya ninguna combustión que vuelva a activarlo, porque hay fuegos que tardan varios días en apagarse y consumirse completamente. Entonces, hay sectores a los que se pueden acceder con los camiones, pero hay lugares a los que hay que llegar a pie, como en el caso de las lomas y las sierras. Ahí es donde hay que cargar las mochilas de agua y bombas de espalda. Y cuando no hay agua arriba, se hace muy difícil el trabajo. Allí trabajamos también con las herramientas que llevamos y al terminar se inicia la guardia de ceniza”, revela.
El último siniestro enérgico en que trabajó fue hace cuatro semanas, en Salsacate; y otro más leve hace 15 días. “Ese fue un incendio que, por suerte, no llevó mucho tiempo. Habremos trabajado ahí unas cinco o seis horas para sofocarlo”, asegura.
Su tarea, al igual que la de su marido, son admiradas por su hija. “Guada ahora está estudiando Medicina, pero había empezado a cursar como aspirante de bombero. Cuando terminó la secundaria, quiso estudiar en San Luis, pero regresó y comenzó a estudiar para ser médica en Villa Dolores”, cuenta.
Orgullosa, dice qué hace Eric: “Él ahora está haciendo el curso de bombero y quiere seguir porque le gusta. En total son dos años de preparación y yo ya estoy muy ansiosa y no veo el día en que me toque salir con mi hijo... Sé que será una mezcla de todo, pero de emoción, sobre todo. Ya me tocó salir con Juan Daniel, mi sobrino, hijo de mi hermano con el que estudié esta carrera. Estuvimos juntos en el incendio de San Javier y trabajamos codo a codo. Esta profesión, que es voluntaria, se tiene que sentir y hacer con mucho amor. Como mamá, me da orgullo que mis hijos amen lo que hago. No puedo estar más que agradecida”, finaliza.