Cafetines de Buenos Aires: Saint Moritz, el sueño de viajar a Suiza y las mesas de Jorge Luis Borges y César Menotti

En el barrio de Retiro, la confitería conserva el nombre original y el piso en damero en blanco y negro. Las sillas son de un color similar al del cartel que dio origen a una nueva tipografía

Cerca de Plaza San Martín se erige un tradicional edificio del barrio de Retiro y en su planta baja la confitería Saint Moritz

La Confitería Saint Moritz funciona desde abril de 1959 en la esquina de Paraguay y Esmeralda. La fundó una familia suiza, pero a poco de abrir pasó a manos de un grupo de asturianos. La primera gran decisión fue mantener su nombre original, el de la exclusiva villa alpina donde esquía el jet set internacional. Por lo demás, una gran comunidad suiza habitaba el entorno. Ahí nomás, en la Avenida Santa Fe 846, entre Esmeralda y Suipacha, funcionaban las oficinas comerciales de Swissair, la línea de aviación de bandera suiza. También el célebre restaurante del mismo nombre. La Embajada de la Confederación Suiza —hasta la fecha— ocupa los últimos pisos de ese mismo edificio.

En otras palabras, funcionarios de ese país circulan por la zona desde siempre. Claro que no sólo helvéticos conforman la clientela de la confitería. Saint Moritz está emplazada en la planta baja de un edificio que es fiel exponente de una clase social que se estableció en Retiro desde principios del siglo XX. Quiero decir, no produce rechazo en el vecindario. Todo lo contrario, genera pertenencia. Su tamaño y estética armonizan con el entorno. Sin duda que el encantador llamador que invita a entrar al local está en su identidad comercial. Me refiero a la cartelería que se mantuvo sin alteraciones marketineras hasta el presente. Se desconoce al autor del cartel. Es un misterio entre las cafeterías de Buenos Aires. Probablemente haya sido encargado a un carpintero anónimo que a su vez subcontrató a un letrista. Quien haya sido, nos legó de una imagen inconfundible que integra el patrimonio cafetero porteño. La tipografía, por otra parte, sirvió a dos diseñadoras gráficas, Julieta Ulanovsky y Sol Matas, para crear un nuevo tipo de letra que tomó como referencia el cartel y fue bautizada en consecuencia: “Confitería”.

Por su localización —equidistante de la calle Florida y de la Plaza San Martín—, en los años sesentas y setentas barrió un área artística que incluyó numerosas galerías como: Bonino, Van Riel, Witcomb, Peuser, Di Tella, Velázquez, entre otras. Y sumó a la masa aspiracional de clase media que abarrotaba los cines de Lavalle y caminaba las cuatro cuadras de distancia hasta este showroom urbano del centro de esquí suizo montado sobre la llanura pampeana.

Los fundadores fueron suizos. Cuando cambió de dueños se mantuvo el nombre y los carteles originales

Hoy la Confitería Saint Moritz mantiene gran parte de su diseño original: el piso blanco y negro, en forma de damero, la antigua doble puerta, que permite mantener la temperatura interior y un exquisito mobiliario que incluye mesas con tapa redonda de mármol o cuadradas de madera lustrada más sillas acolchadas del mismo color que el cartel de la calle. En las paredes del fondo se lucen dos obras del artista Carlos Pfeiffer. Y en el resto del salón se exhiben fotos de dos vecinos y parroquianos ilustres: Jorge Luis Borges y el pintor Carlos Alonso. El fútbol, nuestra expresión más popular, también se expresa con elegancia dentro del salón. En la barra hay una vitrina con una vieja pelota de cuero firmada por Daniel Bertoni y César Luis Menotti. Y la mesa donde se sentó el Flaco hasta sus últimos días, dispone de una pintura del célebre DT más la iconografía que identificó al campeonato mundial de 1978.

Hasta aquí el retrato de una confitería del barrio de Retiro. Pero este domingo es el Día de la Madre y me parece oportuno recordarlas a todas a través de una experiencia vivida con la mía, con el telón de fondo de la Confitería Saint Moritz.

En 1970 yo era un niño de nueve años. Nuestra casa familiar quedaba en Banfield. Los viernes, por lo general, con mi madre y hermanos, tomábamos el tren Roca hasta Constitución, y luego el subte, para pasar a buscar a mi padre por su oficina y salir todos juntos de paseo. El desembarco en el Centro lo hacíamos en la Estación Lavalle de la Línea C. La costumbre se mantuvo inalterada hasta las vacaciones de ese mismo año cuando un viaje que realizamos en barco, con destino Río de Janeiro, rompió la rutina.

Desde 1959 en la esquina de Paraguay y Esmeralda, funciona la confitería que tiene nombre de una ciudad suiza, destino de lujo para esquiadores

Desde entonces, la estación de bajada pasó a ser la siguiente: San Martín. El ascenso a la superficie era por la Plaza San Martín, luego pasábamos frente a la Confitería Saint Moritz para continuar el recorrido hasta la esquina de Tucumán y Maipú. Allí nos deteníamos frente a la vidriera de la agencia de viajes EVES. La Entidad de Viajes de Estudios y Sociales (EVES) comenzó su actividad en 1928. Al momento de cerrar, en 2020, era la más antigua de la ciudad. EVES fue la empresa que organizó, en febrero de 1970, el crucero que nos llevó hacia el carnaval carioca. La pasamos tan bien que, al regreso, mis padres comenzaron a planear un desafío mayúsculo, viajar los cinco en avión a Europa.

Pongo en contexto. A principios de los setenta todavía había que ser una rama de los Anchorena para aspirar a tanto. ¿Pero qué fue lo que motivó el cambio de estación de subte? ¿Acaso no daba lo mismo bajarnos en Lavalle para caminar hasta EVES? La respuesta está en la Confitería Saint Moritz. Mi madre, de ascendencia suiza, siempre nos contaba historias idílicas de esa confederación de cantones. En el viaje en tren por el conurbano sur nos hacía cerrar los ojos mientras describía paisajes de las campiñas suizas que imaginábamos atravesar. Ya parados en la vereda de enfrente de la confitería nos decía: “Suiza es así”.

Yo me enredaba entre las curvas de la tipografía de la entrada para después mirar con atención hacia el interior y deducir que ese país de mis bisabuelos maternos debía ser tal cual: silencioso, de luz cálida y habitado por gente mayor. En ese sueño bucólico transcurrieron los primeros años de la década del ‘70. Pero vamos, las pretensiones de mis padres iban en sentido contrario a la situación económica del país.

El director técnico de la primera selección argentina en ganar un Mundial, César Luis Menotti, era cliente de Saint Moritz. Un cuadro y un afiche recuerdan cuál era "su" mesa

El 4 de junio de 1975 se produjo el Rodrigazo. El feroz ajuste embocó —con un arltiano cross a la mandíbula— a la clase media de un país que había crecido de manera consecutiva durante los once años precedentes. El recorte de gastos aplicado en casa se sintió fuerte. Las idas al Centro cambiaron de lógica. Y las caminatas post salida del subterráneo tuvieron un un nuevo destino. El flamante recorrido terminó en la Casa de Empeños del Banco Ciudad que, como si el guion hubiese estado escrito por un sádico, quedaba a media cuadra de EVES.

El deterioro económico fue un lento goteo de pérdidas. A medida que la crisis se profundizó, mi madre se desprendió de joyas, tapados y vajilla. Todo objeto de valor superfluo concluyó en la subasta pública del banco. Resultó un gran desafío, no exento de dolor, sostener el anterior estándar de vida. Tuvimos que desprendernos de todos los recursos extraordinarios existentes en la casa. Y lo que entraba se gastaba.

Sin embargo, mi madre no había renunciado a su anhelo de viajar juntos a Suiza. Para dar en ese blanco guardaba una bala de plata. Un juego de cubiertos de este preciado metal que había heredado y al que, cada tanto, para que luciera como nuevo, limpiaba con un producto especial. Un buen día nos informó que había tomado la decisión de vender ese último fondo anticíclico y que, con el fruto de lo obtenido, nos alcanzaría para subirnos a un avión de Swissair.

Julieta Ulanovsky y Sol Matas, diseñadoras gráficas, crearon una tipografía que se basó el en cartel de Saint Moritz. La llamaron Confitería

En el viaje en tren a Constitución retomamos a viva voz los planes de conocer Suiza y, a través de las ventanillas, con los ojos cegados, volvimos a fantasear su geografía. Todos aceptamos como correcta la decisión adoptada. Digo más, con mis hermanos no recordábamos haber usado nunca ese juego de cubiertos. Como si jamás hubiese existido ocasión que lo amerite. Hasta esa.

Cuando enfrentamos el mostrador del banco, entre todos ayudamos a alzar el bolso que cargaba nuestros pasajes al paraíso alpino. El empleado lo tomó y llevó hacia el interior. Al rato volvió con el bolso que ahora traía pésimas noticias. Los cubiertos no eran de plata si no de alpaca. Mientras caminábamos hacia la estación de subte, mi mamá rompió en llanto. Nunca me había quedado tan lejos Saint Moritz como esa tarde. En el tren volvimos en silencio. Ya no parecíamos argentinos alborotados en una fila de preembarque. Más bien aparentábamos ser una silenciosa familia en una confitería suiza. El auténtico valor de los cubiertos, con suerte, pagaba el aliscafo para los cinco a Montevideo. Éramos la familia más desgraciada del Río de la Alpaca.

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