Cafetines de Buenos Aires: la disparatada leyenda que sostiene que La Biela pudo haber desaparecido de Recoleta

Es uno de los lugares más tradicionales de Buenos Aires. Fue sitio de reunión de corredores de autos y durante décadas cada famoso que pisó la Ciudad pasó por allí. En principio ocupaba solo la esquina y luego creció hasta su configuración actual

Los hermanos Gálvez "están" en la emblemática esquina de Recoleta donde funciona La Biela

El año de apertura de La Biela es uno de sus más bellos misterios. La flojedad de papeles del café ubicado en la esquina de Quintana y Roberto M. Ortiz tiene una explicación. Cualquiera haya sido la fecha de inauguración, esta ocurrió en la primera mitad del siglo XIX cuando la Recoleta era un descampado periférico y solitario. Buceadores de la historia barrial sostienen que abrió en 1820 en terrenos que habían pertenecido a la Virreina Vieja, viuda de Joaquín Del Pino. Y ha de ser posible. En 1822 se inauguró el cementerio. El primero público en la ciudad. Tiene sentido que, justo enfrente, algún emprendedor decidiera establecer una pulpería.

Sí hay constancias de su funcionamiento hacia fines del período rosista. Como también que hacia 1880 un vasco de apellido Michelena se hizo cargo del local para crear —hay quien afirma— la mejor pulpería de Buenos Aires. Por lo tanto, sin precisión de fechas, puede concluirse que en esta esquina de la Recoleta funciona —con cambios, pero sin abandonar el rubro gastronómico— uno de los boliches más antiguos de toda la ciudad. Es, incluso, anterior al Gran Café Tortoni.

Luego de conocerse como la “Pulpería del Vasco Michelena”, su nuevo dueño —en este caso de origen gallego— la llamó La Viridita porque así le decía a la angosta vereda con mesas para dieciocho parroquianos en la calle. Y más tarde, fue renombrada como Aerobar por la presencia de pilotos de la Aeronáutica cuyas oficinas quedaban frente al local.

Entre el salón y las mesas que se encuentran en la vereda, La Biela tiene una capacidad para 600 clientes

La anécdota que le otorgó su definitiva denominación ocurrió en 1950. Una barra de corredores de carreras tenía la costumbre de realizar picadas por la zona. Una vez, un auto se descompuso y detuvo su andar en la esquina de Quintana y Ortiz. Beto Mieres, su piloto, se bajó, tomó la pieza que había fallado, entró al café, encaró al dueño y le dijo: “Gallego, esto es una biela fundida”. A partir de entonces Mieres y sus colegas: Froilán González, Juan Manuel Fangio, Charlie Menditeguy, Ernesto Tornquist, Eduardo Copello y Rolo Alzaga, entre otros, adoptaron la esquina. Hago una aclaración: he leído que algunos fechan esta historia como ocurrida en 1942. Otro misterio. La costumbre entre tuercas se extendió a los pilotos de Fórmula Uno que se alojaron en el Hotel Alvear durante los años en que la máxima categoría del automovilismo se corrió en el Autódromo Municipal Oscar y Juan Gálvez.

La literatura fue otra de las bellas artes vernáculas que dejó su huella dentro del café. En una nota, el periodista Miguel Wiñazki contó la religiosa rutina de Adolfo Bioy Casares en La Biela. Siempre sentado en la misma mesa. Según Wiñazki, este hecho pudo haberle servido como inspiración para escribir La invención de Morel (1940). La novela narra la historia de una persona que para escapar del mundo hostil, se refugia en una isla. Para Bioy la mesa fue su isla. Cualquier similitud con el país más pequeño del mundo que existe en una mesa del Café Mar Azul, y contado en esta serie de notas, es mera coincidencia. La biblioteca de notables la completan Ernesto Sábato, que se reunía con su secretaria para dictar Sobre héroes y tumbas (1961) y Julio Cortázar, que cita a La Biela en su novela 62 Modelo para armar (1968). Del extenso listado de celebrities internacionales que pasaron por La Biela cito a Cristina Onassis, Alain Delon, Raphael, Mina, Julio Iglesias y Joan Manuel Serrat.

Los respaldos de las sillas tienen grabados una biela

En 1966 tomó las riendas de La Biela un nuevo grupo societario. Le habían echado el ojo al café tiempo atrás, pero sus anteriores dueños no querían desprenderse de él. Entonces comenzaron un movimiento de pinzas alrededor del pequeño local de la esquina. La primera compra fue el almacén lindero sobre Ortiz. Y, del lado de Quintana, la adquisición alcanzó a las vecinas heladería y sastrería. Cuando los dueños se vieron rodeados se produjo la venta. La Biela, entonces, sumó más metros y quedó dividida en dos espacios: café y restaurante. La mesa veinte del restaurante era la asignada para Bioy. Hoy Carlos Gutiérrez, a los 75 años —entró junto a la generación del ‘66 con solo 17— sigue al frente del café.

En 1994 se produjo la última gran modificación. Ambos espacios comerciales se unieron y se creó el salón que hoy conocemos. Entre el interior y la vereda, La Biela tiene una capacidad para recibir a 600 clientes. Sobre la barra cuelgan una galería de fotografías que —un aficionado— Adolfo Bioy Casares tomó del barrio y regaló al bar. El mobiliario es acorde a la categoría de su vecindad. Las sillas son acolchadas y están todas grabadas con una biela en el respaldo. Dato muy importante: no hay música funcional. La melodía que sobrevuela es un himno cafetero susurrado por la suma de charlas. Por lo demás, orientación, entorno, espacialidad, luz natural, historia, parroquianos célebres más los anónimos, lo convierte en uno de los mejores cafés de Buenos Aires. El Arquitecto Horacio Spinetto en el libro Los Cafés Notables le adjudica a Borges la siguiente frase: “Todos fuimos, somos o seremos clientes de La Biela”.

"Gallego, esto es una biela fundida" fue la frase que dio origen el nombre de uno de los mejores cafés de Buenos Aires

Lo que muy pocos saben es que La Biela estuvo a nada de desaparecer. La historia la conozco de primera mano. Fue hacia fines del siglo pasado, cuando viví un par de años en Recoleta. Por entonces, La Biela era mi redacción. Allí me nutría de historias que escribía para el periódico barrial El fantasma de Recoleta. En una oportunidad se me acercó un señor mayor y me dijo: “Tengo lo que vos necesitás”. Mi autoconvocado compañero de vermú se llamaba Teodoro García. Igual al militar y luego político. No sé si ese era su verdadero nombre. Incomprobable. Yo tampoco era quien decía ser. Mis notas las firmaba con seudónimo.

La leyenda también es de fierros. Pero otros. Y tuvo lugar en La Biela. Los acontecimientos —sostenidos por Teodoro sin titubear ni desdecirse— revelaban que el derrocamiento del General Perón a manos de la Revolución Libertadora en 1955 fue la maniobra militar disuasiva más espectacular que registre la Historia Mundial para ocultar un meganegocio que no fue.

Lo que realmente estaba en juego hoy resulta una empresa —mejor dicho un desarrollo inmobiliario— inverosímil. Se trataba -siempre según la versión antojadiza y extraña de García- de la división del barrio Recoleta en dos a partir de la creación de uno nuevo que pasaría a llamarse: Berlín del Sur. “De esto tenés que escribir”, insistía Teodoro. Nuestros encuentros en La Biela se sucedieron durante meses. Quizás fuera porque el tiempo pasaba y no veía la nota publicada que cada vez aportaba más documentación. Teodoro García llegó a señalar en cuáles mesas, quiénes y qué lugares ocuparon las partes divisionistas.

Juan Manuel Fangio: varias fotos suyas decoran La Biela

Cierto es que el gobierno del presidente Juan Domingo Perón sostuvo un vínculo nunca explicitado, como tampoco negado, con el Eje. Según nuestro hombre en la Berlín del Sur, el germen del plan llegó a Buenos Aires a principios de 1945, antes del final de la Guerra, en un submarino alemán con nazis que escapaban del hostigamiento Aliado. Un parte emitido por la entonces Administración General de Puertos dio cuenta de un submarino que, en proximidades de la costa de Ensenada, hizo contacto con operadores radiofónicos germanoparlantes pertenecientes a la numerosa comunidad alemana afincada en Quilmes.

El resto de la documentación respaldatoria del masterplan circulaba entre un reducido buffet de abogados, urbanistas, agentes inmobiliarios y constructores locales pertenecientes a los grupos de poder y expresaba el estrecho vínculo entre miembros de familias de clase alta y jerarcas nazis. El proyecto incluía mudar el cementerio de la Recoleta fuera de la ciudad y modificar el código urbano para permitir la construcción de la Berlín sureña, la que incluso utilizaría el frontis del camposanto como ingreso al barrio, a semejanza de la Puerta de Brandeburgo. La mismísima Biela se convertiría en el showroom del desarrollo.

La financiación del proyecto se cubriría con el oro que la tripulación del submarino traía como carga. La preventa de lotes la completaban funcionarios alemanes, amigos del poder, herederos de la élite patricia —con parientes en las bóvedas del cementerio— y jueces que le darían su visto bueno al proyecto. Borradores, croquis y planos indicaban como límites del infundado barrio a las calles Junín, Avenida del Libertador, Coronel Díaz y Avenida Santa Fe.

Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares "sentados" en La Biela

Lo que la rigidez alemana no previó es que en la Argentina todo plan meticulosamente estudiado y confirmado puede modificarse en un suspiro. De pronto, una muy seria versión comenzó a circular cercana al Ejecutivo nacional. La fuente afirmaba que la urbanización se haría efectiva sí, pero que la Berlín del Sur pasaría a llamarse Barrio Presidente Perón, que se desconocía la previa repartija de designación de lotes y, ahora, las mejores suertes se repartirían entre “compañeros” afines al Movimiento. El final de la historia es bien conocido. Los opositores a Perón y la oligarquía porteña le pusieron punto final a las negociaciones. Y, poco más tarde, hicieron lo mismo con el gobierno peronista.

Al finalizar el año finisecular dejé de escribir para el periódico barrial y discontinué mis visitas a La Biela. Lo mismo ocurrió con mis encuentros con Teodoro García. Sé que la historia puede resultar disparatada. Sin embargo sumo tres hechos que pueden presuponer una secuela. El primero da cuenta que, a poco de concluir la Segunda Guerra Mundial, las inmobiliarias del barrio comenzaron a ofrecer unidades calificando a la zona como Barrio Norte. El segundo, que las panaderías de Recoleta le cambiaron el nombre a las “bolas de fraile” por “berlinesas”. Por último, los restos de Eva Perón descansan en el cementerio.

Reitero, no puedo dar por válido todo testimonio de un desconocido. Mucho menos si es un náufrago de una isla de un café de Buenos Aires. Allí desvariamos todos.

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