Después, cuando las alfombras rojas fueron enrolladas, las bandas militares silenciaron sus bronces, sus vientos y sus tambores, cuando la formalidad dejó paso al recuento, al análisis; después, y aún hoy a sesenta años, cuando se apagaron los gritos, callaron las manifestaciones y se disipó el humo de los gases lacrimógenos, cuando por fin se hizo el arqueo político que dejó en el cedazo logros y frustraciones, lo que quedó en claro fue que quien más provecho había obtenido de la visita a la Argentina del presidente francés, general Charles De Gaulle había sido Juan Perón, que vivía exiliado en Madrid, estaba prohibido en su país, junto con su partido y, sin embargo, manejaba los hilos del guignol político argentino con la maestría y la paciencia de un sabio titiritero. El tipo veía el tablero con diez jugadas de anticipación.
El 3 de octubre de 1964, De Gaulle, un héroe de la Segunda Guerra mundial, el hombre que había encarnado la resistencia francesa al nazismo, que sentía que él mismo era un pedazo de Francia, llegó a la Argentina para una visita de amistad y como parte final de una gira por América Latina que incluyó Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, Paraguay, Uruguay y Brasil. Era una gira para estrechar vínculos, eso decía la historia oficial, y para agradecer el apoyo que el continente había dado a Francia en los oscuros años de la ocupación nazi.
La verdad era que De Gaulle no tenía mucho que agradecer a la Argentina. En junio de 1943, cuando Francia llevaba ya tres años en manos de la Alemania nazi, un golpe militar había elevado al poder en el país a un grupo de militares pro alemán, encandilados todos por el wagneriano espíritu guerrero de los nazis; los golpistas vieron en la Alemania de Hitler, y lo dejaron escrito, una posibilidad de que el continente americano se liberara de la influencia de Estados Unidos. Así pensaba entonces el nacionalismo cerril. No dejaba de ser un encandilamiento tardío y una apuesta a perdedor: en enero de ese año, el triunfo del Ejército Rojo en Stalingrado había dado vuelta el curso de la Segunda Guerra y el frente del Este europeo miraba ahora hacia Berlín y hacia el fin del nazismo. En ese grupo militar argentino en el poder recién estrenado, una logia, brillaba un joven coronel: Juan Perón.
De Gaulle incluyó a la Argentina en su gira de 1964 porque, pese al gobierno pro alemán de aquellos años de guerra, en Buenos Aires, al igual que en otros países del continente, se había creado un “Comité de la Francia Libre”, que había enviado ropa, alimentos y dinero a la resistencia que el general francés lideraba desde Londres. En esos años, en América latina actuaba un representante especial de De Gaulle, Albert Ledoux, secretario de la embajada francesa en Montevideo.
A diecinueve años de terminada la Segunda Guerra, la visita de Charles De Gaulle al continente y a la Argentina era todo un acontecimiento. “¡De pie ante el héroe!”, tituló Clarín con entusiasmo el día de la llegada al Aeroparque de aquel símbolo de Francia. De Gaulle venía de Chile donde había trazado, en una frase, el no tan secreto motivo real de su gira latinoamericana: “Se abre una nueva era en las relaciones de Francia con el Mundo Latino”, había dicho en Santiago. A su modo, De Gaulle también quería menguar, atenuar, esmerilar acaso el poderío estadounidense en el continente, aun cuando Francia no estuviese en condiciones de reemplazar a Estados Unidos en su avance tecnológico, ni en la cesión de préstamos millonarios a los países en desarrollo.
En la Argentina a la que llegó De Gaulle, existía un fuerte sentimiento anti Estados Unidos, aunque al mismo tiempo el país vivía pendiente de las inversiones extranjeras, en especial las de ese país. Nada nuevo bajo el sol. Gobernaba el radical Arturo Illia que había llegado al poder en elecciones que no permitieron la participación del peronismo, cancelado de la vida política por la Revolución Libertadora que había derrocado a Perón en 1955. El gobierno que había sucedido a los golpistas, el de Arturo Frondizi, había sido derrocado también por otro golpe militar ante el atisbo de un retorno del peronismo a la vida política del país.
La Constitución se había salvado por un pelo con la asunción de José María Guido en 1962, que encarnó un gobierno tutelado por las fuerzas armadas que se enfrentaron a sangre y fuego en 1962 y 1963.
Perón, su eventual retorno al país, la proscripción del peronismo, la supuesta debilidad del gobierno de Illia acicateado por un duro “Plan de Lucha” desatado por la CGT, la división de las fuerzas armadas detenidas en un anti peronismo montaraz y otro acaso más contemplativo, hacía de la Argentina un caldero. En peores plazas había toreado De Gaulle que bajó del avión, bajo el cálido sol del mediodía de aquel 3 de octubre, vestido con su uniforme legendario de general de la Francia Libre.
Tenía setenta años. Medía casi dos metros. Tenía un andar muy particular, erguido, la cabeza en alto, los pasos largos; una manera especial de hacer el saludo militar, la mano en la visera del casquete de tela bordado de alamares, la palma hacia afuera: así escuchó el Himno Nacional. Illia le dio una la bienvenida con frases que destacaron la tradicional amistad argentino-francesa, nada extraordinario; De Gaulle respondió en español, un gesto, dijo que se sentía “en una tierra muy querida y familiar”.
Cuenta la leyenda, acaso cierta, que a modo de homenaje al ilustre visitante, la banda militar que había tocado el Himno encaró la “Marcha de San Lorenzo”, la vieja y tradicional marcha con letra de Carlos Javier Benielli y música de Cayetano Alberto Silva. Dicen que De Gaulle se ofuscó bastante. Eran los mismos acordes que los nazis habían hecho sonar en Champs Elyseés, cuando desfilaban cada mañana en la capital de la Francia humillada. Fue un yerro del protocolo y un gazapo histórico: quién iba a pensar en algo así, quién iba a decir que la marcha que glorifica al sargento Juan Bautista Cabral, había ido a parar a manos de una Alemania que en última instancia estaba en manos de un cabo austríaco.
Pero así era. La partitura de la “Marcha de San Lorenzo” había llegado a manos de los alemanes en otro tiempo, a cambio de una marcha alemana, “Alte Kameraden -Viejos Camaradas”, con los que ambos ejércitos manifestaron su amistad, en especial el argentino que entonces buscaba imbuirse de un espíritu prusiano. También es cierto que hacer enojar a De Gaulle requería mucho menos que un pentagrama: el general era levantisco, bravío, revoltoso, un poco intratable también, sobre todo cuando creía que el honor de Francia estaba en juego. Durante la guerra había mantenido verdaderas batallas con Winston Churchill que habían desorientado incluso a los asesores de uno y otro. Así que hubo que explicarle lo de la “Marcha de San Lorenzo” y su ánimo se aquietó, si eso era posible.
De todos modos, la ceremonia de recepción en Aeroparque fue de una sencilla emotividad, salvo que fuera de la estación aérea había estallado el caos: una multitud gritaba consignas que sonaban raras, algo extravagantes, que pretendían unir lo que parecía imposible. La gente gritaba: “De Gaulle y Perón, un sólo corazón”, o “De Gaulle y Perón, tercera posición”, o “Aquí están, estos son, los muchachos de Perón”, o “Perón-De Gaulle, que grande sos”, de rima algo forzada pero efectista, mientras forcejeaban, y algo más, con la brigada lanza gases de la Policía Federal. La visita de De Gaulle se había teñido de peronismo.
La comitiva del presidente francés lo llevó minutos después de la ceremonia en el Aeroparque a la Plaza Francia. Allí, eran la una menos diez, el intendente de la ciudad, Francisco Rabanal, puso en manos del visitante las llaves de una Buenos Aires casi rendida a sus pies y recordó la tarde en la que, en esa misma plaza, se había cantado “La Marseillaise” en homenaje a la Francia ocupada. “En mi voz –dijo De Gaulle–Francia saluda a la Argentina (…) En el mundo de hoy lleno de peligros, con una civilización moderna, pero que vive llena de peligros, las dos naciones deben ayudarse mutuamente para servir juntas al progreso, al equilibrio y a la paz”. De paz, poco: desde las cercanías de la plaza volvían a oírse los mismos cantos que en Aeroparque y se percibían los mismos forcejeos, y algo más que forcejeos, entre policías y manifestantes. Algunas pancartas auguraban: “Tres de octubre. Año del retorno de Perón”.
A la una y media de la tarde de su primer día en la Argentina, De Gaulle se entrevistó con Illia en la Casa de Gobierno, mientras un grupo de manifestantes peronistas, en plena Plaza de Mayo, se trompeaba con fervoroso entusiasmo con militantes radicales. A las cuatro, el presidente francés descansó un rato en la Embajada de Francia; a las cinco y diez visitó en el Palacio de Justicia a la Corte Suprema y a las seis menos veinte se paró, vestido con un traje oscuro y camisa blanca, frente a la Asamblea Legislativa en el Congreso. Recibió una ovación de los legisladores, todos de pie, ante los que De Gaulle habló pausado, claro, con un tono y una intención que daba sentido a cada palabra y a cada pausa. Habló del parentesco “intelectual, doctrinal y digámoslo político entre vuestro país y el mío; vosotros y nosotros tenemos nuestros orígenes en la latinidad y la cristiandad (…) Mi país podrá, en la medida de sus posibilidades, prestar al vuestro la ayuda que consideráis más útil”.
Fuera del Congreso las sutilezas habían llegado a su fin. Una gresca entre manifestantes y policías fue dispersada con gases lacrimógenos. La protesta ahora estaba liderada por los máximos dirigentes gremiales, encabezados por Gerónimo Izetta, secretario general de la CGT y Augusto Vandor que, en esos días encaraba una singular experiencia: ensayar en la Argentina un peronismo sin Perón. La audacia le iba a costar la vida años después. En la Avenida de Mayo hubo destrozos, nada nuevo bajo el sol, y sufrieron vandalismo comercios, autos y monumentos.
Perón había hecho una jugada fantástica. Desde el anuncio del viaje de De Gaulle a la Argentina, había decidido que, en Buenos Aires, el peronismo se movilizara para vivar al presidente francés. De Gaulle impulsaba la independencia de Francia en las decisiones militares y políticas de la defensa europea, pugnaba por alcanzar una capacidad nuclear que igualara a Francia con Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS, proponía el retiro de Francia de la OTAN, regida en buena parte por Estados Unidos, en lo que era un intento de hacer de su país una tercera potencia europea. Perón pensaba, o decía pensar, o creía de verdad, que esa política de De Gaulle era idéntica, o al menos muy semejante, a su proclamada “tercera posición”. No era ni parecido, pero en esos días los matices no se tenían en cuenta.
Perón lo había dejado claro desde Madrid en una de sus instrucciones enviadas al movimiento desde el exilio, no bien supo del viaje de De Gaulle: “Él hace la misma política que yo. Recíbanlo como si fuera yo”. Con esas dos simples frases, sobre todo con la segunda, planteó cuatro objetivos esenciales para el movimiento que lideraba: medir la capacidad de movilización del peronismo, debilitar, en la medida de lo posible, al gobierno de Illia, instalar de modo más tenaz la posibilidad de su eventual retorno al país y sondear la reacción militar ante las tres opciones anteriores. Fue un éxito estratégico.
La posibilidad del accionar del peronismo durante la visita de De Gaulle, la condicionó: en el gobierno de Illia se pusieron todos muy nerviosos. Para llevar adelante el plan de Perón, un grupo de dirigentes peronistas había contactado a la embajada de Francia en Buenos Aires, que no los recibió. En París, el diario “Le Monde” afirmaba que Perón había contactado al gobierno francés, lo que no era cierto. El gobierno de Illia decidió reducir las ceremonias públicas en previsión de lo que en realidad ocurrió en las pocas que se celebraron: un desborde de la militancia peronista. Las autoridades cancelaron el saludo de los dos presidentes desde el épico balcón de la Casa de Gobierno. Los actos previstos en Córdoba, que sería la última etapa del viaje de De Gaulle por el país, se redujeron.
La extrema derecha argentina, encarnada, entre otros, por el sacerdote Julio Meinvielle, rector del pensamiento nacionalista católico, fundador de la Guardia Restauradora Nacionalista, había condimentado aquel escenario volátil con un panfleto: “Plan comunista para la toma del poder en la Argentina”. Meinvielle, que se inspiraba en el creador de la Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, creía que el peronismo era comunismo. Ese fantasma tan temido había hecho incluso que el entonces Jefe del Estado Mayor del Ejército, general Juan Carlos Onganía, se negara a recibir a De Gaulle en la Escuela Superior de Guerra. No en vano, un par de Onganía, el general Carlos Caro, lo había bautizado como “un general de cuarto grado”. En junio de 1966, el golpe que derrocó a Illia convirtió a Onganía en el primero de los dictadores de la llamada “Revolución Argentina”.
Hasta la Facultad de Derecho, que recibió al general francés como visitante de honor, estaba inquieta: temerosa de desmanes graves, había prohibido la participación de los alumnos en el acto de homenaje a De Gaulle. De modo que el general fue recibido el 5 de octubre por el Consejo Superior, un grupo selecto de juristas y el claustro de profesores, pero ningún alumno. El rector, Julio Olivera, doctor en Ciencias Sociales y prestigioso economista, le dio la bienvenida con un discurso de pocas palabras para buenos entendedores, que reflejaba el clima de esos días: “Cedo la tribuna –dijo– al ciudadano que rechazó la posibilidad de convertirse en dictador”. Y al que le quepa el saco, que se lo ponga. De Gaulle dio un encendido discurso en el que definió: “El éxito nacional depende de las capacidades, de las personas y de los equipos, además del esfuerzo”. Después, en privado, se mostró extrañado de que entre las personalidades que lo visitaron, no hubiesen estado incluidos dos ex presidentes argentinos a quienes había conocido en Francia: Frondizi y Pedro Eugenio Aramburu. Los hizo invitar a la residencia del embajador francés en Buenos Aires, donde se alojaba.
Para cuando viajó a Córdoba, el 6 de octubre, última etapa de su estada en el país, De Gaulle ya había sido homenajeado con dos cenas de gala, una en el Concejo Deliberante y otra en la residencia presidencial; vestido con su uniforme de general había recibido de manos de Illia una réplica del sable corvo del Libertador, había viajado a Cañuelas para visitar la sede de La Martona, donde hubo asado y doma de potros. Allí, De Gaulle se puso de nuevo fulo: le molestó la violencia de los domadores y sentenció en plena fiesta: “Si hay un caballo más, me levanto y me voy”. No hubo más caballos.
Con el gobierno argentino fueron todas flores, salvo una leve referencia de Illia, durante la cena en el Concejo Deliberante, al fuerte proteccionismo de los productos agrícolas franceses, que perjudicaba el intercambio entre los dos países. Después, se reafirmó la amistad franco argentina, se habló de mutua cooperación, del incentivo a la cultura y a la educación. Poco más.
Córdoba era la frutilla del postre, o debió serlo. Allí se fabricaban dos automóviles con licencia francesa: Renault y Citroën. Illia recibió a De Gaulle en el aeropuerto y viajaron juntos en auto hacia el centro de la ciudad, a la que habían llegado la noche anterior centenares de activistas peronistas, fieles a las instrucciones de Perón: vivar a De Gaulle en modo peronista. Fueron manifestaciones más duras que las que había visto la Capital. Córdoba estaba repleta de volantes que exigían el regreso de Perón para el inminente 17 de octubre, el auto presidencial fue casi cercado por los manifestantes, una mujer logró romper el vidrio de una de las ventanillas y los fragmentos de cristal hirieron, leve, la mano del presidente argentino, hasta que De Gaulle pudo recorrer por fin, en un jeep, la fábrica IKA-Renault. Luego, en el Palacio de Justicia cordobés, fue agasajado con un almuerzo por el gobernador, el radical Justo Páez Molina.
En las calles en cambio, se libraba una batalla campal. Chocaron con violencia manifestantes y la policía cordobesa; en el fragor de los combates callejeros se oyeron disparos de armas de fuego, volaron las granadas de gas lacrimógeno que se cruzaban con el chorro de los camiones hidrantes; la lucha era por alcanzar los aledaños del Palacio de Justicia y hacer oír al visitante aquel encendido parangón: “De Gaulle y Perón, un solo corazón”. Fueron detenidos Vandor, Izetta y otros quince dirigentes políticos y gremiales. La policía buscaba a otras dos figuras del peronismo llamado combativo: al dirigente textil Andrés Framini y a Delia de Parodi.
De Gaulle partió en su avión rumbo a Paraguay. Nunca más volvió a realizar una gira por el continente. Al día siguiente, Illia trazó una visión idílica de la visita. Dijo: “Todo se cumplió normalmente. En mis largas luchas políticas pocas veces he visto una adhesión popular tan extraordinaria como la que brindó la ciudad de Córdoba al presidente de Francia (…) El pueblo de Córdoba fue unánime en el recibimiento, sólo mínimos sectores interrumpieron, no lo consiguieron, las expresiones del pueblo”. Era media verdad. Córdoba también había sido escenario de las más violentas manifestaciones de aquella extraña forma de “adhesión” a De Gaulle.
La que no se engañó fue la prensa extranjera. En Londres, el “Times” dijo: “Los ojos del mundo convergían sobre Buenos Aires y nada hay que agrade más a los peronistas que hostigar al gobierno. Además, en forma oscura, han adoptado a De Gaulle como a uno de ellos, estiman que es un militar en política, un poco autócrata, alguien que está dispuesto a tratar ásperamente a los Estados Unidos (…) Sin duda espantará a De Gaulle que alguien lo considere sucesor de Perón; su compleja visión del futuro internacional se halla en el polo opuesto del dictador argentino”.
El diario francés “France-Soir” tituló: “De Gaulle está furioso: los argentinos le han encerrado”, en referencia a las restricciones impuestas por el gobierno de Illia al programa oficial. Incluso el acto en Derecho le pareció al diario francés un poco decepcionante, sin alumnos, o “con un piquete de alumnos que, por su apariencia, debieron haber dejado hace años la Universidad”. Después el diario admitió que la visita a la Argentina había sido la etapa más sombría de la gira de De Gaulle por América Latina. Y agregó: “Perón sigue siendo a los ojos de De Gaulle el demagogo populachero y el hombre que se mostró favorable a los alemanes durante la guerra”.
El embajador francés en Buenos Aires, Christian Jacquin de Margerie, dijo que: “De Gaulle se encontró, en contra de sus deseos, mezclado en un conflicto de política interior”. El diplomático también analizó la visita de su presidente. Informó que en todos los actos “hubo manifestaciones peronistas que las bandas de música no lograban acallar y que dieron como resultado que mucha gente no asistiera al acto de la Plaza Francia por miedo. (…) La recepción a la colonia francesa fue una de las manifestaciones más exitosas (…) El acto en la Universidad mostró a un rector muy miedoso, con un discurso muy convencional, varios lugares vacíos y sin estudiantes. La fiesta en el establecimiento “La Martona” fue muy desordenada. No existió contacto con la clase obrera. En síntesis, hubo poco contacto con la gente que el General apreciaba especialmente. (…) En materia económica, el gobierno pidió garantías para la ganadería, el Mercado Común Europeo fue el chivo emisario de todo. En resumen, el gobierno argentino quiso obtener un beneficio y no lo consiguió, sino que los que sacaron provecho fueron los peronistas”.
La semilla que el peronismo sembró durante el viaje del presidente francés, germinó a medias. Tres meses después de la partida de De Gaulle, el 1 de diciembre de 1964, Perón dejó Madrid rumbo a Buenos Aires en un “Operativo Retorno” que tenía entre sus organizadores a Vandor, que era secretario general de la UOM, aquel de los disturbios en el Congreso, que había sido detenido en Córdoba cuando la visita de De Gaulle. Perón llegó a Río de Janeiro el 2 de diciembre y no pasó de allí. Por gestión de la cancillería argentina, las autoridades brasileñas lo retuvieron en el aeropuerto y lo obligaron a viajar de regreso a Madrid en el mismo avión en el que había llegado. El resultado del “Operativo Retorno” favoreció la idea de Vandor de llevar adelante un “peronismo sin Perón”. El 30 de junio de 1969, Vandor fue asesinado en la sede de la UOM de la calle Rioja al 1900 por un grupo, “Descamisados” que luego se integró a la guerrilla peronista Montoneros.
Dos años después de su asesinato, Perón habló de Vandor, de quien había sido muy crítico, lo había calificado como ambicioso y había sugerido que había que “darle duro”. En un reportaje de 1971 al diario peronista “Mayoría”, reproducido luego por la revista “El Descamisado”, ligada a Montoneros, Perón relató: “En Irún yo le dije (a Vandor) ‘A usted lo matan. Se ha metido en un lío. Lo matan unos o lo matan otros’. Porque él haba aceptado dinero de la embajada norteamericana y creía que se los iba a fumar a los de la CIA. ¡Hágame el favor…! ‘Ahora, usted está entre la espada y la pared. Si usted le falla al Movimiento, el Movimiento lo mata. Y si usted le falla a los norteamericanos, la CIA lo mata’. Me acuerdo que lloró…”.
En cuanto a la posible conexión de Perón con De Gaulle, Joseph Page cita en “Perón – Una biografía”, un artículo de 1993 firmado por Marcela García y Aníbal Iturrieta en la revista “Todo es Historia” que habla de cierto apego del argentino hacia el francés: Perón habría tratado de comunicarse con De Gaulle, sin éxito, a través de los diplomáticos franceses en Madrid. La legendaria revista uruguaya “Marcha” transcribió en 1964 una declaración que afirmaba que Perón le había pedido a De Gaulle que se trasladara a Latinoamérica, algo que parece improbable dado que el viaje era parte de una estrategia política de De Gaulle, más que una sugerencia de Perón.
En ese mismo año, 1964, un diplomático francés informó a la embajada de Estados Unidos en París: “De Gaulle considera que el intento de Perón de colgarse de la cola del avión de De Gaulle en temas del Tercer Mundo es ridículo”. La embajada americana en París elevó un informe al Departamento de Estado a cargo entonces de Dean Rusk.
Por último, afirma Page: “No hay ninguna evidencia de que De Gaulle haya estado nunca en contacto directo con Perón”.
Retirado de la política en 1969, después de la revuelta estudiantil y obrera conocida como “Mayo francés” de 1968, De Gaulle murió en Colombey-les-deux-Églises el 9 de noviembre de 1970, a los setenta y ocho años.
Perón murió en la Residencia de Olivos, en el ejercicio de su tercera presidencia, el 1 de julio de 1974. Tenía también setenta y ocho años.