Eran tan violentos, sanguinarios y feroces los integrantes de la banda que secuestró a Ariel Strajman y le seccionó el dedo meñique de su mano derecha, que los investigadores llegaron a compararlos con el Clan Puccio, porque coincidía que varios de ellos eran integrantes de la misma familia con un grado de perversidad superlativo. Aquella noche del 16 de octubre de 2002 el joven ingresaba al garage del edificio donde vivía en el barrio porteño de Villa Urquiza cuando fue abordado por dos sujetos que además de apuntarle con sus armas a la cabeza empezaron a darle trompadas en el estómago y los riñones para quebrarlo. De inmediato lo subieron a un auto y lo trasladaron hasta una casa cercana ubicada en la calle Holmberg, que luego se comprobó era de la familia Sommaruga, de donde provenían la mayoría de los componentes de la banda.
El objetivo inicial de los delincuentes fue desvalijar su departamento, pero como advirtieron algunos movimientos de personas que circulaban, temieron que pudieran dar aviso a la policía y decidieron llevárselo. En el trayecto, uno le vendó los ojos mientras el otro conducía. Al llegar a la vivienda detuvieron el coche, aguardaron un par de minutos y cuando estuvo todo listo lo ingresaron a la casa. A patadas y empujones le hicieron bajar una escalera resbalando en cada peldaño hasta un sótano donde lo ataron tan fuerte que apenas podía respirar. Por este particular accionar y algunos otros que luego se fueron sumando como el menosprecio, el abandono y la tortura surgió la comparación con los Puccio.
En la causa judicial -que estuvo a cargo del fallecido juez federal Claudio Bonadio- y durante el juicio oral Strajman no ahorró palabras para narrar el calvario que padeció mientras sus captores se le reían en la cara. Quisieron que tomara alcohol para emborracharlo y que no presentara defensa alguna, pero como no quiso, desató la ira de los secuestradores, quienes a la fuerza le hicieron ingerir pastillas de Lexotanil para que perdiera el conocimiento.
Mientras tanto lo amenazaban a los gritos: “Lo que vas a sufrir acá no tiene nada que ver con lo que les pasó en el Holocausto, ya vas a ver judío de mierda”, repetían cuando le arrojaban fetas de jamón en el rostro y le introducían los dedos en la boca para obligarlo a comer.
Y no pararon: se acercaba lo peor. Luego de quemarle la boca con la llama de un encendedor y el pecho con la brasa de cigarrillos, le sujetaron fuerte su brazo derecho, lo obligaron a apoyar su mano en el piso y le dieron varios martillazos. Hasta que alguien lanzó el alarido fatal: “¡Afloja la mano la c... de tu madre!”. Y con una tenaza le cortó el meñique. Durante el juicio oral realizado hace veinte años Ariel se quebró y le costó seguir el relato. Revivió el agudo dolor que sintió en el momento de la amputación. Luego le vendaron la zona con un trapo mientras seguían riendo y amedrentándolo con más gritos: “Esto no es nada, si tus viejos no garpan, te seguimos cortando en pedacitos y podés terminar con una pesa en el fondo del Riachuelo, ¡pendejo!”.
Más allá del accionar similar a los Puccio, se los conocía como ”la banda de los patovicas” porque algunos de ellos prestaban “seguridad” en las discos. Desde una segunda casa lo trasladaron hasta el Complejo La Josefina, en la esquina de Tulipanes y Las Glicinas en la ciudad de Pilar, lugar donde lo mantuvieron encerrado y lograron cobrar un primer rescate, algo así como mil dólares, seiscientos pesos y alhajas. Y como les salió bien intentaron pedir más dinero.
Así pusieron el dedo en una caja y se lo hicieron llegar al departamento de Mario, su padre, que sabían que era joyero, y habían robado en 2001 a través de la modalidad del escruche –robo en ausencia de sus propietarios-. El paquete en su interior tenía un mensaje que decía: “Largá más toco o no lo volvés a ver. Va en serio, no es joda”. Pretendían algo así como 30 mil dólares extras. Mario se aterró al observar el meñique ensangrentado.
Mientras tanto, realizada la denuncia, los investigadores intensificaron la búsqueda porque ya los tenían en el radar ya que venían cometiendo delitos en la zona aledaña de Saavedra y Villa Urquiza. Pero la sensación de impunidad con que se movían los llevó a cometer errores, algunos garrafales, como utilizar el mismo teléfono para hacer las llamadas para pedir las sumas de los rescates, por lo que rápidamente se identificó el número de un celular, a través del cual se obtuvieron los datos del titular de la línea.
De esa forma sencilla la policía llegó a la casa de la calle Holmberg donde al principio tuvieron a Strajman. Atendió María Esther Gottig, esposa de Alberto Juan Sommaruga, propietarios de la vivienda y reconoció que el teléfono le pertenecía. Pero la embarró más aún cuando intentó aclarar y mencionó que su hijo lo utilizaba para “trabajar”. Terminó detenida junto a su marido y sus hijos, Adrián y Pablo, y el resto de los sospechosos, uno de ellos llamado Diego Sibio –hijo solo de Gottig- y otros que no pertenecían a la familia. Los apresaron en operativos que se llevaron a cabo en simultáneo.
A los tres días del rapto con la tarea del Departamento de Delitos Complejos de la Policía Federal, cuyo jefe era el por entonces comisario inspector Carlos Sablich, se determinó que el resto de los secuestradores eran vecinos de Villa Urquiza conocidos de los Sommaruga y se ordenaron cuidadosos allanamientos. Uno fue clave para llegar a la vivienda de Pilar y poder liberar a Ariel Strajman. En otros pudieron secuestrar dos pistolas calibre nueve milímetros, otra 11.25, un revólver Magnum 357, un 32 con numeración adulterada y una ametralladora Mini Uzi automática de fabricación israelí.
Todos los detenidos fueron imputados desde el comienzo por los delitos de “secuestro extorsivo, asociación ilícita, tormentos, con el agravante de odio racial, lesiones gravísimas, uso de documento de identidad falsificado y tenencia ilegal de armas de guerra”. María Esther Gottig mujer fue alojada en la cárcel de mujeres de Ezeiza y los hombres en el penal de Villa Devoto. Dos años más tarde, la última semana de setiembre de 2004, el Tribunal Oral Federal Nº 1 que por entonces estaba integrado por Mario Gustavo Costa, Martín Federico y Jorge Gettas dictó sentencia: 22 años de prisión para Adrián Sommaruga; 16 para su hermano Pablo; 14 para Osvaldo Keroa; seis para María Esther Gottig; cinco para Alberto Sommaruga y Diego Sibio; y tres para Nicolás Barlaro.
Ariel Strajman, acompañado siempre por su abogado, Carlos Wiater, escuchó con una mezcla de rabia y resignación las condenas en los Tribunales de Comodoro Py. Al entrar y mucho más al salir reclamó sin vueltas la pena de muerte para sus captores: “Con este fallo me volvieron a destrozar, antes fue mi cuerpo, ahora mi mente. Es una injusticia tremenda. Pero el colmo ocurrió cuando uno de ellos en sus últimas palabras tuvo la caradurez de solidarizarse con mi familia, una falta de respeto total. Se me volvieron a reír en la cara. Por eso me retiré de la sala en medio de una impotencia absoluta. Sentí que la justicia les volvió a permitir que hicieran lo que quisieran, estoy indignado, no aguanto más”, expresó con bronca.
Con el correr de los años, más precisamente en abril de 2020, Pablo Sommaruga, con la condena ya cumplida por el secuestro de Strajman, vivió un acto de agresión mientras gozaba de salidas transitorias de la Unidad 14 de Esquel en una causa por portación de armas. Sucedió en las inmediaciones del barrio Vepam cuando vecinos lo increparon y lo golpearon.
Acompañaba a su mujer embarazada al médico -previo permiso por “buena conducta”- cuando varias personas lo reconocieron y lo insultaron. Pero él contestó solo con palabras en una charla que tuvo entonces con el medio de la ciudad chubutense, EQS Notas: “Ya pagué culpas del pasado, no sé por qué se ensañan conmigo, no tengo una causa por violación de niños, tampoco un perfil de asesino”. Cuando Ariel Strajman lo vio y lo escuchó en el video que circuló en los medios fue elocuente: “Lástima que yo no estaba ahí”.