Para algunos significa “arroyo de los corrales” y para otros estudiosos “casa de los gordos”. Lo cierto que Guayquiraró, que da nombre a un río de 110 kilómetros de longitud, límite natural entre las provincias de Corrientes y Entre Ríos, marcó a fuego la vida de una maestra rural, que se las arregló para educar en las condiciones más precarias y que hoy, a punto de cumplir los 100 años, descubrió que con Facebook, que maneja con su tablet, puede estar conectada con sus antiguos alumnos, amigos y familiares y con sus compañeros del taller literario del que participa.
Olga Strien nació el 29 de diciembre de 1924 en la ciudad correntina de Esquina y no sabe de dónde salió el apodo “Chichita”, como la conoce todo el mundo. Entre los antecedentes de sus abuelos paternos alemanes y maternos ingleses figuran haber sido oficiales al mando de Giuseppe Garibaldi cuando el italiano se embarcó en las guerras en nuestro litoral y le tocó enfrentar al almirante Guillermo Brown en los ríos del litoral.
Es la mayor de cuatro hermanas y aún añora la vieja casa familiar, con quinta incluida, donde se reunían a la sombra del parral y a que sigue yendo “cuando me llevan”.
Siguió su sueño de la infancia, el de ser maestra. Estudió en la Escuela Normal “Dr. J. Alfredo Ferreira” de Esquina, ubicada frente a la plaza Nueve de Julio, donde se recibió en 1942. Tenía 17 años y una educación familiar donde los chicos respetaban a rajatabla a los padres y a las normas de comportamiento, que incluía vestirse con corrección a la hora de comer y donde solo se podía hablar si los mayores daban permiso para hacerlo.
La prueba de fuego la tendría de joven: fue cuando al tiempo consiguió un trabajo de maestra multifunción, porque además tenía competencias de directora, cuando no de cocinera y hasta de partera. La mandaron a una escuela rural en Guayquiraró, un paraje situado a unos cuarenta kilómetros al sur de Esquina.
Era un caserío de humildes viviendas de paredes de adobe y techos de paja, donde las dos únicas construcciones de material eran la escuela y el correo, que se había establecido en la década del treinta, lo que posibilitó la llegada del telégrafo, el único vínculo con la civilización. Con la ausencia del teléfono, el telegrama era el portador de las buenas y de las malas noticias.
La escuela era mínima, con un galpón y dos piecitas, una que se usaba de dormitorio y otra de sala de estar. No había luz eléctrica, ni agua, y el baño se resumía en una letrina. Asistían unos 25 alumnos, con distintas edades, repartidos en el turno mañana y tarde. Estos “hijos del monte”, como ellas los describe, donde muchos de ellos solo hablaban el guaraní, desde niños soportaban las duras tareas del campo, como la de cosechar tabaco. Los había muy chicos y llegó a tener en primer grado a adolescentes de 17 años.
En los primeros tiempos su papá, empleado bancario, la llevaba en sulky por picadas abiertas en el monte, mucho del cual ya no existe, por las grandes arroceras que allí se establecieron. En ese galpón de material, se les daba de comer al mediodía a los dos turnos guisos, locros, sopas y pucheros, que se hacían en ollas de tres patas, ennegrecidas para la eternidad por las llamas de la leña. Muchas veces la mercadería la mandaba la mamá de Olga, para que los chicos no se quedasen sin comer. Del Estado poco o nada podían esperar. Como tener una campana era un lujo, la escuela contaba con un cencerro, sacado del cuello de algún animal.
Censo femenino
Le tocó una tarea por demás complicada, la de censar a las mujeres que vivían en el monte, cuando el gobierno nacional necesitó reestructurar el padrón dada la promulgación del voto femenino. El censo se realizó en mayo de 1948. Pero se precisaron cuatro años para elaborar un padrón definitivo. Las delegadas censistas recorrían casa por casa en extensas jornadas en las que debían, además, estimular el empadronamiento para que cada mujer tuviera la posibilidad de emitir su voto. Olga fue una de ellas. Lo hizo en el interior de los montes, en las peores condiciones de olvido: mujeres semidesnudas, comiendo tripa gorda como única comida. Solo era posible llegar a ellos yendo a caballo por picadas que se abrían en los cerros.
Olga recuerda que en un principio fue difícil ganarse la confianza de estas mujeres, a las que se les preguntaba si se acordaban la fecha de su nacimiento, de los nombres de sus padres, cómo subsistían.
Con el tiempo construiría un vínculo con ellas, a quienes en ciertas oportunidades debió hacer de partera, ya que era complicado conseguir a un médico kilómetros a la redonda. Olga y las otras tres maestras que había -una de ellas era la esposa del jefe del correo- debieron desenvolverse en un medio hostil, donde no llegaba la energía eléctrica, ni el agua potable y había que administrar los alimentos, más cuando el río crecía por las lluvias y quedaban completamente aislados. Ella recuerda que hasta llegaron a arrojarles alimentos desde una avioneta, mientras los chicos miraban, con sus bocas abiertas y rostros de asombro, el sobrevuelo de máquinas que no habían visto en sus vidas.
Trabajo infantil
Y si la naturaleza era hostil, también lo eran los grandes terratenientes. Ellos presionaban continuamente para que los chicos fueran a trabajar en las cosechas de maíz, de arroz, tabaco y de algodón. Los roces con ellos y con empresas de capitales extranjeros eran constantes.
Por eso, las maestras recorrían sin parar la zona, iban rancho por rancho para convencer a las familias para que mandasen a los chicos a la escuela. Defendían el derecho a que pudieran estudiar.
Para Olga, esos años de sacrificios, de trabajo a destajo, dice que fue “una linda época”.
Cuando la escuela se amplió, ella se instaló en una de las piezas, donde dormían todas las docentes. En un colectivo traían la leche y huevos, y en una oportunidad en el primer asiento vio a un muchacho, a quien le presentaron. El joven pidió permiso a los padres para visitarla, tal como se estilaba entonces. Se llamaba Dardo, era comerciante entrerriano y terminaron casados cuando ella estaba por cumplir los 30 años. Tuvieron dos hijos, Olga y Gustavo. Tiene tres nietos, dos bisnietos y otro en camino, y de todos repite, orgullosa, sus nombres.
Cuando ella encontró una yarará enroscada en la cuna donde dormía su hija, sus allegados presionaron para que dejase el lugar y aclara que la obligaron a irse. Con su marido se fue a vivir a Rosario, donde trabajó en el Normal N° 1. Luego se mudaron a la ciudad de Buenos Aires, donde se desempeñó en el Normal Superior N°1 en Lenguas Vivas “Presidente Roque Sáenz Peña”, una de las escuelas más antiguas de la ciudad de Buenos Aires, ubicada sobre la avenida Córdoba. Vivía a dos cuadras, en Arenales y Ayacucho y en esa escuela trabajó hasta que se jubiló en 1980.
A dos meses de cumplir 100 años, contó a Infobae que sigue trabajando: los viernes asiste, por meet, a un taller literario, donde se analizan cuentos. La profesora es María Negro y como Olga es la mayor de todos, a la biblioteca virtual que armaron la bautizaron como “Chichita Strien”. Y además de usar whatsapp, con su tablet maneja Facebook y descubrió que puede encontrar, por ejemplo, a viejos alumnos y estar en contacto con la familia y amigos. Hace un tiempo que una señora la acompaña, pero ella siempre vivió sola. Durante 30 años vivió con una de sus hermanas, Nélida.
Lo que más le gusta es la relación que mantiene, a pesar del tiempo, con sus alumnos de entonces. Como cuando subió al colectivo 71 -aclara que camina asistida por un andador- y mirando al hombre que tenía al lado, le preguntó si se llamaba Juan Manuel. Era un viejo ex alumno a quien, a pesar de los años pasados, reconoció de inmediato.
En otra ocasión, paseando con su nieta, se cruzaron con una mujer con uniforme de enfermera. La mujer, a pesar del tiempo transcurrido, la reconoció enseguida: “Señorita, nunca me olvidé de su risa”, le dijo.
Olga es jovial, tiene una memoria envidiable y es predispuesta a hablar; todo lo responde no con nostalgia, sino con el orgullo y la satisfacción de una vida que, se nota, que vive plenamente. Como cuando se desvivía por rescatar a aquellos hijos del monte, del rigor del patrón y darles lo más valioso, educación.