Coty usa una cadenita con cuatro medallas. La más grande tiene grabada la frase “Siempre juntos”. Las otras tres, más pequeñas, llevan iniciales: J, F y E. Son los nombres de tres amores enormes y distintos. Joaquín, el hijo que murió en forma trágica. Fermín, el que nunca llegó a nacer porque su corazón dejó de latir en su panza. Y Esperanza, la chiquita de ojos azules que hoy ilumina sus días. Tiene 37 años, estrujó su corazón durante el duelo más lacerante, lo atravesó y hoy puede decir sin culpa: “Aprendí a reír de nuevo”.
Constanza Aguirre, Coty, nació en Jesús María, Córdoba. Todavía vive allí. Sólo se mudó durante unos años a la capital provincial para estudiar contaduría en la facultad. En el colegio Domingo Faustino Sarmiento conoció a José. Fueron tan íntimos amigos, que hasta entraron juntos en el acto de graduación. Después del secundario sus caminos se bifurcaron. Cada uno tuvo su pareja, hasta que cuando cumplieron 25 años, la vida los volvió a reunir. Pero esta vez, como novios. “Él también es contador. José estaba soltero hacía algunos años. Y yo estaba atravesando una separación difícil. Entre charla y charla, empezamos a vernos de otro modo y nació algo muy profundo”, cuenta.
Luego de dos años de noviazgo, el 17 de diciembre de 2016, Coty y José se casaron. Se fueron de luna de miel a Punta Cana. Y allí, gestaron a Joaquín. “Nuestro primer hijo, el que falleció”, señala. Embarazados, alquilaron una casa más grande en Jesús María y se mudaron. Joaquín nació el 17 de septiembre de 2017.
Cuando su hijo cumplió tres meses, Coty debía volver a trabajar a la empresa que la tenía contratada. José, por su parte, era dueño de una inmobiliaria y un estudio contable familiar, junto a su madre y su hermana. El matrimonio tenía una niñera que los ayudaba unas horas con Joaquín. “Un ángel”, dice Coty. Cuando se terminó su licencia, dudó: “Empecé a trastabillar. ¿Qué hacía con mi hijo? No quería dejarlo… Son esas cosas de madre primeriza. Y como también liquidaba sueldos en forma particular y mi esposo me impulsó a independizarme, hablé con mi empleador y me lo llevé como cliente. Así que empecé a trabajar en casa. Siempre digo que ni el destino hubiese sabido lo que me iba a tocar en poco tiempo. En esos meses lo exprimí a full a Joaqui, era todo maravilloso”.
Fue un tiempo hermoso, sí, con juegos y visitas todas las tardes a su abuela. Joaquín crecía sano: “Hablaba poquito, pero ya decía mamá y papá. Caminaba. Tenía una mirada muy dulce. Era un bebé grandote al que le gustaba comer, daba placer verlo. Agarraba las ramas de brócoli y las comía como si fueran un helado. Y se reía mucho”.
La vida les sonreía: en noviembre, Coty se enteró que estaba embarazada otra vez.
El dolor inexplicable
Toda la felicidad se interrumpió en forma abrupta, brutal y dolorosa el 19 de diciembre de 2018, cuando Joaquín tenía apenas 15 meses. A Coty se le nubla la voz cuando recuerda: “Joaqui ya caminaba, se bajaba de la cama, tenía un poco de autonomía, y esa noche, cuando nos estábamos por acostar porque hacíamos colecho, dormía con nosotros, jugábamos y se cayó hacia atrás, con su fuerza completa, no puso las manos, nada, y golpeó su cabeza contra el zócalo. Me di cuenta que no había sido un golpe cualquiera. Y empezó una tortura…”
Coty lo alzó. Su hijo, dice, “no estaba desvanecido, pero sí como somnoliento. Le toqué la cabeza y sentí como algo blando, como si fuera un chupito de agua”. Le gritó a su marido, que estaba en el baño. Y corrieron hacia la clínica que estaba frente a su casa. “Ahí hizo su primer vómito neurológico, como un chorro. Vino nuestro pediatra, lo vio y nos dijo ‘vayan a Córdoba’. Y salimos para allá…”
Una hora después, Joaquín ingresó al Sanatorio Allende, uno de los centros médicos más importantes de la provincia mediterránea. “Tenía una hemorragia y eso hizo que tuviera un daño importante muy rápido. En cuestión de horas lo intervinieron, pero Joaquín nunca más volvió, no conectó más. A los siete días, el 26 de diciembre, murió. Pasamos la Navidad en la clínica, fue muy trágico…”, repasa.
Dos meses después de la muerte de su hijo, Coty, deshecha, fue a ver al médico que lo operó, el jefe de neurocirugía. “Tenía la cabeza llena de preguntas. Saqué un turno como si me fuera atender y le dije, ‘explicame cómo funcionó la cabeza de mi hijo, por qué se murió’. Son cosas que me costó mucho no preguntármelas más. Me contó de la cantidad de casos que vio de niños que se caen, hasta del triciclo. Que a unos no les pasa nada, otros se mueren como mi hijo y algunos quedan vivos pero con secuelas terribles. Y ese hubiera sido el caso de Joaquín, porque tuvo pequeños micro infartos. También que si él hubiese estaba frente a casa con el quirófano listo, tal vez se salvaba. Pero claro, nadie tiene ese acceso tan directo”.
En febrero, Coty y José recibieron otra mala noticia, la pérdida del embarazo, que ya cursaba tres meses: “Cuando me hicieron la translucencia, vieron que tenía malformaciones congénitas. Algo terrible, muy raro. Creo que nadie me lo decía por el momento que yo estaba atravesando. Supongo que fue a causa del estrés que vivía por lo de Joaquín, no sé. Me hicieron una punción donde detectaron que no había latidos y poco después un legrado. Imagina en ese contexto que me hicieran todo eso. Fue transitar las dos cosas juntas. Demasiado para mi cuerpo y para mi mente. Entré en una especie de shock”.
El duelo por la pérdida del embarazo, sin embargo, estaba opacado por el de la muerte del hijo nacido, reconoce Coty. “Todo el tiempo buscaba señales, explicaciones. Con las únicas personas que podía hablar era con padres que habían perdido hijos. Les tocaba la puerta: ¿cómo hiciste? Miraba videos y fotos de Joaquín todo el tiempo. Me desarmaba. José me decía ‘¡basta!’, porque era como clavarme espadas en el cuerpo”. No obstante, cuenta, “pude saber el sexo del hijo que perdí en la panza, era otro varón. Y decidí ponerle un nombre, Fermín, y le agradecí. Porque en esos poquitos meses, sin haber nacido, en algo me ayudó. Cuando estaba en la clínica con Joaquín, pensaba ‘tengo un bebé en la panza’. Hoy trato de pensar que por algo estaba embarazada en ese momento, y que por algo lo perdí.”
El duelo
Dice Coty que el resto de ese verano se levantaba y veía que las horas estaban vacías. “Yo me quería morir, irme con él. No podía. Decía ¿qué hago hoy? Mi mamá me hacía las compras. Dejé de salir y hablar con amigas. Empezamos con psicólogos y psiquiatras. Fui al grupo Renacer, donde conocí a gente que pasó por lo mismo que yo y con quienes aún me hablo. Me compre libros sobre la muerte, sobre el otro plano. Todo lo que imagines: registros akáshicos, constelaciones familiares. Hice muchas cosas para salir adelante”.
Y además, debió convivir con la culpa. Que no duró demasiado tiempo, admite: “Sentís esa frase de ‘¿por qué no lo agarré?’ o ‘¿por qué no había una almohada en el piso como siempre?’, ‘¿por qué nosotros?’ Un psicólogo que tuve me dijo: ‘Joaqui te eligió a vos para partir, se fue jugando con vos’. Me aferré un poco a eso. Y también me dijo: ‘¿Pensaste qué hubiese pasado si él no estaba con vos y estaba con tu esposo, tu mamá o la niñera?’ Pensé ‘menos mal que estaba conmigo si ese era su destino’. Capaz si estaba con mi esposo, no sé, me separaba. Viste como somos las mujeres, de echar culpas. Acá me tocó a mí. Pero mi esposo es un diez”.
José perdió a su papá cuando tenía tres meses. Se electrocutó. Según Coty, “tenía otros recursos que quizás no sabía. Atravesó un duelo primario casi desde que nació. Él volvió a la vida muy rápido, cosa que a mí no me sucedió. Él a la semana ya iba al estudio, prendía la tele para ver fútbol. Me dijo ‘che, te molesta si voy a jugar al pádel?’ ¿Cómo? Yo no lo entendía. Se que cada uno tiene sus procesos. Y él volvía a su casa y encontraba una mina que sólo se quería morir. Porque llegué a pensar: ¿y si me empastillo? A mi se me había roto el alma, como si fuera un hueso, literal. Con José era así: o nos fortalecíamos o nos separábamos”.
Con el tiempo y la terapia, Coty se dio cuenta que había sido la manera que encontró José de sostenerla. “Yo estaba enojada con él, y un psicólogo me dijo: ‘Coty, ¿qué hacés si José se tira al lado tuyo y te dice me quiero morir? Si no se levanta ninguno de los dos. Y ahí lo vi, tenía razón. Se puso el escudo de ‘vamos, hay que meterle…’ Lo mismo hicieron mis padres, mi abuela… Ojo, José tuvo momentos en los que cayó también, pero salió rápido”.
Luchar por la esperanza
Cuenta Coty que, en su desesperación, luego de perder su embarazo, le preguntó a su obstetra: “¿Cuándo puedo buscar un hijo de nuevo? Lo quiero ya. Me pidió que esperara un mes. Y en abril quedé embarazada de Esperanza, nuestra hija en este plano”. Y remarca las últimas palabras. “En realidad —completa— yo por dentro pensaba que no iba a poder quedar embarazada de nuevo. No tuve en cuenta la capacidad de mi fertilidad. De hecho, si me preguntás cómo hice para tener relaciones, no lo sé, porque yo tenía una desconexión del mundo. Siempre digo que fue un milagro que me mandó Joaquín”.
Durante el embarazo de Esperanza, Coty debió lidiar con la depresión. Los motivos son claros: “Además de lo que había sucedido con Joaquín, teníamos el trauma del embarazo que perdí. SI siempre tenés que hacerte siete ecografías, yo me hice doce. Hasta terminamos amigas con la ecógrafa. Yo le decía ‘Ale, quiero verla’, y me respondía ‘bueno, venite’. Se me cruzaban un montón de cosas trágicas, oscuras. Cuando hice la translucencia con Joaquín, quería que fuera nena. Esta vez pasé a querer que tuviera el hígado dentro del cuerpo, que tuviera el corazón, las arterias… Que fuera sana, que naciera con vida. Yo tuve de todo: diabetes gestacional, una picazón que no resultó colestasis pero fue terrible, aparentemente estrés. Al final los médicos, junto a mi psiquiatra, decidieron medicarme para transitar un embarazo lo más armónico posible”.
Otro sentimiento negativo que surgió en ella fue el enojo, una de las formas en que se manifiesta la frustración. “Sentía que nadie que no hubiera vivido esto podía entenderme. Para mí estaban los que perdieron hijos de un lado y en la vereda de enfrente los que no los perdieron. Pasé por muchos psicólogos en ese momento. Un día, alguien del grupo Renacer armó un grupo por error. Había un montón de gente, hasta de Madrid, de Chile. Me puse a buscar y encontré la foto de una familia con un nene igual que nosotros. La agendé ‘papás jóvenes’. Era Celeste, la mamá de Lolo, una chica que salió en Infobae. Fue nuestro espejo. Y me dije, si ella pudo con eso, yo también puedo. Celeste es para mi una referente: escuché sus audios, su forma de expresar las ideas. Ella me conectó con Valeria (Schwalb), que fue mi última psicóloga por el duelo”.
Mientras transcurrían los meses, Coty continuaba aislada en su casa. Sólo salía para ir al médico, ver a sus padres y a su abuela: “Sino, sentía que se morían conmigo. Pero le tenía fobia a la gente. Me escribían y yo sólo contestaba con un corazón. Ni siquiera escribía en el teléfono. Una noche me desvelé y algo me bajó, unas líneas que para mí, dictó Joaquín, como una nueva luz. Se convirtieron en una carta donde conté todo lo que vivía, y que estaba llegando Esperanza. No se lo había dicho a nadie por miedo. Pero ya estaba de seis meses y se me notaba la panza. Le mandé esa carta a toda la gente que quería”.
Allí, con tinta negra, Coty escribió: “Hoy nos tocó que la muerte nos sorprenda sin permiso ni aviso. En un instante. Ya, para nosotros, no es una palabra prohibida, tabú. Hoy es parte de nuestra vida. La misma muerte nos mostró el dolor más profundo, asfixiante, desesperante y sobre todo perpetuo que jamás pensamos sentir. Créanme que no hay palabras ni capacidad humana para describir lo que sentimos y vivimos día a día. Joaqui nos enseñó lo que es la vida realmente. Y nos enseñó lo que es la muerte. Es nuestro pequeño gran maestro… Hoy, en medio de este dolor y caos, llevo en mi panza, creciendo, una nueva maestra para mí y José, que nos eligió para venir a esta vida a nacer, vivir, transitar el camino. En unos meses llega Esperanza. Como le dijo ‘La Espi’ que viene a mostrarnos que a pesar del dolor, de a poco siempre sale el sol”.
Volver a sonreir
Esperanza nació el 8 de enero de 2020, por cesárea. Un año y trece días después de la muerte de Joaquín. “Ella me salvó. Recién cuando nació pude volver a la vida, de a poquito. Después de semejante dolor, uno se tiene que rearmar. Igual no soy la misma persona. Tuve que aprender a reír de nuevo, a mandar un mensaje, a escribir, a que me salga poner ‘jaja’, a que me salga mandar una carita…”.
A Esperanza, cuando nació, la pudieron ver apenas dos o tres amigas de Coty. Enseguida comenzó la pandemia. Para ella, el encierro obligatorio “fue un changüí para darme un tiempo sola con ella y mi esposo”. Pero empezaron otros miedos: “Le veía el piecito rojo y pensaba que no le coagulaba la sangre, buscaba cosas que ni siquiera tienen explicación”.
Sin embargo, hubo un susto que despertó todas sus alertas: “Cuando Espi tenía un año y nueve meses le agarró un broncoespasmo muy agudo. Estuvo internada tres días. Yo pensaba ‘no otra vez’. Pero la vida me enseñó que puedo salir de una clínica con mi hija viva”. Por esa época, sufrió una recaída. “Yo ni quería salir con ella, entonces era mi esposo el que la llevaba a los cumpleaños”. De a poco, volvió a la normalidad. “Recuerdo que la psicóloga me decía que Espi no se merecía el resto de la mamá que le quedó por haber perdido a Joaquín. Y tenía razón”.
Hoy, Esperanza tiene cuatro años y va al jardín. Y Coty celebra “cada cosa que hace como si todos los días recibiera un título universitario. La voy a ver a la escuela y me emociono. A mi no me hubiese gustado tener este sacudón para aprender, preferiría ser la boluda que era antes y no tener la sabiduría que me enseñó mi vida. Pero me tocó. Aprendí cuáles son las cosas que tienen importancia. Y a disfrutar cada etapa. Mi hija es una nena feliz, y con ella la casa está alegre. Eso es lo que me indica ‘es por acá’”.
Claro que a veces llora, Coty. Aunque “cada vez menos, porque lloré mucho”. Claro que recuerda a Joaquín e imagina a Fermín. Esperanza lo sabe, porque le habló de ellos con las palabras que una nena puede entender. Su hija la mira. Y más de lo que piensa. “Hace poco estábamos viendo un video de Joaquín los tres. Vino, me dio un abrazo y me preguntó: ‘Ma, por qué llorás’. Y le dije, ‘nada, porque lo extraño’. Me volvió a abrazar, como si fuese una adulta. Y después le contó a su maestra: ‘mamá llora’”.
El 17 de septiembre, Joaquín hubiera cumplido siete años. Coty, José y Esperanza tiraron siete globos al cielo. Su hermana escribió un mensaje y se lo pegó a uno de ellos. Los vio hacerse chiquitos en el aire. Miró a sus papás. Y les dijo ‘él en el cielo es grande, creció ¿de qué va a ser su torta allá?’”
La palabra de la psicóloga Valeria Schwalb: ¿qué es el duelo?
“No tenemos dudas de que la muerte es parte de la vida humana. La aceptamos con dolor y cuestionamos los porqués muchas veces. Nos lleva a pensar en la muerte como falta de merecimiento o injusticia a los ojos humanos. La mente no puede comprender el acto de morir, menos aún cuando se trata de un hijo.
En ese instante, la idea de que las personas mueren al alcanzar una avanzada edad y haber vivido todo, se desmorona sobre nosotros y nos aplasta. Es incomprensible que un bebé pueda fallecer. La razón no nos consuela y nos deja en un callejón sin salida. Por eso, el crecimiento espiritual y la sanación desde el alma se vuelven imperativos, para calmar nuestra neurosis que complica todo. Si un duelo así no se elabora de manera sana, las consecuencias en todas las áreas de nuestra vida son inevitables.
Es probable que un tsunami arrase con nuestra salud, nuestras capacidades cognitivas, relaciones, trabajo, economía, sexualidad y amor propio. El duelo no es una enfermedad, por lo tanto, no se puede curar. Pero sí se puede sanar con la ayuda de profesionales especializados en la salud mental. La resiliencia es la clave para encontrar alivio en el corazón, como un oxígeno vital.
Aceptar lo irreversible e incomprensible nos permite dejar de lado la rabia y conectarnos con nuestras emociones. Dejar de juzgarlas como buenas o malas y aprender a convivir con un dolor que puede convertirse en maestro de nuestras fortalezas internas. El sufrimiento es evitable, al igual que las consecuencias de un evento traumático como el vivido por Coty con su hijo. Liberarnos de la culpa alivia la carga para poder seguir adelante.
Quizás pensamos que solo le sucede a padres descuidados, pero los accidentes domésticos son una de las principales causas de mortalidad infantil. Padres presentes, atentos, amorosos y dedicados también pueden encontrarse en situaciones similares. La única certeza es que los seres humanos somos finitos y hay múltiples razones que pueden llevarnos a la muerte.
Cargar con sufrimientos no nos acerca a quienes hemos perdido. Aceptar nuestra vulnerabilidad e impotencia nos ayuda a comprender que seguiremos aprendiendo mientras vivimos, sin necesidad de entenderlo todo. El amor no muere y podemos conectar de una nueva manera con quienes partieron, honrando su memoria en nuestras elecciones diarias y siendo portadores de la luz que nos acompañará hasta nuestro último aliento”.
Lic. Valeria Schwalb, psicóloga especialista en duelo y resiliencia. MN 358 67 @resilienciaenred