Existe en todo el mundo pero siempre se la vio como una modalidad típicamente argentina, que nació como un precario transporte de pasajeros, que a pesar de que carecía de autorización oficial, hasta tenía una parada en la vereda misma de la Casa Rosada, en los tiempos en que su perímetro no estaba enrejado. El nuevo medio de transporte comenzó el lunes 24 de septiembre de 1928, hace casi un siglo, y tiene su particular historia.
En 1928, año de efervescencia electoral que consagraría la fórmula radical Hipólito Yrigoyen Francisco Beiró, había quienes buscaban alguna salida a la difícil situación económica.
En una mesa del café La Montaña, de Rivadavia y Carrasco, un grupo de taxistas se lamentaba por el poco trabajo que tenían y la dificultad de llegar a fin de mes. Compartían las penas José García Gálvez, un español naturalizado argentino que había sido chofer de Jorge Newbery; Rogelio Fernández, futuro corredor de Turismo Carretera; Pedro Etchegaray, Manuel Pazos, Felipe Quintana, Antonio González y Lorenzo Porte. De ese cónclave porteño, salió la idea de adaptar sus Ford T que funcionaban de taxímetros, en un transporte de más de un pasajero. Lo llamaron el “auto-colectivo”. También se rescata una anécdota del historiador anarquista Diego Abad de Santillán, quien le sugirió a un gallego que la estaba pasando mal transformar su coche en un pequeño ómnibus. “¡Por diez centavos hasta Lacarra!”, voceaba.
Desde 1921 funcionaban los ómnibus, que cubrían trayectos de media y larga distancia, y que competían con los taxis y aún con los tranvías. Las empresas tranviarias se dedicaron a perseguir a esta innovación en el transporte, aunque no encontraron eco en todas las autoridades, incluida la del presidente Yrigoyen, quien defendió a los taxistas devenidos en colectiveros. Es que algunos de estos “auto-colectivos” solían hacer el mismo recorrido que los tranvías y hasta se le ponían adelante para poder sacarle pasajeros. Hubo casos de agresiones contra estos nuevos medios de transporte.
Los “muertos de hambre”
Comenzó a circular ese lunes 24 de septiembre sin tener ningún tipo de autorización y, arriesgándose a multas y secuestros de vehículos, en un día lluvioso salieron a la caza de pasajeros. Lo primero que hicieron fue tapar la bandera característica del taxi, y escribieron con tiza en la carrocería el recorrido: Primera Junta - Lacarra, pasando por Plaza Flores. Se preocuparon por mantener un horario, y le cobraban los 10 ó 20 centavos -según el destino- al pasajero al bajar.
El diario La Nación informó dos días después que “los coches inician el recorrido a las siete de la mañana, con intervalos de cuatro minutos, cargando solo cuatro pasajeros y uno más del lado del conductor. Este inusitado recurso de transporte económico, el taxiómnibus inaugurado ayer hoy se ampliará con otra línea”. Llevaban hasta cinco pasajeros: uno, en el asiento del acompañante: tres en el asiento trasero y otro en el asiento que se adaptaba en el baúl.
¿Con qué nombres el ingenio popular los bautizó? Vicente Gesualdo, en su trabajo Historia del Colectivo, enumeró “Taxi barato”; “Taxi del pueblo”; “Taxi ómnibus” y “Bufoso”, porque cargaba cinco y disparaba.
No todos los taxistas estuvieron de acuerdo con este invento. Algunos llevaban un pan en el asiento delantero y cuando se cruzaban con uno, se lo mostraban y le gritaban “¡muerto de hambre!”.
Según Juan Carlos González, presidente del Museo del Colectivo Antiguo, “los auto-colectivos de esa primera línea llegaron a ser cuarenta, y el mismo taxista era el que elegía el número de línea”.
La segunda línea en aparecer fue la “8″, que iba desde Nazca y Rivadavia hasta Plaza de Mayo. Pero el viaje inaugural no lo pudieron completar. No cayeron en la cuenta que el día que arrancaron era el 12 de octubre, en la que la ciudad era un hervidero de gente ya que asumía su segundo mandato Hipólito Irigoyen. Fue imposible llegar al centro.
Conquistar al público femenino
¿Cómo vencer la resistencia femenina a subirse a este tipo de vehículos? Nuevamente el ingenio de los choferes llevó, en una típica acción de marketing, a contratar a mujeres como pasajeras y de ahí en más el prejuicio desapareció. Hasta algunos tenían un servicio exclusivo para las damas.
El éxito alcanzado por el colectivo motivó a ampliar los transportes. José Fonte y José Chiofalo fueron los primeros en alargar la carrocería de los coches, lo que permitió llevar a once pasajeros: uno adelante, tres atrás, tres en el medio, dos en transportines (pequeños asientos plegables) ubicados a cada lado y dos más junto al chofer. Claro que si el que tenía que bajar estaba sentado atrás, todos los demás debían descender para permitirle el paso.
Adefesio mal construido
Aunque no todos construían sus unidades de la misma manera. Al español Grau la intendencia le había rechazado su vehículo varias veces “por ser un adefesio mal construido, elemental y casero”. Grau fue a verlo al intendente, diciendo que si no le aprobaban la unidad, se vería obligado a robar. Dicen que el intendente apoyó su mano en el hombro del hombre y le concedió el permiso.
Se cobraba por secciones y el chofer dependía mucho de su memoria y de la honestidad del pasajero. El boleto recién aparecería en 1932 pero los choferes no quisieron saber nada y terminaría implementándose en 1942. “El 3 de enero de ese año -explicó Juan Carlos González- en las líneas 212 y 263, los llamados choferes-guardas comenzaron a encargarse de cortar y cobrar boletos. En esta nueva función, los colectiveros permanecían en la parada hasta terminar la operación de entrega de boletos, y recién entonces arrancaban. El pasajero recibía el boleto al ascender, y cuando bajaba debía pagar y devolverlo. Este boleto usado iba a parar a una urna de vidrio ubicada junto a la boletera, más adelante fue reemplazada por una bolsa. Llegado el coche al control, la bolsa se vaciaba en una lata, una suerte de fosa común de todos los boletos del día. Aunque en la década de 1960 la devolución del boleto al descender cayó en desuso, durante muchos años la frase “devuélvase al descender” continuó apareciendo al dorso”.
Eran tiempos en los que no existían aún los postes indicadores. Por eso la Comisión de Control de Transportes implantó un sistema de boletas numeradas para organizar el ascenso por turno en puntos neurálgicos. Comenzó a ensayarse en Plaza de Mayo, el 19 de julio de 1944. El pasajero debía solicitar una boleta y la entregaba a un inspector, quien le indicaba el momento de ascenso al vehículo. No fue una buena idea, ya que este sistema duró poco tiempo.
Con la implementación del boleto en los colectivos, el borde de corte de las máquinas boleteras apareció dentado. ¿Por qué? Porque los colectivos no tenían guarda que cortaba el boleto. El colectivero debía solucionar el corte de boletos con una sola mano, ya que la otra estaba ocupada en el volante. El borde dentado resolvió el problema. El “para atrás que hay lugar” fue la constante imposición del chofer a los pasajeros que pugnaban por permanecer cerca de la puerta delantera, la única que por años contaron esos colectivos, que nacieron de la inventiva porteña y de una mishiadura que un grupo de taxistas intentaban escapar.
Fuentes: Historia del colectivo, por Vicente Gesualdo – Revista Todo es Historia; entrevista a Juan Carlos González, presidente del Museo del Colectivo Antiguo.