—¿Qué le dirías hoy a ese Matías chiquito, de tres, cuatro, cinco años, al que le agarraba pánico cada vez que su papá estacionaba el auto en la puerta de su casa?
—Le diría que aguante, que soporte, que tenga esperanza de poder salir. Y le daría todo el amor que no tuvo. Lo abrazaría tan fuerte que no podría soltarlo.
Matías Peralta Proske tiene 23 años y trabaja en una fábrica de Rosario, mientras continúa perfeccionando su inglés. “Y no siempre me llamé así”, cuenta desde la solapa de Soy el Matías. Ni víctima ni premio consuelo, el libro que escribió junto a su mamá adoptiva, la periodista Erika Pasero Proske.
En esas páginas cuenta su historia repleta de “baches y agujeros negros que procuro ir rellenando”, como dice. El suyo es un relato tan crudo como desgarrador. Porque este joven Matías habla de aquel Matías, el niño que sufría la violencia rutinaria, los golpes permanentes, los castigos diarios. También el desprecio, la ausencia de amor. Y la negación: de sus sentimientos, de sus emociones, de sus palabras. La negación de su niñez. Y la inocencia interrumpida.
Porque este Matías es, además, el nene que debió bañarse con agua fría y compartir hasta el cepillo de dientes en el hogar. Que fue ignorado por la Justicia. Hasta que al fin, después de seis años que -en su propia medida del tiempo- duraron mucho más, logró cumplir el deseo que gritaba a viva voz, ante la indiferencia de los adultos: tener una familia.
Pero ante todo -como dirá Erika- “Matías es un milagro”. Ese nene que debió enfrentar el odio es este joven que convida alegría. Simpático, ocurrente, repleto de carisma, hoy se sienta en el estudio de Infobae junto a su mamá para repasar cómo sobrevivió al infierno primero y superó el purgatorio después para, al fin, ganarse el cielo que todos los niños merecen. “Escribí el libro para ayudar a otras personas que pasaron por lo que yo pasé -explica-. También para fomentar la adopción de chicos adultos. Y además, romper ciertos prejuicios”.
—¿Cuáles son tus primeros recuerdos?
Matías: —Hasta los cinco años viví en Santa Fe (capital) con Andrés, mi padre biológico; María, mi madre biológica; mis dos hermanas y mis dos media hermanas. Éramos cinco niños; yo era el tercero. Y mis recuerdos no son agradables: sufría violencia física y castigos muy severos por parte de mi padre. Golpes con sus manos a la boca del estómago. También con cables pelados: con la punta de bronce me daba latigazos en las pantorrillas. O me pateaba con sus botas cuando estaba en el piso. Todo porque yo iba al jardín de infantes y cada vez que volvía del trabajo, su obsesión era preguntarme el abecedario. Si yo no se lo sabía responder, era una golpiza. O un castigo, como dejarme parado en el comedor mientras ellos comían y yo, no.
—No te pegaba porque no sabías el abecedario: te pegaba porque era una mierda.
Matías: —Sí. Él descargaba en mí toda la bronca y la frustración que tenía. Y lo hacía por ser el único hijo varón. La violencia era todos los días, algo rutinario para él: llegar de trabajar y pegarme. Me invadía el miedo verlo entrar y, automáticamente, dirigir hacia mí toda su atención o su bronca. Sus manos eran muy pesadas y a veces, por la fuerza de sus golpes, yo sentía que me moría. Que me iba a matar. Yo rogaba, lloraba, gritaba, y nadie venía por mí. Tenía que sobrevivir a esas golpizas, y repetir el mismo episodio todos los días.
—¿Y María, tu progenitora?
Matías: —Nunca sentí un cariño de ella. En el libro la defino como una planta porque siempre la sentí ausente. Se me hacía súper raro que no se involucrara frente a las injusticias que yo sufría por parte de mi padre. Cualquier madre, ante esas situaciones que me pasaron, saltaría a defender a muerte a su propio. A mí, no.
—Vos ibas al jardín de infantes. Las instituciones educativas aplican protocolos cuando un niño está siendo violentado. ¿Esto no sucedió?
Matías: —No. Yo tenía hematomas o moretones en todo mi cuerpo, y aún así, en el jardín nunca me preguntaron. Cuando llegué a Casa Cuna no fue por la denuncia del jardín o externa, de algún vecino. Llegué porque ocurrió un episodio al que llamo la explosión.
—¿Qué sucedió ese día?
Matías: —Mi viejo poseía dos celulares: uno laboral y uno personal. Ese día se olvidó el laboral, y mi media hermana se lo esconde en la cocina, a modo de broma. Nosotros estábamos esperando para comer milanesas con puré; mi madre se va a bañar. A los minutos cae mi viejo: empieza a caminar de acá para allá, enfurecido, preguntando si alguien había visto su celular. Nadie le respondía. Se dirige a mí: yo no le respondo. Le pregunta a mis media hermanas y una de esas ellas no se aguanta la situación. Hace una mueca y mi viejo se da cuenta de que le estamos jugando una broma. Entonces pasa a un estado más violento: empieza a romper cosas de la cocina, platos de vidrio, y a tirar cubiertos al piso. “¡¿Dónde está mi celular?! ¡¿Dónde está mi celular?!”. Y dice unas palabras que me quedaron grabadas a fuego: “Bueno, como no me quieren decir dónde está mi celular, ahora van a ver...”. Va la pieza de mis hermanas, empieza a sacar ropa y objetos de ellas, lleva todo al patio y las prende fuego. Seguía preguntando por el celular, pero mis hermanas no le decían dónde estaba.
—Debían estar en pánico.
Matías: —Sí. Y cuando le dicen dónde estaba, empeoró: se puso mucho más agresivo. Siguió sacando cosas y echándolas al fuego. Todo se empezó a incendiar mucho más.
—¿María seguía sin aparecer?
Matías: —Ya había salido del baño y así, como si nada, se quedó parada en la cocina sin interferir; como una planta. Con mis dos hermanas más pequeñas estábamos en shock: llorando y gritando.
—La más chiquita era una beba.
Matías: —Sí. Y con mi otra hermana, un poquito menor a mí, se nos ocurre resguardarla debajo de la mesa. Era una situación de caos. Y no paraba y no paraba... En un momento el recuerdo pasa de estar dentro de la casa a estar arriba de una chata de la Policía, rodeado de policías, bomberos y vecinos. Ese episodio fue mi salvación: desde su bronca, desde su enojo, terminé en el hogar.
—¿Esa fue la última vez que viste a tus progenitores?
Matías: —Sí. A mi mamá la vi una vez más cuando tuve la revinculación con mi abuela. Y me enseñó a una beba nueva: mi tercera hermana.
—Ese día de la explosión, ¿se llevaron a los cinco hermanos?
Matías: —Mis dos media hermanas, que eran hijas de mi mamá biológica con una pareja anterior, se fueron a vivir con mi abuela. Y a mí me llevan con mis hermanas pequeñas a la comisaría; después terminamos en el hogar.
—¿Qué sentiste ahí, en Casa Cuna?
Matías: —Yo no tenía ni idea de lo que era un hogar. Tampoco sabía que iba a estar tanto tiempo... Sí sentía que no iba a estar cerca de mi padre. Y me sentía más seguro, aliviado. Pero me separan de mis dos hermanas. Ellas van al sector de bebés y yo, como había cumplido cinco años, voy a otro sector, con chicos un poco más grandes. Yo estaba en silencio, como en shock. De a poco empecé a romper este cascarón.
—¿Todo eso, la violencia de tu padre biológico, el incendio, la comisaría, el arribo al hogar, fue en el mismo día?
Matías: —Sí. Fue todo muy rápido: de estar en mi casa, en el mismo día pasé a estar en un lugar que no conocía, con muchos chicos con historias iguales o peores a la mía. Yo no entendía nada... Trataba de asimilar toda esa situación.
—Más allá de la violencia, ¿en algún momento de esos primeros años de infancia te sentiste querido?
Matías: —¿Por mis progenitores? No, no, no. Nunca sentí un cariño.
—No sabías lo que era ser querido.
Matías: —Exactamente. No sabía lo que era sentir el cariño de un padre. Y eso se me hacía muy triste, no por mí sino por mis hermanas pequeñas. Me puse un objetivo: ser el padre que ellas no habían tenido. Formarme como su figura paterna. Así fue durante los cinco años que estuve en el hogar con mis hermanas.
Erika: —Las celadoras me contaban que cuando ingresa al hogar, Mati quería darle la mamadera a sus hermanas: no quería que otra persona se las diera, para él ocupar ese rol de padre.
Matías: —Yo tenía un pensamiento muy rotundo: “¿Qué va a pasar conmigo? ¿Y qué va a pasar con mis hermanas?”. Mi preocupación era que ellas no sufrieran.
—Que no volvieran a su casa.
Matías: —Claro. Nos negamos rotundamente a volver con nuestra familia. En el hogar empecé a tener entrevistas con psicopedagogas, psicólogos. Yo les contaba todas las cosas que mi padre me hacía y ellos me preguntaban, como tratando de buscar una revinculación. Todo el tiempo yo pedía, rogaba, por una familia: quería recibir ese amor. Una psicopedagoga, Ceci, fue la que más me ayudó. Le agradezco un montón porque ella hizo posible mi adopción. Peleó mucho por mí.
—¿En algún momento estuvo en duda que volvieras con tus progenitores?
Matías: —Intentaron hacer una revinculación con mi abuela. Mi padre al principio peleó nuestra tenencia, hasta que se dio por vencido.
Erika: —Ambos, el padre y la madre, quería que se los devolvieran. Pedían la restitución. Pero les hicieron estudios psicológicos y se determinó que no son aptos. No pueden cuidar amorosamente a esos niños. Aún así, tiempo después tuvieron otra hija más. Y se la dejaron.
—¿Qué era lo que más faltaba en el hogar?
Matías: —Éramos alrededor de 30 chicos y compartíamos el cepillo de dientes, la ropa interior, las zapatillas. Y uno a veces se sentía mal, o se peleaba, porque tenías una remerita y decías: “Huy, hoy no la puedo usar porque la va a usar este chico”.
—¿Nada es tuyo?
Matías: —Claro. Nada es tuyo. Todo era compartido.
—¿Y vos, qué soñabas tener?
Matías: —Un juguete. Unas zapatillas. O un cepillo de dientes.
—Erika, ¿qué te pasa a vos cuando tu hijo te cuenta que vivió estas cosas?
Erika: —Era durísimo. Pero la psicopedagoga de Casa Cuna me dijo: “Matías se salvó y está bien porque habla. Dejalo que hable. Y si tenés alguna duda o consulta, preguntale tranquila, porque Matías está preparado para contestar”. Entonces, cuando Matías me empezaba a contar, me destruía por dentro. Pero yo hacía un personaje de (alguien) fuerte: trataba de no llorar. Después iba al baño, para que él no me viera, y caía desplomada del dolor, llorando.
—Matías, ¿en algún momento pudiste volver a ser un niño?
Matías: —Había momentos. Cuando estaba con las familias recreativas era maravilloso porque me podía sentir un niño normal. Tenía experiencias que no podía vivir porque estaba dentro del hogar, o porque directamente no las había vivido. Ni me imaginaba que las podría vivir alguna vez.
Erika: —Después de pasar una serie de entrevistas, una familia puede convertirse en familia recreativa. Y así pueden sacar a pasear o llevar de vacaciones a los chicos que están institucionalizados.
Matías: —Con las familias recreativas yo podía disfrutar de una colonia, del cumpleañitos de algún chico del pueblo, de mi cumpleaños. Podía tener la vida normal de un chico. Todo eso me aliviaba mucho el dolor que sufría dentro del hogar.
—Contemos que un chico permanece en un hogar hasta que la Justicia define si lo revincula con su familia de origen o bien, si puede ser adoptado. ¿Por qué se tardó tanto en dictar la adoptabilidad de Matías y sus hermanas?
Erika: —El juzgado tardó mucho. Estamos hablando de muchos años atrás, unos 14, cuando la figura del RUAGA (Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos) todavía no existía; se creó después.
—Todavía existía la adopción directa.
Erika: —Exacto. Y pasó de un juzgado a otro, y por alguna razón quedó cajoneado. En los informes de Casa Cuna estaba que Matías pedía por favor una familia. Pero los expedientes no se movían.
—Y la abuela pedía la revinculación: eso también habrá demorado todo.
Matías: —La revinculación con mi abuela fue entre mis siete y ocho años, y los tres, con mis hermanas, nos negábamos. Con mi abuela vivía un tío, que a veces pedía plata por la calle. A mí me obligaban a salir con él y pararme en la puerta de un supermercado a pedir monedas. Aún así, seguían insistiendo en esta revinculación. No queríamos vivir con mi abuela: con mis hermanas se lo tuvimos que pedir muchas veces a jueces, psicólogas y psicopedagogas.
Erika: —Yo lo sé por los expedientes: los tres volvían de la casa de la abuela golpeados, quemados por cigarrillos; les arrancaban el pelo desde el cuero cabelludo. Agresiones físicas muy pero muy graves. Pero nunca se tuvo en cuenta lo que ellos decían.
—En el libro, hablás de dos apariciones.
Matías: —Sí. Me aterraban. Aparecían cada tanto. La primera fue en mi casa: veía una especie de luz blanca que me observaba. Y la otra, más hostil, fue en Casa Cuna: aparecía algo negro, una especie de espectro que también me miraba. Hasta que una noche se me acerca y me dice que nunca iba a dejarme ir, que siempre me perseguiría. Cuando siento que me toca, me hice encima. Me acuerdo que cuando estaba en mi casa y le mencionaba a mi padre biológico de que me daba miedo este espectro blanco, me decía: “¡Callate! Andá a dormir”.
—¿Y en Casa Cuna?
Matías: —Ahí no tenía a alguien como para que yo pudiera decirle. Y era tratar de soportar: ver esa cosa, sentir miedo y taparme con la almohada. O a veces, ir corriendo a un armario y prender la luz. Esto ocurría en la noche, cuando estaban todos dormidos.
—Eras muy chiquito.
Matías: —Sí. Y era volver corriendo a la cama, todo asustado. Taparme yo solo porque “las tías” (como llamaba a las celadoras) no estaban: cuando sentían que todos los chicos ya estaban dormidos, se iban al comedor. Y si tenías una pesadilla, nadie te contenía.
—No había nadie para abrazarte cuando tenías una pesadilla.
Matías: —No. Desde esa noche que se me acercó, ya nunca más apareció. Pero mi miedo a la oscuridad siguió. Lo fui perdiendo con el tiempo.
—¿Qué pasaba cuando adoptaban a chicos del hogar y veías que ellos salían, pero vos no?
Matías: —Todo chico que está en un hogar se pregunta: “¿Por qué no me adoptan a mí? ¿Por qué yo no? ¿Qué pasa conmigo? ¿Estoy haciendo algo mal?”. Yo sentía que, para ser adoptado, tenía que mostrarme lo más correcto posible. Si no era bueno en la escuela, nadie querría ser mi amigo, o adoptarme. Era un esfuerzo constante parecer un chico normal. Los años pasaban y pasaban, y yo no sabía cuándo iba a ser adoptado.
Erika: —Por el trabajo, yo me acerco a Casa Cuna y apadrino a una nena económicamente, para pagarle los útiles o algo más. Un día me llama la directora: “Hay un chico al que le va muy bien en la escuela y quiere estudiar inglés, pero nosotros no podemos pagarlo”. Casa Cuna ni siquiera tenía agua caliente. Y me pide si podía pagarlo yo. “Sí, claro. Yo vivo en Rosario; cuando vaya a Santa Fe, quiero conocerlo”, le dije. Y cuando fui, era Matías. Yo no quería ser mamá, tener hijos, pero cuando lo vi me pasó algo que no puedo explicarlo con palabras. Lo amé desde el primer instante. Una conexión profunda. Y lo único que él hizo cuando me vio fue darme un beso y salir corriendo. Empecé a ir los fines de semana a sacarlos a pasear como familia recreativa. Mati ya tenía 10 años, y me llama la directora: “¿Vos realmente querés adoptar a Matías?”. Y con quien era mi esposo en ese momento decidimos que sí. “Bueno, anótense en el RUAGA, pidan por Matías”. Ahí hicimos todos los papeles, todo legal.
—¿Alguna vez se barajó adoptar a los tres?
Erika: —No, no. Yo no podía, ni económica ni emocionalmente, hacerme cargo de los tres hermanos. Y mi vínculo siempre fue con Matías.
Matías: —Con mi adopción, se dio la posibilidad de que mis hermanas entraran en el sistema de adoptabilidad. A ellas las adoptaron juntas, un año después.
Erika: —Me parecía muy importante que mantuviera el vínculo con sus hermanas. Entonces entré en contacto con sus padres adoptivos: siempre tuvieron vínculo. Siempre.
—¿En qué momento entendiste que era tu hijo?
Erika: —Lo supe desde siempre. No tengo forma de explicarlo lógicamente. ¿Viste cuando una mamá biológica te dice que después del parto le dan al bebé y, a primera vista, es el amor de su vida? A mí me pasó eso cuando lo vi a Matías.
—¿Y vos, en qué momento sentiste que Erika era tu mamá?
Matías: —Desde el momento en que me enteré que me iba a adoptar, supe que ella era mi mamá.
—¿Te salió fácil decirle mamá?
Matías: —Sí. No me costó. Lo que tuvimos que aprender fue a ser madre y a ser hijo, porque ninguno de los dos había pasado.
—Hubo otro momento difícil: episodios de violencia de tu papá adoptivo, cuando todavía no estaba dada la adopción plena.
Matías: —Sí. Cuando empiezo a salir con ellos, era todo lindo, como un cuento. Y de un momento a otro volvía a vivir estos episodios de violencia: golpes a la boca, al estómago. Todo sin que ella lo supiera porque era siempre a escondidas, cuando ella no estaba en casa. O por ejemplo, paseábamos al perro en el parque y cuando él observaba que no había nadie alrededor, soltaba un golpe lateral a la boca del estómago. Hasta que le conté a ella que estaba sufriendo violencia por parte de mi padre.
—¿Qué edad tenías?
Matías: —12 años.
—¿También era violento con vos?
Erika: —No. Jamás había tenido un episodio de violencia, ni siquiera de gritos, ni verbal, ni nada. Yo no podía creer lo que estaba pasando. Me puse en pareja con él a los 19, lo adoptamos a Matías a mis 33. O sea, lo conocía de toda la vida. Y era como si me hablara de otra persona... Fue terrible. Casi me muero. Me aterré. Y nos separamos. Si no nos separábamos, lo perdía a Matías.
—Le creíste a Matías, inmediatamente.
Erika: —Sí, por supuesto. Y estando separados, seguimos el proceso de adopción. Nosotros teníamos guarda preadoptiva, pasamos el caso a Rosario y seguimos mintiendo: Matías contaba que estaba en Disney, con la familia ideal, y en realidad estaba solamente conmigo. Hasta que nos dieron la adopción plena. Y después, Mati tuvo una charla con él y lo perdonó.
Matías: —Mi miedo era ese: no saber si me iba a creer. “¿Cómo le explico que la persona con la que está casada, me pega? ¿Y qué va a pasar con mi adopción si yo cuento esto?”, pensaba. Porque podía ser devuelto al hogar y mis probabilidades de ser adoptado, bajaban. Cuando le conté y me creyó, me sentí súper aliviado. Me saqué un peso de encima. Y con él sigo teniendo una relación, aunque obviamente es distinta a la que yo tengo con ella. Lo perdoné completamente.
—¿Pero para vos, es tu papá?
Matías: —Sí. Para mí, es mi papá.
—¿Y vos, lo perdonaste?
Erika: —No, no. Yo no. No hay nada en el mundo que pueda justificar lo que hizo. Y además, puso en riesgo perder a Matías para toda la vida, condenarlo a que viviera el resto de su vida en un hogar de tránsito, someterlo a otro abandono, a otros golpes. Nunca en la vida lo voy a poder perdonar. Yo no tengo la grandeza de Matías, esa nobleza en el alma.
—Matías, ¿si Andrés y María llegaran a leer esta nota, qué les dirías?
Matías: —No sé si la van a ver. No me nace nada de ellos, ni querer verlos, buscarlos. No son nada para mí. No son mis padres. Solamente son la gente que me dio la vida. Y nada más. Pero si me lo cruzara a mi viejo, le diría dos cosas: “Gracias, porque por gracias a tu debilidad como persona, yo pude conocer a muchas personas valiosas que me ayudaron a ser la persona que soy hoy. Y sos un boludo. Te perdiste de la cosa más linda del mundo: ser padre”.