“Me cuesta mucho decirlo, pero me convertí en la mamá de mi mamá. Ella no sabe quiénes somos, pero yo sé quien es ella para mi. Hay un video que tengo donde vamos en auto y me pregunta si la vi a Pany. Y le respondo ‘yo soy Pany’. ‘Mi hija es Pany’. ‘¿También?’…’ Eso me pegó mucho”.
Pany Chama es abogada, actriz, periodista e influencer; su lucha para ser madre fue áspera, larga y se coronó con trillizos. Hoy tiene una hija más: Susana Arcusín, de 76 años. Su mamá. Y se subió a otro ring para una pelea en la que recibe muchos más golpes de los que puede bloquear. El rival es implacable: se llama Alzheimer. Pero ella no afloja.
Pany habla a borbotones, se desordena. Vuelve a los videos que guarda de su madre. “Ella es natural, espontánea. Me preguntó una vez: ‘¿Vos tenés papá?’ ‘Sí, es tu esposo’. Y entonces dice “ahhh…', pero se traba. Pero trato de no molestarla por sus errores”.
Hoy, que se invirtieron los roles, Pany asegura que su mamá se volvió “su obsesión, no sé cómo llamarlo. Mi obstinación, quizás”. Por eso graba muchos momentos de su relación con ella: “Ya había experimentado con los videos de mis tratamientos de fertilidad. Exponer esto me ayudó a conectar con mucha gente que lo pasó. Me alivia porque me cuentan sus experiencias. Y encima sin haters, porque los mensajes son todos de amor y familia”. Cuando los lee, le dicen que se quede tranquila, que hace todo por su mamá, pero no le alcanza: “Siempre siento que no es todo”.
El día que la vida cambió
Los primeros síntomas que detectó Pany se registraron cuando toda la familia —hermanos, hijos, abuelos y 9 nietos— estaba de viaje en un all inclusive de Playa del Carmen en 2017. En ese entorno paradisíaco y despreocupado, notó algunas conductas erráticas: “Mamá andaba algo perdida, muy dependiente de papá. Hacía preguntas inconexas, repetitivas, se desorientaba. Era raro viniendo de una mamá muy independiente siempre, que manejaba, que hacía home banking, que había tenido premios como mujer emprendedora…”.
Sin embargo, la familia ni pensaba en la posiblidad del Alzheimer. Lo negaba. Decían —cuenta—, que era “un deterioro por la edad”. “Mamá venía de estar con un psiquiatra que la había enviado a una especialista para estimular lo cognitivo. Recuerdo que iba con ella a la calle Darwin. También fuimos a un neurólogo. Eso me ayudó para hoy saber qué hacer con ella”.
De esas sesiones, Pany recuerda que “le contaban un cuento, la distraían, y a continuación ella tenía que repetir algo de lo que oía. Eran como juegos para saber dónde estaba. Yo me ponía nerviosa, quería soplarle las respuestas como si fuera Feliz Domingo: ‘dijeron sol, tenés que decir sol’. Le hacían preguntas básicas, le mostraban una birome y tenía que decir qué era. Y no recordaba nada”.
El proceso de Susana fue rápido. Y lo que sucedió luego es que una tarde salió de su departamento y se perdió por su barrio, Villa Crespo, donde vive separada por media cuadra de su hija. “Siempre iba una señora hasta el mediodía. Pero se escapó y se desorientó. Nunca solía salir sola. La encontró el encargado del edificio. En el día a día fuimos aprendiendo cosas nuevas. En ese caso hubo que sacar las llaves, cambiar la cerradura”. Por esa época —hace siete años— le hicieron estudios en el Hospital Italiano y llegó como una maza el diagnóstico: Alzheimer.
A continuación vino el deterioro físico. Susana empezó a perder movilidad y otras funciones. “Comenzó a no detectar su parte higiénica, como que hay que lavarse los dientes, para qué es el jabón. Es decir, la rutina diaria la olvidó completamente. Al verano siguiente nos teníamos que ir a Miramar y dijimos que no, porque nos parecía que estaba sufriendo infartos cerebrales y perdía la motricidad. Ahí llegó la primera compra de pañales, porque no retenía”.
Durante ese verano del 2020, justo antes de la pandemia, Pany le puso una cuidadora permanente a su mamá. “Le pedí que cuando la llevara al baño la estimulara, que le de el cepillo de dientes con la pasta para ver si lo llevaba a la boca. O que justo a ella, que siempre disfrutó del baño, que sepa qué hacer con el jabón y la esponja. Yo necesitaba que sus neuronas estuvieran despiertas”.
Pany, aún con todas las pruebas en contra, no aceptaba la enfermedad de su madre. “No quería ni googlear sobre Alzheimer. Yo, que sobre fertilidad me lo pasaba buscando en Internet e iba a grupos, no me acerqué a ninguno. Tenía la soberbia de pensar ‘yo la voy a curar a mi mamá, voy a hacer algo 24 x 7, voy a revivir sus neuronas y sus circuitos, voy a ir a mostrar el caso de mi mamá recuperada para que la ciencia la investigue’. La aceptación es un camino muy largo”.
Y entonces, Susana sufrió una convulsión y debió ser internada en el hospital Italiano. Le hicieron una resonancia magnética, en la que detectaron un tumor cerebral. Eso la llevó a pensar que su madre no tenía Alzheimer, y que los desvaríos eran producto de la presión del tumor. “Todo lo atribuí a eso. Tuvo una operación de nueve horas a cerebro abierto. Mi hermano, que vive en Denver, Colorado, Estados Unidos, tomó el primer vuelo que pudo hacia Argentina. Estuvimos todo el tiempo ahí, pensando si salía o no, o si podía quedar parapléjica”, recuerda.
La familia permaneció las primeras 48 horas pegada a la sala de terapia intensiva, expectante. Cuando Susana despertó y vio a Pany, la reconoció. “Entonces pensé que no era Alzheimer, que había sido el tumor. Comenzó a recuperar la movilidad y el habla. Pero vino la pandemia, y ahí nos dimos cuenta que eran dos cosas separadas: una cosa era el tumor, pero el Alzheimer también estaba. Mamá seguía perdida. No sabía en qué año vivía. Así que como yo vivía pegada y no podían ir los cuidadores, me hice cargo de todo”.
Compró cuadernos, y empezó a escribirlos junto a su madre. “Hacíamos todo por repetición: ¿qué día es? ¿qué pasa en el mundo? ¿Cuál es tu comida preferida? Y lo grababa con el celular para después mandárselo. Como quien memoriza un rezo, le cantaba lo que le había pasado: a vos te operaron, vos no podías hablar ni caminar… era como un cuentito. Dibujábamos con las fotos de sus nietos, de lo que pasaba con el coronavirus. Tengo 20 cuadernos con ejercicios. Por eso, entendé, no podía aceptar el Alzheimer. Decía ‘ya está, si escribe, hacemos dibujos, se ríe…”
Amor de juventud
A la difícil situación que presentaba su madre, se sumó el preinfarto que sufrió Víctor Chama, su papá. Entonces, se quedó a dormir con ella. El día que a Susana le permitieron visitar a su esposo, Pany notó algo maravilloso: “Mi papá es su cable a la memoria de su cerebro. Lo que recuerda es sobre papá. Es al que mira, al que le dice ‘te quiero’”. El Alzheimer pudo con todo, menos con los recuerdos de su primer amor.
Susana y Víctor se conocieron en el barrio de Montecastro. Él trabajaba en la mercería de su padre y al mismo tiempo estudiaba medicina en La Plata. Susana vivía a media cuadra de allí. Unos amigos en común los presentaron en una despedida de solteros el 15 de junio de 1964 en la cantina Yoyo, cerca del Cid Campeador. Nueve años después, el 6 de enero de 1973, se casaron en el Templo judío de la calle Camargo, en Villa Crespo. Luego llegaron los hijos: José Luis (Josi), Juana (Pany) y Bettina (Beyla).
“Mamá era una mujer empoderada. Venía de una familia de clase media baja, su papá era un gaucho judío de Basavilbaso y su mamá una mujer que se escapó de Polonia justo cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Estudiaba contaduría en la UBA. Trabajaba en Serra Lima. Llevaba toda la parte contable. No tenía un discurso. No era oradora. Mi mamá eran hechos. Decía que si hay familia, hay hogar; en las buenas y en las malas. Ahora, con otra perspectiva, la recuerdo armando mi Bat Mitzva y atendiendo a mi abuela, que se estaba muriendo de cáncer. Una leona. No era la mamá del besito dulce, pero sí de traer soluciones”, cuenta Pany emocionada.
Los recuerdos del tiempo en que su madre era activa se agolpan: “Conmigo fue siempre incondicional, cómplice. Te cuento: me estaba por casar y una semana antes me dejaron plantada casi en el altar. En esa época era como una condena. Yo estaba deprimida y ella me sacó. Me dijo ‘armá las valijas’ y sacó un pasaje a los Estados Unidos. Nos fuimos a Nueva York, al departamento de Manhattan de un primo que era cantante de ópera, Eduardo Chama. Y después a Miami. Pero también era la que llamaba a las 8 de la mañana a la casa de una amiga para saber si había vuelto de bailar. Su tranquilidad era que nosotros estuviéramos bien”.
Exactos 50 años después, para sus Bodas de Oro, la familia le cumplió un sueño a Susana. Desde siempre, ella quería una boda en la playa, junto al mar, descalza. El 6 de enero de 2023, en la isla de Saona y vestidos de blanco, Víctor le preguntó: “¿Vos te querés casar conmigo?”. La respuesta fue un rotundo: “Sí”. Intercambiaron anillos. Sonaba, entre la brisa que traía el mar, uno de sus boleros favoritos, Somos novios.
En minutos, Susana había olvidado todo.
El regreso de Dominicana, cuenta Pany, “fue un menos diez. De caminar y hablar quedó postrada en una silla de ruedas y hubo que darle de comer en la boca. Mamá desvariaba cada vez más. Perdía el habla, el poder armar una oración…”.
La hija intentó todo. Le grabó videos para que los mire en el celular. “Pero un día dejó de usar whatsapp, otro dejó de llamar. Un día salió Messi en la tele y dijo ‘ese es amigo mío, lo conozco’. O me preguntaba: ‘¿Vos tenés mamá?’. Y me ponía tensa, porque no me quería subir a ese juego, no lo podía permitir”.
Susana quedó detenida en el tiempo. Pany cuenta que si le decía ‘vos tenés 76 años’, ella respondía ‘yo tengo 30′. Naufragó en una edad donde se identificaba con los nenes, pero no con los grandes. Me miraba y me decía ‘Hola, mamá, vos sos mi mamá’. ¿Y cómo le explicaba que yo era su hija? Está dispersa en la despersonificación que trae el Alzheimer. Cada vez se puso peor. Le pedí a mi hermano que viniera a despedirse porque no había un buen pronóstico: le daban un mes de vida. Hoy siento que mamá es un milagro, porque no se cumplió, pasó más de un año”.
No obstante, algo no perdió. Y otra vez tiene que ver con Víctor, su esposo, su amor. “Duermen de la mano, desayunan de la mano. Cada noche él le pregunta: ‘¿Estás feliz?’. Vamos a un lugar y le dice: ‘¿Te gusta?’. Y eso lo hace en las reuniones familiares como cada viernes en el Shabat. Pero además, gracias al amor que se tienen con papá, hoy escucho a mamá con su voz. Ella puede lanzar dos o tres palabras y no puede expresarse. Pero si pongo las canciones de amor que escuchaba con él, las canta todas o las tararea. La música me llevó a escuchar su voz de manera continua”.
Los cuidados
El verano pasado, Pany la trasladó desde su departamento a una casa en un country. “Ella no caminaba. La pileta tenía una baranda. Logré subirla a upa y la metí, porque ella amaba el agua”. A partir de ahí, para Pany, su mamá se convirtió definitivamente en su hija. “¿Si a los bebés prematuros se los estimula, por qué no a ella con las mismas cosas que se usan para los bebés? Fui a una juguetería y compré cosas que podrían gustarle a ella. Por ejemplo, le gustaba jugar al Burako, así que le pongo fichas y las ordenamos por colores. O un juego de encastres para que coloque el triángulo donde va. Le armó una rutina para que no sea una persona destinada a un sillón mirando la tele”.
En la pileta no fue la única ocasión que, como a una niña, la subió a “upa”. Lo hace cada vez que debe llevarla las salas de quimioterapia del hospital Italiano a colocarse inyecciones. “Ella entra atemorizada, yo creo que en algún lugar sabe que está en un hospital. Le muestro videos, y la levanto mirando hacia mi, porque las inyecciones son en la cola. Siento su corazón con el mío. Y le canto que ella me acompañaba a vacunar a mis trillizos, que me llevaba a mi, como para no sentir tanto que ella es mi bebé, que es mi mamá”.
La familia, cuenta, se transformó en un equipo: “La Scaloneta”, la llama. “Acá estamos mi tío Simón, el hermano menor de mamá, mis hermanos, sobrinos, cuñados, cada uno tiene un rol. Yo, por mi parte, le doy visibilidad al tema por mi Instagram. También hay tres personas que la cuidan, Mirtha, Zulma y Cinthia, que le cambian hasta los pañales, algo que también hice”. Con el transcurso de la enfermedad, Pany se dio cuenta de la crueldad que reciben las personas mayores que tienen este tipo de dolencias mentales. “Es que antes no se decía Alzheimer, se decía ‘el abuelo está gagá’. Yo misma se lo decía a una compañera de la facultad cuando su abuelo contaba que venía de tomar un café con Ángel Labruna y nos reíamos”.
Después del período de negación y su trabajo incesante para darle dignidad a la vida de su mamá, Pany concede: “Me estoy amigando con el Alzheimer. Yo sentía que si la gente iba al gimnasio a inflarse los músculos, el cerebro podía ejercitarse para volver a estar bien”. Hoy, la rutina se basa en sacarla a pasear por Palermo. “Y mientras tanto, intento ampliar su vocabulario. Si me pregunta ‘¿qué es eso?’, le respondo ‘un taxi’. Vamos jugando, pero en el fondo sé que la voy estimulando. También estoy pendiente de su coquetería, porque ella se mira las manos, o si el pelo está del rubio que le gusta. Todo lo hago mientras no la perturbe, no lo padezca, no sea un examen”.
Con su mamá, Pany aprendió a vivir en el “aquí y ahora”, como dice. “No soy de las personas que quieren tener a su madre como a una planta para tocar su cuerpo. Se que los ciclos se cumplen. No haría nada para que sufra, ni tenerla enchufada”. Pero el futuro es inevitable: “Mi mayor temor es que mis hijos, sus nietos, no se queden con la imagen de la abuela con Alzheimer, sino la abuela, a secas. Ellos, y los hijos de mi hermana, también aprendieron a tratar con la enfermedad: nunca la cargaron por las cosas que dice. En realidad, el futuro me asusta a mi también. Por un lado, porque no quiero repetir lo de mamá. Y porque no quiero recordar su Alzheimer. Quiero acordarme por el resto de mi vida de Susana, de mi cómplice, de mi mamá”.