Se lo conoció como El testimonio de París y, apenas surgió, tenía carácter de urgencia. Todo se concentró en octubre de 1979. Tres mujeres encerradas en un apart hotel de Madrid, con máquinas de escribir alquiladas, tecleando sin parar. Tenían toneladas de hechos por contar. “Discutíamos como posesos”, resumió alguna vez Alicia Milia de Pirles, una de ellas. Las otras dos a su lado, Sara Solarz de Osatinsky y Ana María Martí, trataban de contener a un grupo de sobrevivientes más amplio, entra los que estaba Nilda Orazi, que había hecho su primera denuncia pública poco antes en Ginebra.
Todas en realidad compartían esa condición: habían sobrevivido a un infierno que estaba fresco y que trataban de descifrar. A las memorias acumuladas del horror, se sumaron luego Lila Pastoriza, Pilar Calveiro, Alberto Girondo, Andrés Castillo, Norma Burgos, Martín Gras y Graciela Daleo. La expectativa era mayúscula: querían contar, por primera vez, los detalles de los crímenes de la dictadura militar en el exterior. Y buscaban el mejor modo de hacerlo frente a las instituciones de la civilización europea.
El documento se escribió con un interlocutor aliado: el sostén de la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU), que se había formado en febrero de 1976, un mes antes del golpe de Estado en Argentina, para denunciar la represión ilegal durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón. La CADHU tenía tres sedes físicas: Madrid, París y Washington. El documento finalmente se tituló Testimonios de los sobrevivientes del genocidio en Argentina y la CADHU organizó la presentación en París que fue anunciada así: “Hablan Sara Solarz de Osatinsky, Ana María Martí y Alicia Milia de Pirles, liberadas de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA)”.
Uno de los puntos más discutidos y complejos de la exposición, que reveló también el robo de bebés y el secuestro de mujeres embarazadas ante los ojos impávidos de los integrantes de la Asamblea Nacional Francesa, había sido el echar luz sobre el destino final de cientos de personas en los centros clandestinos de detención. Los represores lo llamaban “traslados”, el eufemismo para nombrar los vuelos de la muerte. Se sabía de las torturas, los secuestros y asesinatos, pero nunca se había dado, hasta ese momento, claridad sobre esa modalidad represiva.
En efecto, bajo el título de Traslados, Sara Solarz de Osatinsky, Ana María Martí y Alicia Milia de Pirles se animaron a incluirlo en el documento, en un texto que recorrió el mundo catalogado por la prensa como El testimonio de París. Una parte decía lo siguiente: “Los días miércoles, excepcionalmente los jueves, se realizaban los traslados. En un principio se nos decía que a los secuestrados se los llevaban a otras dependencias o campos de trabajo que decían estar cerca del penal de Rawson. Nos costó convencernos de que, en realidad, el traslado conducía a la muerte. El día del traslado reinaba un clima muy tenso. Los secuestrados no sabíamos si ese día nos iba a tocar o no. Los guardias tomaban medidas mucho más severas que de costumbre. No podíamos ir al baño. Cada uno de nosotros debía permanecer rigurosamente en su sitio, encapuchado y con los grilletes puestos, sin hacer ningún gesto para poder mirar lo que pasaba. Tampoco podíamos hablar ni llamar a los guardias. Todo eso ocurría en Capucha o Capuchita, en la ESMA. El sótano era desalojado rigurosamente a las 15:30. Si algún secuestrado estaba siendo torturado, se lo subía al tercer piso”.
Y luego, precisaba: “Aproximadamente a las 17, en Capucha se comenzaba a llamar a los detenidos por un número de caso. Se los formaba en fila india tomados uno del otro por los hombros, ya que iban encapuchados y con grilletes. Los bajaban de a uno. Sentíamos el ruido que hacían los grilletes al caminar acercándose a la puerta, que se abría inmediatamente y se volvía a cerrar. Cada uno llevaba consigo sólo la ropa que tenía puesta. Eran llevados a la enfermería del sótano donde los esperaba un enfermero, que les aplicaba una inyección para adormecerlos, pero que no los mataba. Así vivos eran sacados por la puerta lateral del sótano e introducidos en un camión. Bastante adormecidos eran llevados a Aeroparque, introducidos en un avión que volaba hacia el sur mar adentro, donde eran tirados vivos (...) De los miles de detenidos que se fueron en los traslados colectivos nunca supimos más. Muchas veces encontramos la vestimenta que tenían los compañeros el día del traslado en una piecita -pañol-, donde se ponían la ropa que usaban los secuestrados”.
Este testimonio colectivo, que fue clave para la condena a los militares en juicios de lesa humanidad como la megacausa ESMA, es recuperado ahora como un micro relato de tantos otros en el documental Traslados-de reciente estreno en cines argentinos- dirigido por Nicolás Gil Lavedra, hijo de Ricardo, uno de los jueces del Juicio a las Juntas en el que varios comandantes de la dictadura fueron condenados en 1985. El documental se proyectó en Cinépolis Recoleta el 16 y 17 de septiembre y en Cacodelphia hasta el 22 del mismo mes. También se exhibirá en el Festival de San Sebastián y además cuenta con chances de ser el documental argentino candidato al Oscar.
Nicolás Gil Lavedra, en rigor, tomó el El testimonio de París como parte del rompecabezas de las historias que marcaron un antes y un después en los vuelos de la muerte. “La acción principal del filme transcurre alrededor de los dos espacios que concentraron las víctimas de los vuelos, como la ESMA y Campo de Mayo. Lo particular es que no hubo sobrevivientes de los vuelos, uno de los pocos es Adolfo Pérez Esquivel. Lo subieron a un avión y después de una hora y media de dar vueltas por el aire, mientras él creía que llegaba la hora de su muerte, lo bajaron a tierra y lo llevaron a una cárcel para legalizarlo como preso del Poder Ejecutivo. Trabajé una selección minuciosa de los documentos, como El testimonio de París y un volumen de archivo de época, pero me focalicé en los testimonios, como cuando aparecen las hijas de Azucena Villaflor y Esther Ballestrino de Careaga”, explica el director, que fue apoyado por Geneviève Jeanningros, sobrina de Léonie Duquet, una de las monjas francesas asesinadas por la dictadura y otro de los casos que abordó el documental.
Azucena Villaflor, Esther Ballestrino de Careaga y Léonie Duquet atraviesan, con sus historias de vida, uno de los abanicos más conmovedores del documental. Léonie Duquet, junto a su compañera Alice Domon, eran religiosas francesas que integraban la congregación de las Misiones Extranjeras de París y llegaron a la Argentina para profundizar su labor solidaria. Léonie fue la primera en instalarse, en 1949. Alice lo hizo en 1967 y en diversos períodos se involucraron con campesinos de Corrientes y trabajadores de Ligas Agrarias, varios de ellos secuestrados y desaparecidos por la dictadura militar. Léonie les dijo por carta a sus familiares franceses que la gente la tildaba de tercermundista. Sin embargo, destacaba: “Callar sería cobarde, los jóvenes esperan tanto de nosotros”. Con el tiempo, las monjas se empezaron a reunir con un grupo de personas que buscaba incansablemente a sus familiares desaparecidos: la sede para recibir apoyo en esa búsqueda era la Iglesia de la Santa Cruz, ubicada en el barrio de San Cristóbal.
Se va a acabar
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Entre el 8 y el 10 de diciembre de 1977, Alice y Léonie fueron secuestradas por un grupo de tareas de la Armada junto a las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, entre ellas Azucena Villaflor y Esther Ballestrino de Careaga, y otros militantes de derechos humanos. En total se registraron doce víctimas -se conocerían como “los doce de la Santa Cruz”- y se supo que su destino fue la Escuela de Mecánica de la Armada. La información era conocida por el gobierno de Estados Unidos. Esos días del secuestro, todos los diarios franceses se hicieron eco, con notas largas y títulos en sus tapas. El conflicto diplomático con Francia fue inevitable: el Ejército presionó desesperadamente a la Armada para saber quién las había secuestrado. Se encontraron con un operativo de infiltración jamás imaginado. La Marina, con Emilio Massera a la cabeza, negó cualquier vinculación y obligó a Alice Domon a que escribiera una carta a sus familiares simulando un secuestro de Montoneros. Luego les tomaron una foto con la bandera de la organización guerrillera de fondo y se la enviaron a los medios.
Así fue cómo se diseñó el vuelo de la muerte más emblemático. Con la aparición siniestra de un joven oficial de la Marina, Alfredo Astiz, que se había presentado en la iglesia con el nombre falso de Gustavo Niño. “Tengo un hermano desaparecido”, fue su carta de presentación cuando conoció a Azucena Villaflor. Los familiares lo apodaron el Ángel Rubio -con el tiempo, se revertiría al Ángel Exterminador- y tiempo después lo vieron como un héroe cuando defendió a las Madres, poniendo el cuerpo en una represión policial en la plaza. Entre el 8 y el 10 de diciembre, mientras los familiares preparaban una solicitada para que saliera en los diarios de mayor tirada, el Grupo de Tareas de la ESMA secuestró a diez familiares y a las religiosas francesas que colaboraban con ellos. Astiz, el mismo que ahora apareció en el fondo de la foto de la visita de los diputados libertarios en la cárcel, había besado en la mejilla a cada uno para marcarlos durante el operativo de secuestro. Ese fue su mayor orgullo ante sus superiores.
En el documental Traslados se relata que entre diciembre de 1977 y enero de 1978, en las costas de San Bernardo y Santa Teresita, fueron encontrados siete cuerpos que se enterraron como NN en el cementerio de General Lavalle. Muchos años después, en 2005, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) los exhumó y mediante análisis de ADN corroboró la identidad de Esther Ballestrino de Careaga. Fue la primera pista: todos los cuerpos, en efecto, pertenecían al grupo de familiares de la Santa Cruz. “El hallazgo fue la primera prueba científica de los vuelos de la muerte”, explica Carlos Maco Somigliana, integrante de la EAAF. Los restos fueron enterrados en la Iglesia de la Santa Cruz el 25 de julio de 2005. “Las madres volvieron con el mar”, dice, en otro fragmento del audiovisual, la hija de Azucena Villaflor.
Pero en realidad, mucho tiempo antes que eso, la temprana revelación la había dado el periodista y escritor Rodolfo Walsh. En la célebre Carta Abierta a la Junta Militar, a un año del golpe, Walsh escribió: “Veinticinco cuerpos mutilados afloraron entre marzo y octubre de 1976 en las costas uruguayas, pequeña parte quizás del cargamento de torturados hasta la muerte en la Escuela de Mecánica de la Armada, fondeados en el Río de la Plata por buques de esa fuerza, incluyendo el chico de 15 años, Floreal Avellaneda, atado de pies y manos, ‘con lastimaduras en la región anal y fracturas visibles’ según su autopsia”.
Floreal Negrito Avellaneda era un adolescente cuando fue secuestrado por los represores. Militante de base, de raigambre popular, había sido parte de la Fede -Federación Juvenil Comunista- desde su primer año de la secundaria. Estaba como encargado de las tareas de propaganda en su barrio, y sus primeras influencias habían sido su abuela y sus padres, cuadros del Partido Comunista. Le gustaba nadar y sus medallas de torneos todavía las conserva Iris, su madre. El Negrito quería ser mecánico de aviación, ingresó a la Escuela de Mecánica de la Armada y duró poco menos de tres meses porque no estaba de acuerdo con las prácticas. “A los que no sabían nadar los tiraban de un empujón al agua, entonces él se puso mal y se agarró a piñas con uno de los milicos”, rememora Iris.
Con el tiempo, el Negrito se convirtió en la víctima más joven de los vuelos de la muerte. En la madrugada del 15 de abril de 1976 un grupo de tareas asaltó el hogar de los Avellaneda en busca de su madre Iris y de Floreal, papá del Negrito, quien alcanzó a escapar por los techos. El cuerpo del Negrito apareció en la costa uruguaya el 14 de mayo de 1976, día en el que hubiera cumplido 16 años. Lo encontraron junto a otros siete cuerpos, dentro de una bolsa negra. El suyo quedó depositado en un nicho de un cementerio uruguayo pero luego desapareció, probablemente como una maniobra del Plan Cóndor. Nada se supo sobre el destino final de sus restos.
Los detalles del horror dejaron a todos perplejos. Se comprobó que los represores lo empalaron antes de tirarlo al Río de la Plata. En la morgue lo fotografiaron y el tatuaje con las iniciales FA sirvió para identificarlo. En el medio, los forenses uruguayos certificaron que el chico había sufrido un cruel martirio: en Uruguay fue noticia pública desde un primer momento. Iris pasó dos años en Devoto y testificó en el Juicio a las Juntas. Hoy sigue presidiendo la Liga Argentina por los Derechos Humanos, desde donde buscar revertir las prisiones domiciliarias de sus verdugos. El itinerario del infierno incluyó desde que lo sacaron de su casa, lo detuvieron ilegalmente, lo torturaron y finalmente lo arrojaron a las aguas abiertas.
El documental cuenta de qué modo los militares fueron perfeccionando el método, con la dosis justa para dormir a los detenidos, que eran conducidos en un camión atados de pies y manos, vendados y engañados con subirse al avión para una supuesta liberación en una finca patagónica. Aparecen los hallazgos judiciales y testimonios que patearon el tablero como la irrupción de Adolfo Scilingo en 1995, en la primera ruptura total del pacto de silencio de los marinos, cuando reveló a Horacio Verbitsky que los prisioneros en la ESMA habían sido tirados vivos al mar por orden de las autoridades superiores de la Armada. Y anexa una investigación realizada por la periodista Miriam Lewin y el fotógrafo Giancarlo Ceraudo que se remonta al 14 de diciembre de 1977, cuando el avión Skyvan PA-51 de la Prefectura despegó desde el Aeroparque Jorge Newbery para arrojar a varios cuerpos en las aguas del Mar Argentino.
Los casi setenta cuerpos que el mar devolvió aparecieron en las costas uruguayas y argentinas durante los ‘70, pero según Gil Lavedra representan “una ínfima parte de la cantidad de cuerpos que se tiraron, porque los represores también estudiaban el sentido de las corrientes para que el mar no pudiera devolver esos cadáveres”. Por la inexistencia de testigos directos, las pruebas para reconstruir las imputaciones por los vuelos de la muerte representaron, durante largo tiempo, un desafío para la Justicia argentina. Sin embargo, junto a los papeles, legajos y documentos que revelaron el organigrama clandestino y secreto, a los que se sumó los casos de las víctimas, muchas de ellas identificadas tardíamente, se esclareció la tétrica operatoria y se pudo condenar a los represores. Y de esa forma, tal como lo había anticipado Rodolfo Walsh y ahora lo resignifica el documental Traslados, las historias del El testimonio de París, Azucena Villaflor, Esther Ballestrino de Careaga, Léonie Duquet, Alice Domon y Floreal Negrito Avellaneda, entre tantas otras, siguen saliendo a la superficie desde el fondo del mar.