Lo llamaron “banderazo”, pero fue la primera gran protesta popular contra el gobierno de Alberto Fernández, a sólo nueve meses de asumir. Hace cuatro años, el 13 de septiembre de 2020, una gigantesca manifestación popular, centrada en el Obelisco, pero extendida a otros dieciséis puntos de la ciudad, ganó las calles para protestar contra la quita a la ciudad de Buenos Aires de un porcentaje de la coparticipación, contra la salvaje cuarentena dispuesta por el Presidente, contra la corrupción, la inseguridad y en reclamo de mayor justicia.
La marea llegó hasta las puertas de la Residencia de Olivos, donde apenas dos meses antes se había celebrado una fiesta de cumpleaños en honor de la entonces primera dama, Fabiola Yañez, pese al demencial encierro que Fernández había impuesto al país entero por la epidemia de Covid-19. Hoy, por confesión de parte hace apenas unos días, se sabe que aquellas medidas restrictivas eran una mera especulación política, según admitió el ex ministro de Economía Martín Guzmán.
Con su proverbial política de banalizarlo todo, proverbial y efectiva, justo es decirlo, el kirchnerismo alega hoy que no vio venir al lobo, que Fernández fue una especie de ente solitario que logró colarse en la Casa de Gobierno y que no contó, como en realidad sí contó, con la bendición de Cristina Fernández y el silencio cómplice de una militancia que hoy prefiere desentenderse. Hace cuatro años gran parte de la sociedad, en su mayoría opositora, sí vio venir lo que se avecinaba. Y lo advirtió a gritos. ¿Cuál era el contexto de aquella protesta que también gritó en Bariloche, Córdoba, Mar del Plata, Rosario, Tucumán, Mendoza y La Plata?
La gota que colmó la copa fue la decisión del gobierno de Alberto Fernández de quitarle a la Ciudad un porcentaje de los fondos que recibía de la coparticipación federal. Esos fondos habían sido aumentados en enero de 2016 por un decreto del entonces presidente, Mauricio Macri, para enfrentar los gastos del traspaso de la Policía Federal a la Policía de la Ciudad. Cuatro años después, Alberto Fernández, por otro decreto, los redujo con otra excusa policial: la rebelión de los efectivos de la bonaerense que, en septiembre de ese año, había sacudido los cimientos del gobierno y el sillón platense del gobernador Axel Kicillof.
Aquella rebelión enfrentó a los ministros de seguridad de la Nación, Sabina Frederic, con su par de la provincia, el inefable Sergio Berni. Fueron los tumultuosos días en los que la ministra declaró, sin ruborizarse, “Suiza es un país más tranquilo, pero también más aburrido”. Fernández intentó justificar su decisión de quitarle fondos a la Ciudad, en un mensaje que dio en el interior del país. Dijo entonces, igual que su ministra, sin ponerse colorado: “No me gusta vivir en un país donde el poder central determina graciosamente a quién ayuda y a quién no”. Fue en Formosa y junto al gobernador provincial Gildo Insfrán.
El drama de la coparticipación porteña había puesto fin a la confianza mutua, si alguna vez la hubo, pero en todo caso había puesto fin a la desconfianza mutua entre el presidente y el Jefe de Gobierno de la Ciudad, Horacio Rodríguez Larreta, que veía detrás de la decisión presidencial la mano todopoderosa de Cristina Fernández. Esa deriva política abrió un camino sin retorno posible a la convivencia entre Gobierno y Ciudad y la protesta popular también lo expresó en sus cantos y pintadas. La discusión por los fondos está hoy en manos de la Corte y de la buena voluntad, o la voluntad a secas, del presidente Javier Milei y del Jefe de Gobierno porteño, Jorge Macri.
Al margen, aquella gigantesca marcha también atacaba el manejo de la pandemia que hacía el gobierno. Alberto Fernández había clausurado la vida social argentina con el lema, falso, que aseguraba que el Gobierno cuidaba a todo el mundo. En junio de ese año, un mes antes de la fiesta en Olivos en honor de la primera dama, Fernández había culpado del aumento de contagios por Covid-19 a la flexibilización de la cuarentena en CABA y había gritado, admonitorio y en un estilo que todavía fascinaba a sus seguidores: “¿Querían salir a correr? ¡Salgan a correr! ¿Querían salir a pasear? ¡Salgan a pasear! ¿Querían tener locales de ropa abiertos? ¡Abran los locales de ropa! ¡Esta es la consecuencia!” No era cierto. En el país había registrados 39.570 casos de Covid y 979 casos fatales, muy lejos de los 100.000 muertos registrados un año después, en julio de 2021. Gran parte de la sociedad vio la sombra del autoritarismo, dictadura lo llamaron los carteles que portaban los manifestantes, en aquel errado manejo de la pandemia y en el artero plan de vacunación que imaginaba combatirla.
También existía entre los miles de manifestantes, nucleados a través de las redes sociales con los hashtag #TodosALasCalles; #PorLaRepublica; #PorLaLibertad, una clara percepción de que el kirchnerismo impulsaba una reforma judicial que buscaba salvar de una eventual condena a Cristina Fernández, sospechada de corrupción, sería condenada en diciembre de 2022 por administración fraudulenta en perjuicio de la administración pública, y de favorecer a los ex funcionarios del kirchnerismo que entonces purgaban prisión acusados de diversos delitos. De hecho, durante el gobierno de Fernández veintidós de esos detenidos fueron liberados, absueltos o derivados a un arresto domiciliario.
La protesta masiva en Capital, de marcado tono opositor al gobierno, reunió a miles de personas en las avenidas Corrientes y 9 de Julio, al pie del Obelisco. Una larga fila de autos circulaba desde Córdoba, con las bocinas a tope y sin que sus conductores y pasajeros bajaran a la calle: aún en plena protesta, era respetado el protocolo que exigía “distanciamiento social”. Pero la mayoría de los manifestantes, en cambio, ocupaban calles y veredas, con banderas argentinas, cacerolas y… barbijos. Frente a la residencia de Olivos, cientos de personas marcharon por la Avenida Maipú ante a la entrada de la Quinta, el mismo sitio donde una semana antes, un grupo de oficiales de la Policía bonaerense habían llevado adelante un “sirenazo” de patrulleros en reclamo de aumento salarial.
A cuatro años de aquella marcha, con barbijos y algo de distancia social, una protesta signada por la audacia y el hartazgo más que por el temor al Covid, quedan como testimonio los carteles, las pancartas, los letreros que se enarbolaron aquella tarde de domingo. Hubo gritos que mezclaron furia y humor, convocados por “13S Carteles”, palabras pintadas que el viento no se llevó. Uno de ellos, de indudable espíritu ciudadano, un poquito pedante también, decía: “Si querés vivir como en CABA, votá como los porteños”. Se vio en Olivos y se hermanaba con otro de igual tonito zumbón que circuló por el centro de la Ciudad: “Somos malos y opulentos, pero defendemos la República y laburamos”. Otro, expresaba su hastío por la ocupación de terrenos fiscales que era una especie de moda entonces en la ciudad y en la provincia de Buenos Aires: “¡Usurpar tierras es delito! ¡Permitirlo es complicidad! ¡Basta de impunidad y corrupción!”.
Entre los dedicados a la Justicia, las pancartas decían: “Señores jueces: ¡ustedes también son el pueblo! No se asocien a la banda de forajidos que nos gobiernan”. Y otro, “La Corte Suprema debe salvar a la República”. Otro: “No a la reforma (judicial) Sólo busca impunidad”. Un cartel que incluía un ruego: “Alberto, no nos mientas más”. En el Obelisco se leyó en una pancarta: “No a la reforma judicial impulsada por los K” y también: “Para Cristina cárcel ya”.
Por la zona de la Plaza de la República también rondó un vistoso cartel al que tal vez pocos prestaron atención, pero que tenía visos de premonitorio y constaba apenas de cuatro palabras: “Viva la libertad, carajo”. Otra leyenda, que pudo haber sido escrita ayer, exigía el final del dictado de decretos de necesidad y urgencia que entonces firmaba Fernández: “¡Respeten la Constitución! ¡Basta de gobernar x DNU! ¡Sesiones presenciales ya!”, esta última apelación exigía el normal funcionamiento del Congreso, que legislaba por Zoom y en reuniones virtuales.
En el aire porteño flotó un inflable con la leyenda: “La corrupción mata y empobrece”, mientras una pancarta invocaba al general José de San Martín: “Seamos libre, lo demás no importa nada”.
Otras leyendas apelaban a una cuarentena más laxa, al sueldo de los legisladores y argüían alguna sentencia enfocada en una filosófica resignación: “¡Basta de prohibir el trabajo! ¡Queremos trabajar!”, “¡Bájense los sueldos! ¡Basta de ser “solidarios” con la nuestra!”, “El mentiroso no cambia, sólo se transforma”.
En aquella catarsis masiva, las estrellas fueron las frases breves, contundentes, claras, concisas y de amplísimo espectro, como si se tratasen de poderosos antibióticos: “¡Estamos hartos de esta dictadura!”, “La calle es nuestra”, “¡Qué gobierno de mierd…!”, “Justicia lenta no es justicia”, “Basta de sindicalistas y políticos ricos y de trabajadores y jubilados pobres”, “Nos tapamos la boca, pero no nos callamos”, “¡Conciencia, conciencia!”, “Robar es un delito, pero arruinar el país es traición a la Patria”.
Semejante muestra de rechazo al gobierno tomó de sorpresa hasta la oposición que, sin embargo, reaccionó rápido. Esa noche, el ex presidente Mauricio Macri, habló de “ciudadanos movilizados y atentos que han ganado las calles”, mientras trazaba un “panorama dramático” del país sin hacer ningún tipo de autocrítica. Si el kirchnerismo olió peligro, le importó nada. Fernández recién aflojaría la cuarentena en 2021, después de que el Frente de Todos perdiera las primarias para las legislativas de noviembre de ese año, en las que también cayó derrotado. Desde entonces, su gobierno se desmoronó poco a poco, castigado por quienes lo habían entronizado, con Cristina Fernández a la cabeza. Esa es tela de otro traje.
El banderazo olvidado de hace cuatro años fue una luz reveladora: roja para quienes debieron detectar la alarma; verde para quienes vieron un sendero abierto. No importa cómo, fue imposible no verla.