Septiembre está especialmente marcado en la vida de Sarmiento. Entre el 15 y 17 de ese mes de 1869, cuando era presidente, había decidido motorizar el primer censo, cuyos resultados lo aterraron: 360.683 personas sabían leer y 312.011 escribían, aunque se calculó que no todos respondían la verdad, y que a esas cifras había que restarle un 30 por ciento. De los 413.465 niños de entre 6 y 14 años que estaban en aptitud de ir a la escuela, solo lo hacían 82.671. Más de 300 mil no asistía a las aulas. Y de los 300 mil ciudadanos aptos para votar, solo 50 mil leían y escribían, el resto no poseía instrucción alguna.
“Señores ministros, ante los primeros datos del censo, voy a proclamar mi primera política de estado para un siglo: escuelas, escuelas, escuelas”. Esa fue una de las motivaciones del sanjuanino, la educación, que ya la había comenzado a ejercer de adolescente.
Septiembre también sería clave en el final. En sus últimos años, vivía en Asunción en una casa pegada al Hotel Cancha Sociedad, propiedad de Silvio Andreuzzi Passudetti, un médico oculista italiano. No estaba bien de salud. Le costaba respirar, sufría de problemas cardíacos y además, antes de llegar a los 40 años, ya se le había manifestado una pérdida de audición que se transformaría en una profunda sordera. Muy a regañadientes, había aceptado dejar el cigarro.
Aconsejado por los médicos para que pasase una temporada en un lugar más cálido, primero había elegido las termas de Rosario de la Frontera, en Salta, donde estuvo en plan de descanso en junio de 1886. Luego se decidió por Asunción del Paraguay.
En mayo de 1887 partió en el flamante vapor a ruedas San Martín y se sorprendió cuando vio, ese 25 de julio, que en el puerto lo esperaban cerca de tres mil personas. Todo el país sabía de su llegada, si le había escrito al presidente paraguayo, el general Patricio Escobar, sobre su voluntad de pasar un tiempo allí “por un problema de salud que no se sabe si es en los bronquios o en los pulmones, para morir da lo mismo”. Escobar, quien era presidente desde 1886, era un joven alférez cuando combatió en la batalla de Curupaytí, en la Guerra de la Triple Alianza, en la que había muerto Dominguito, el hijo de Sarmiento.
El autor de Recuerdos de provincia se alojó en el Hotel Hispano Americano y hasta su regreso a Buenos Aires, en octubre de ese mismo año, recorrió el Paraguay. Hizo amigos y aconsejó a las autoridades en cuestiones educativas. Aún cuando tenía pensado descansar, no perdía el tiempo.
En mayo de 1888 partió nuevamente y ese viaje provocó literalmente un terremoto, ya que a los pocos días hubo uno en pleno Río de la Plata. En el puerto paraguayo lo recibió Martín García Merou, un joven diplomático argentino de 25 años que se desempeñaba como ministro residente. Lo acompañó a alojarse en el Hotel Cancha Sociedad. Tal fue la impresión que Sarmiento había causado en el pueblo paraguayo, que gracias a una colecta popular se recaudaron tres mil pesos con los que se compró un terreno lindante al hotel. Ahí levantaría una casa isotérmica que se había hecho traer de Estados Unidos, proyecto que lo tenía por demás entusiasmado.
En Paraguay se mantuvo activo. Se mostró servicial y agradecido: colaboró con las autoridades en el diseño de la ley de Educación Común de ese país, pensó cómo reorganizar la biblioteca nacional y el museo, elaboró un proyecto para la jubilación de maestros y diseñó reglamentos escolares y planes de estudio. Hasta fue el responsable de que Paraguay contratase a maestras norteamericanas, como había hecho en Argentina. Y como no podía con su genio, fue el que introdujo el eucaliptus y el mimbre en ese país. No paró.
Le escribió a Aurelia Vélez, su gran amor, con quien mantenía una relación de más de 25 años. Era la hija de Dalmacio Vélez Sarsfield y le pidió que fuera a visitarlo, que estaba organizando una gran fiesta para inaugurar su casa. “Venga al Paraguay y juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida”. Aurelia, de 51 años, no se hizo rogar y llegó en agosto a bordo del vapor Olimpo. El expresidente armó la fiesta en cuestión. Se había ocupado de todos los detalles que incluyeron fuegos artificiales y luces de bengalas. Además, hizo decorar el lugar con cáscaras de naranja que, ahuecadas, se las rellenaba con sebo y se las encendía.
Se ignora por qué, pero el 3 de septiembre, Aurelia emprendió el regreso a Buenos Aires.
El 5 de septiembre, fue un día de alegría para el sanjuanino. Por fin, habían hallado agua en el pozo que estaban cavando, ya demasiado profundo, y no quiso perderse la ocasión de ir a verlo. A su regreso, se sintió enfermo y fue directo a la cama.
Su estado se agravó. Ese mismo día el cónsul argentino Sinforiano Alcorta lo puso al tanto a García Merou. Lo asistían los médicos Silvio Andreuzzi, Alejandro Candelón y el suizo Emil Hassler. Diagnosticaron caquexia cardíaca.
Aurelia también fue mantenida al tanto. Entre el 8 y 9 recibió telegramas en los que, en breves palabras, describían el declive inevitable. El 10, García Merou telegrafió al presidente argentino Miguel Juárez Celman, informándole que Sarmiento estaba realmente grave.
La madrugada del 11, García Merou fue llamado de urgencia a la casa del sanjuanino. Se habían hecho casi amigos, como de muchos paraguayos que se sorprendían por el ritmo de trabajo de ese anciano achacoso que contagiaba entusiasmo en cada idea que emprendía.
Cuando entró, pasadas las dos de la madrugada, de ese martes 11 de septiembre, ya era tarde. Había fallecido a las dos de la mañana. Su nieta María Luisa, le sostenía su mano. Estaba acostado en una sencilla cama de bronce de una plaza. Al pie, su hija Faustina lloraba y muy cerca permanecía otro de sus nietos, Julio Belín.
Se convocó al fotógrafo Manuel San Martín para que le tomase una fotografía al ilustre muerto. La primera toma fue con el cuerpo en la cama, pero como había poca iluminación, se decidió una segunda en otro lugar. Se necesitaron a cuatro personas para sentarlo en el sillón que había sido un regalo de Ambrosio Olmos, gobernador de Córdoba, y en el que Sarmiento pasaba gran tiempo del día, junto a una ventana.
Esa foto, con sus piernas tapada con una manta, su brazo apoyado en una mesita, rodeado de sus papeles de trabajo, es la que más se conoció. Y es la que llevó a más de uno a comentar en Buenos Aires que Sarmiento había muerto mientras trabajaba.
Andreuzzi se ocupó de embalsamarlo, y fue velado en su casa. Paraguay decretó tres días de duelo nacional. Aurelia se enteraría del fallecimiento el 13 al mediodía, ya que un violento temporal había interrumpido las comunicaciones. Ella fue la que avisó a los diarios, los que publicaron las necrológicas el día 14.
El 15 el féretro fue embarcado en el flamante vapor a ruedas San Martín, se armó una capilla ardiente en el salón principal y puso proa a Buenos Aires. Tocó los puertos de Formosa y Las Palmas. En la tarde del domingo 16, desembarcaron el féretro en Corrientes, hubo una multitudinaria procesión y oficiaron una misa en la Catedral. Cuando pasó por Rosario y San Nicolás se hicieron respetuosos saludos con salvas de artillería.
El 21 por la mañana llegó a destino. Recién pudieron desembarcar el ataúd -cubierto por las banderas argentina, chilena, paraguaya y uruguaya- al mediodía por el intenso oleaje del río.
El muelle explotaba de gente. Al frente, el presidente Juárez Celman, su gabinete y muchos políticos y amigos. Bajo una intensa lluvia, el féretro fue llevado al cementerio de la Recoleta. Allí despidieron a Sarmiento Carlos Pellegrini, Osvaldo Magnasco, Aristóbulo del Valle y Paul Groussac, entre tantos otros.
En 1908 un estudiante de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Salvador Lorenzo Debenedetti propuso celebrar el día del estudiante el día en que sus restos llegaron al país. Y desde 1943, los 11 de septiembre se conmemora el día del maestro.
Cuando falleció, los diarios se pusieron de acuerdo y todos titularon: “La Prensa Argentina: homenaje a la memoria de Domingo F. Sarmiento”.