El café Mar Azul ocupa desde 1939, la planta baja de un edificio de departamentos diseñado por Alejandro Enquin un renombrado ingeniero civil —por entonces, título de grado de los arquitectos—. Entre las obras de valor patrimonial que este profesional dejó a la ciudad se encuentran: el Edificio Strajman en Presidente Roque Sáenz Peña 917 y el Teatro Lola Membrives en Avenida Corrientes 1280.
El Mar Azul es un rincón sobrio y neutro. Su mobiliario es sencillo. Las sillas son de madera. Del mismo material son las bases de las mesas, que tienen sus tapas revestidas en fórmica de color amarillo. No es un reducto que se luzca en una zona de Buenos Aires donde se establecieron cafeterías elegantes, concebidas para largas pausas, que acompañaron el movimiento social sur-norte de principio del siglo XX. Todo lo contrario, es un café que tiene el ritmo y la dinámica de gente de trabajo, estudiantes, alumnos que aprenden italiano en la Dante Alighieri, empleados de Tribunales. También fue reducto de grandes escritores. A sus mesas se sentaron Martha Mercader y Enrique Symns, entre otros. Por estos días dibuja allí el artista Daniel Santoro.
Mar Azul parece un café de barrio, pero en el Centro. Su clientela varía según las mareas. Debe su nombre al balneario homónimo de Alicante, región española de sus socios fundadores: Maximino Gallo y Francisco González. Desde 2006 el bar pertenece a Carlos Encina, un ex estudiante de Bellas Artes que fue propietario durante veinte años —junto a otros dos socios— del Bar Británico en San Telmo. O sea, un navegante avezado dentro del maremagnum cafetero porteño. Sin embargo, no advirtió que en el archipiélago que conforman las mesas de su café, como si fuera un islote perdido, existe el país más pequeño del mundo.
La revelación se la debo a Martín, abogado y amigo. Su estudio está sobre la calle Viamonte, frente al edificio de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA). Meses atrás pasé a buscarlo para ir a comer. Los bares de cercanía desbordaban de gente. “Qué país” maldije, asombrado, por no encontrar lugar disponible en ninguno. “¿No te gusta este país? Vamos a otro” respondió mi letrado y emprendió la caminata hacia la esquina de Tucumán y Rodríguez Peña. Nos dirigimos al Café Mar Azul.
Llegamos al café y también estaba a tope. Martín no se amilanó. Entró y se dirigió hacia una mesa ocupada por una sola persona, un muchacho que revisaba papeles que la cubrían toda. “Señor presidente”, saludó mi amigo, “¿Cómo le va, doctor?”, respondió el otro y se estrecharon las manos. Pedimos dos sillas y nos apretamos para entrar dentro del minúsculo país. Porque el ocupante de la mesa se llamaba H. Escande. Oriundo de Lanús. Fundador y presidente de Escandinavia del sur.
Ian Urbina es un reportero y documentalista estadounidense que realizó un audiovisual sobre la creación de Sealand, el micro país más pequeño del mundo. Sealand es un reino fundado en una plataforma antiaérea frente a las costas de Londres pero situado en aguas internacionales. La base militar fue construida para repeler a los aviones nazis que ingresaban al espacio aéreo británico durante la Segunda Guerra Mundial. Concluido el conflicto, los soportes fueron abandonados por carecer de uso. Fue entonces que un inglés, pícaro y pirata, Paddy Roy Bates, se apropió de una de las plataformas y declaró su independencia auto proclamándose príncipe. Como la estructura estaba en aguas sin jurisdicción fue buscando, sin éxito hasta el momento, el reconocimiento de la comunidad internacional. La superficie de Sealand es de 4000 m2. Está considerada la nación más pequeña del mundo. Pues no Ian. Ahora sabés que aquí en Buenos existe un país muchísimo más pequeño. También está —según su presidente— en aguas abiertas. Su territorio mide 0,90 x 0,90 m. El tamaño de una mesa de café dentro del Mar Azul.
Al cabo de unos minutos de intercambio de información donde hablaron sobre presentaciones de oficios, avales necesarios y números de expedientes, Escande se puso de pie para irse. Pero antes me dejó esta frase: “Bienvenido a mi país, quédese el tiempo que desee, que lo disfrute”. Cuando el lunático salió del café le rogué a mi abogado amigo: “Explicame qué es esto por favor”.
La Argentina es una inmensa olla donde se caldea una Gran Busca Nacional (sí, está bien escrito, no quise decir Buseca, sino Busca) pero esto de declarar la independencia de un territorio del tamaño de una mesa de café es el punto más alto de su ebullición. Aquí los hechos: H. Escande es un ex árbitro de fútbol que vio interrumpida su carrera cuando un accidente de moto lo alejó para siempre de las canchas. Su sueño, hasta entonces, era dirigir en una Copa del Mundo. Y se encaprichó en cumplirlo cómo sea. Por ejemplo hoy, tecnología mediante, como parte de una mesa de VAR (cualquier similitud es pura coincidencia). Claro que para arbitrar en un Mundial hay que representar a un país. Fue entonces que este ex árbitro comenzó a visitar la AFA a diario para pedir que le tomen una prueba. Tan pesado se puso que un día un dirigente de la institución madre del fútbol argentino, sin querer, le dio la solución. Harto de verlo sentado en la sala de espera, para sacárselo de encima de una buena vez, se le acercó y le espetó: “¿Por qué no se busca un país?”. Eureka, pensó Escande. Mientras bajaba las escaleras de la AFA recordó la historia de Sealand. Cruzó Viamonte para entrar a un café y ordenar sus ideas cuando vio en un portero eléctrico una chapita que decía: Estudio Jurídico. “Es hoy, es ahora, es acá” se dijo y apretó el timbre de las oficinas de mi amigo Martín.
Fueron muchos encuentros y charlas telefónicas —H. de mudo no tiene nada, es un monologuista inagotable— entre el futuro árbitro de un próximo Mundial y mi estoico abogado. El “tema país”, por supuesto, era todo. Y Escande lo resolvió fácil. Decidió fundar una nueva nación y en la búsqueda de un “terrenito” disponible por la zona concluyó que, para no tener problemas de jurisdicción, lo haría como su símil inglés en aguas marítimas profundas: el café Mar Azul. El naciente país, Escandinavia del Sur, declaró tener un régimen presidencialista con elecciones libres. El final de la primera contienda electoral dio como resultado, en la única mesa del país, el triunfo del candidato H. Escande. Obviamente que para ser un país acreditado en el concierto mundial se necesitan reconocimientos y aceptaciones de otras naciones. Es ahí donde empezó a tallar el abogado patrocinante. Como Escandinavia del Sur era una pavada que no merecía ser esgrimida en ningún ámbito internacional, su presidente, o sea, Escande, le pidió a mi amigo que intentara encontrar el modo de que su país fuera reconocido por la FIFA, un organismo global que trasciende a los estados-nación existentes. Una obra de ingeniería que reduce a la inexistencia los trabajos del célebre Alejandro Enquin.
Esto que acaban de leer sucede hoy en un café de Buenos Aires. Sepan que cuando entren al Mar Azul pueden estar ingresando en el territorio jurisdiccional de otro país. Por supuesto que Carlos, el chileno propietario del bar, no sabe nada. Son inimaginables las acciones que tomaría. Cuando Martín terminó de contarme toda la historia estábamos cerca del horario de cierre. “¿Sabés que estás tratando con un demente, no?”, le pregunté con confianza a mi amigo que le hacía señas a Encina para pagar. “Sí, claro” responde. “Necesito contarlo, permitime hacerlo, ¿cómo se llama este chiflado?”, imploré. “Eso no puedo decírtelo, es un secreto profesional, que sé yo, si el país se llama Escandinavia llamalo Escande”. “Ok, te lo tomo, ¿y cuál es el nombre?”. “Tampoco puedo decirlo, usá una inicial cualquiera, una que no diga mucho, ponele H”, me indicó. Luego agarró los tickets que alcanzó el mozo y pagó. Quise darle mi parte de la consumición y me dijo, deteniendo el gesto: “Dejá, se los paso al presidente como gastos de viaje”.