A mediados de 2013, Gustavo Cerati fue visitado por una vieja amiga y colaboradora en su habitación de la clínica ALCLA en Belgrano. Su amiga le habló lento, suave. Buscaba una reacción de empatía, llegar a lo que quedaba de Gustavo, a la persona que ella creía dormida en el fondo de casi cuatro años de estado de coma. Minutos después, Cerati deslizó la lengua entre los labios. Su amiga creyó que, con este simple gesto, Cerati le respondía, que el líder de Soda Stereo, en cierta forma, seguía allí.
Gestos como éste se repetían en aquellos años de la internación, señales que los pocos que tenían acceso a su habitación en la clínica veían con esperanza como algo parecido a un diálogo. Leo García, uno de los que lo visitaba con más frecuencia, me decía en aquel entonces: “Fui a verlo para mi cumpleaños, le toqué la mano y me la tomó”. Lillian Clarke, la madre del ex Soda Stereo, aseguraba, sin resignación: “Gustavo reconoce voces, le tocás el piecito y mueve la pierna. Hay pequeños avances desde hace un tiempo. Hay que esperar a que abra los ojos”.
De todos esos íntimos que visitaban la habitación, García era el más enfático en esa voluntad de vivir. Cerati era como un padre artístico y espiritual para él, le había permitido abrir uno de los conciertos despedida de Soda Stereo en River, en 1997, con su vieja banda, Avant Press. Lo amaba genuinamente. Darlo por perdido, era algo fuera de cuestión. “Tiene signos vitales, no está como un vegetal que no se mueve. Dejarlo morir jamás se nos pasó por la cabeza a los que estamos cerca de él. Pensar eso es de una mente asesina”, desafiaba Leo.
Y luego, Cerati murió, en esa misma clínica. Fue el 4 de septiembre de 2014, a diez años de hoy miércoles, cuatro años y tres meses después del ACV que sufrió tras un concierto en Caracas, Venezuela, cuando se echó en un sillón en su camarín. Lo velaron en la Legislatura porteña, en una suerte de funeral de Estado asistido por miles para homenajear al rey que no despertó.
El paredón frente a la clínica ALCLA ya era un santuario de pintadas, con un mural con la cara de Cerati, donde los devotos de toda Latinoamérica iban y pedían por él, firmando mensajes con fibrón. La habitación, en más de una forma, era un santuario también.
Spinetta lo había visitado poco antes de su propia muerte, para regalarle una guitarra. Otros iban y le contaban cuentos, le ponían música para que escuche, tocaban instrumentos también. Oscar Fernández, de la peluquería Roho, su estilista, le cortaba el pelo de vez en cuando. Festejaron alrededor de Gustavo varios de sus cumpleaños los días 11 de agosto. También, más de una Navidad.
Cerati, al contrario de lo que uno podría creer, no pasaba sus días acostado en su cama: la mayor parte del tiempo estaba sentado en una silla ortopédica especial. Tenía su rutina. Un grupo de especialistas lo movía todos los días temprano por la mañana, de girar su cuerpo y mantener sus músculos en buen estado. Recibía atención frecuente de un kinesiólogo, también masajes y sesiones de terapia ocupacional y musicoterapia. Lo alimentaban mediante una gastrostomía, con un tubo instalado en el estómago, con preparados de alto valor nutricional. Visitarlo implicaba un protocolo de seguridad e higiene, ante el riesgo de infecciones.
Pero visitarlo, por otra parte, no era ir a ver a un amigo convaleciente. Había un costo emocional. “Es una extraña sensación”, decía Leo García “un poco de no querer aceptarlo, me agarran baches donde me cuesta; a veces pasaba semanas sin ir”. El músico pensaba en el largo adiós, en la gentileza, según él mismo, de su amigo y maestro para que su posible muerte no doliera tan fuerte.
Preguntar cómo estaba Cerati, cómo se veía tras pasar cuatro años postrado, era casi tabú. Lillian decía: “Tiene los músculos bien, la piel bien. Está como siempre”. Otros buscaban ser más elogiosos, con el retrato de un Gustavo intacto, listo para volver a su trono del rock argentino al despertar. “Ahora que no fuma tiene la piel bárbara; no tiene ni una estría”, decía un visitante frecuente: “No se le cayó el pelo ni está canoso”.
Otro, más resignado, se sinceraba: “Igual, igual-igual, no está”. Mientras tanto, el estado de salud del ídolo se comunicaba con eufemismos.
De cara a un nuevo aniversario del ACV en Caracas, ALCLA liberó un nuevo parte médico en mayo de 2014 para actualizar su estado de salud, una cortesía protocolar con la que la clínica cumplía cada año. “‘Estable’ va a ser la palabra”, había dicho Lillian horas antes al periodista Diego Gualda antes de que el parte se publicara, decepcionada. El comunicado de la clínica afirmó: “El Sr. Gustavo Cerati continúa internado, encontrándose clínica y hemodinámicamente estable, sin complicaciones agudas, manteniendo un buen estado nutricional. Neurológicamente no ha tenido cambios significativos y permanece con asistencia ventilatoria mecánica”.
Pero en el fondo, no había nada nuevo que decir. “Status neurológico y clínico estable”, había dicho el del 2012. “Sin cambios neurológicos, clínicamente estable”, declaró el del 2013.
Cerati había pasado por la clínica FLENI en Belgrano antes de llegar a ALCLA. Allí, su ficha médica estaba bajo seudónimo, con un nombre más o menos común, que nadie asociaría al músico. Los detalles de los primeros tiempos tras su ACV revelaban un daño extenso en su cerebro. Un especialista que conoció los contenidos de esa ficha me aseguró: “La chance de recuperación era casi cero”.
Así, Cerati pasó cuatro años postrado. Una multitud siguió su féretro tras su velatorio en la Legislatura, entre banderas del continente. “Los años nos amigaron con esto”, me había dicho Leo García, que nunca perdió la fe.
(La información de este texto fue publicada por el autor de esta nota en la revista Noticias en el año 2014)
Fotos: Adrián Escandar y EFE