Cafetines de Buenos Aires: el bar en el que conviven el corbatín de Goyeneche y un opinador de las radios porteñas

Se llama La Escuela porque está frente a una primara pública porteña. Predominan los colores marrón y blanco por la afinidad con el Club Atlético Platense

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El bar reabrió en 1988 y desde entonces es un punto de encuentro para los vecinos del barrio
El bar reabrió en 1988 y desde entonces es un punto de encuentro para los vecinos del barrio

En un rincón bajo de Núñez, en la esquina de Manuela Pedraza y Vidal, existe un café bar que hace honor al célebre verso “una escuela de todas las cosas” que Enrique Santos Discépolo escribió para Cafetín de Buenos Aires. Su nombre es: La Escuela. Y aunque su denominación la tomó por la Escuela ubicada enfrente, la N° 12 Profesor Rodolfo Senet, la vida familiar que hay detrás muestra gran parte de nuestra historia como sociedad.

Su dueño actual es Kike Spinelli. Fue su abuelo materno, Enrique Fernández, quien inició el legado. No bien llegó de Lugo, España, en 1929, se empleó en el Centro Galicia. A los dos años tomó la concesión del bar, conoció a su esposa y se casaron. Luego tuvo su propio bar -Los Leones- en la esquina de Congreso y Cramer. Después se mudó a un local más chico en Pedraza y Crámer. Pasó a ser El Leoncito. Hubo un tiempo en que la Argentina del trabajo y el ahorro se concretaba en ladrillos. Por entonces Don Enrique cerró El Leoncito, abrió otro pequeño bar —en Iberá y Freire— que llamó El Galeón y compró la esquina donde hoy funciona el Bar La Escuela con la idea de poner una cantina.

El tiempo pasó, Enrique Fernández se puso mayor y se convirtió en abuelo. El país ya no era el mismo. Los socios que iban a acompañarlo en el proyecto de la cantina se bajaron. Cansado de toda una vida de bar cerró El Galeón, dividió en dos la propiedad de Pedraza y Vidal y se la dejó a sus hijos. La esquina que hoy ocupa el Café Bar La Escuela se convirtió en el depósito del mobiliario cafetero ya sin uso y estuvo cuatro años cerrada.

En 1986 el papá de Kike —y yerno del abuelo Enrique— pidió el local para abrir una casa de repuestos. Un negocio de su conocimiento. La hiperinflación alfonsinista se lo llevó puesto y se fundió. Dos años más tarde desempolvó lo que tenía arrumbado en el fondo y fundó La Escuela. Kike tenía quince años y desde ese 14 de octubre de 1988, trabaja en el bar.

La viuda del mismísimo Polaco Goyeneche le regaló al dueño del bar su característico corbatín negro que usaba uno de los más grandes cantantes de tango de la historia
La viuda del mismísimo Polaco Goyeneche le regaló al dueño del bar su característico corbatín negro que usaba uno de los más grandes cantantes de tango de la historia

El Café Bar La Escuela tiene una capacidad para treinta contertulios. Los llamo así porque el lugar funciona como el patio escolar donde toda la barriada se junta a compartir el recreo. En sus casi treinta años acumuló valiosos tesoros. Por ejemplo, el corbatín que usaba Roberto Goyeneche. Fue un regalo de su viuda a Kike. También hay vajilla y una botella de Hesperidina —sin abrir, claro— del desaparecido Bar La Sirena donde paraba el Polaco. La heladera mostrador tiene más de cincuenta años y perteneció a un comercio de cercanía. Por último, una de las mesas, que desentona con las demás, formó parte de El Galeón y era la que Kike usaba para hacer su tareas escolares cuando salía de clases y pasaba por el bar de su abuelo a esperar que su mamá terminara de ayudar en el negocio familiar. Todo esto lo sé por boca de Kike. ¿Conocía yo previamente el bar? No. ¿Acaso pasé por la puerta de casualidad? Tampoco. ¿Y cómo llegué hasta ahí? Fue por Hernán de Buenos Aires.

La primera vez que supe de él fue por la radio del auto. Estaba escuchando un programa deportivo y llamó para dejar su opinión. Se presentó como Hernán de Caballito. Luego, y en diferentes horarios, lo escuché en otras tantas audiciones. Siempre dejaba un comentario criterioso, puro sentido común de un laburante que hace la calle y mama la realidad cotidiana. Ahora era Hernán de Villa Crespo. O Palermo. O Flores. O Barracas. Esto me llamó la atención. Cuando le preguntaban de qué trabajaba, respondía: “Vendo anteojos”. Y a la repregunta de qué diferenciaba sus anteojos de otros, concluía: “En el fondo ven mejor”. La frase dio vueltas en mi cabeza durante semanas. Hasta que salí en su búsqueda.

El reto que me impuse era alto. Buenos Aires es una mega urbe de cuarenta y ocho barrios y cada uno tiene su propio centro comercial. Y a juzgar por sus intervenciones radiofónicas Hernán parecía caminarlos a todos. Primero me hice de un mapa de la ciudad. Marqué las grandes avenidas, las estaciones de subte y las ferroviarias. Ponderé las zonas de mayor aglomeración de personas. Subrayé los barrios desde donde los diferentes Hernanes salían por radio. Así configuré mi propio plano de Hernán de Buenos Aires hasta armar un recorrido, con sus prioridades, que no tenían ninguna certeza de éxito.

En la esquina de Manuela Pedraza y Vidal se levanta el bar donde predominan en la decoración los banderines de Platense
En la esquina de Manuela Pedraza y Vidal se levanta el bar donde predominan en la decoración los banderines de Platense

Comencé visitando ópticas y preguntando por vendedores de anteojos de nombre Hernán. Fui agotando mi lista mientras me acercaba al borde de la ciudad. Hasta que, finalmente, hallé el dato que estaba esperando. En una óptica de Núñez me aseguraron conocer a este opinador serial de la radio. Pero, además, me informaron de que hacía base en el Café Bar La Escuela. El dato, por lo sugerente, no me sorprendió. Nuestros cafés guardan más información que la Biblioteca Nacional. Entonces fui para allá. Era mediodía. Existían altas chances de dar con el Hernán del pueblo en su horario de almuerzo. Así fue. Estaba sentado debajo del corbatín del Polaco Goyeneche.

Con la información recabada en la óptica me había imaginado un identikit. Aún así, el dato que certificó mi presunción fueron los auriculares que llevaba puestos. Di por hecho que estaba escuchando un programa de radio. Mientras me acercaba para abordarlo caí en la cuenta de que no tenía pensado discurso alguno. ¿Cómo me presentaba? ¿Por qué lo estaba buscando? ¿Me sentaría en otra mesa o me introduciría sin más? En todo mi riguroso plan de búsqueda olvidé practicar el encuentro sin que resultara incómodo y forzado. Ya estaba a unos pocos pasos, una indecisión o movida en falso me convertiría en sospechoso. Como también pasaría a ser centro de todas las miradas del bar. Me arrimé a su mesa y le espeté que estaba buscando unos anteojos especiales, que en la óptica me habían dicho que él podría conseguírmelos y que lo encontraría en La Escuela. Hernán se quitó sus auriculares sin haber entendido ni una palabra de mi improvisado discurso y, sin demostrar molestia alguna, corrió la silla vacía y me invitó a sentar.

El bar tomó el nombre de La Escuela porque está frente la Primaria N° 12, Distrito Escolar 10, "Profesor Rodolfo Senet"
El bar tomó el nombre de La Escuela porque está frente la Primaria N° 12, Distrito Escolar 10, "Profesor Rodolfo Senet"

Varias horas más tarde seguíamos ahí. Hernán es patagónico. De Santa Cruz. La radio es su compañía desde tiempos en que recorría los extensos pagos de su provincia llevando todo tipo de mercadería de pueblo en pueblo. Y las comunicaciones radiofónicas fueron desde siempre su modo de contacto para dejar mensajes. Costumbre que no abandonó ni siquiera cuando se mudó a una ciudad superpoblada de gente anónima donde una opinión se pierde en el racimo de voces simultáneas en decenas de emisoras.

La conversación fue sumergirme en la profundidad de territorios que aún en el siglo XXI, en muchos casos, se mantienen desiertos, pero que son culturalmente tan nuestros y sentimentalmente tan cercanos como la distancia con la mesa de al lado. Hernán es un soberano vendedor de productos y momentos agradables. Un viajante de comercio urbano. La ciudad es un constante ir y venir de Hernanes.

Al rato se sumó Kike. La charla se convirtió en una mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas. La clase magistral se extendió hasta la puesta de sol. Nos encontrábamos ocupando la mesa del viejo Galeón donde un chiquilín Kike, como esa cosas que nunca se alcanzan, hacía los deberes para su escuela.

Claro que le compré un par de anteojos a Hernán. No había mentido. Una vez puestos, en el fondo, todo se ve mejor.

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