Corría el año 1981 y existía un alto grado de tensión con el vecino país de Chile. El origen de la crisis de tres años atrás, que había casi llevado a la guerra para Navidad, aún no se había resuelto. Ambos vecinos todavía se veían con recelo y no eran inusuales los incidentes entre las fuerzas armadas de ambos países.
Muchos de los encontronazos sucedían, lógicamente, en el archipiélago de Tierra del Fuego, epicentro de los problemas limítrofes de la época, más precisamente en las islas sobre el canal de Beagle.
Las unidades navales de ambos países lo utilizaban regularmente, para mostrar la bandera y señalar el ejercicio de la soberanía. Y, algunas veces, transitaban por allí los submarinos, chilenos o argentinos.
A principios de 1981, la inteligencia de la Armada Argentina tomó conocimiento que un submarino chileno operaría sobre las aguas del canal. Esa información llegó a la Escuadrilla Aeronaval Antisubmarina que operaba aviones Grumman S-2E Tracker desde el año 1978. Estos aviones son verdaderos laboratorios en vuelo que se especializan, analizando los sonidos, firma magnética, emisiones electromagnéticas y otras variables en el ambiente, en detectar submarinos. Debe decirse, igualmente que el medio más efectivo para detectar un submarino sumergido es el sonido, en tanto ni el radar ni el ojo humano son útiles para ello.
El gran problema en Argentina es que, con una capacidad nueva, no había una verdadera “biblioteca acústica”. Esta biblioteca permite comparar los sonidos obtenidos en el mar, para determinar si lo detectado en las profundidades es un submarino, obteniendo asimismo los datos de la clase de que se trata y, hasta en algunos casos, la unidad específica.
Había que llenar la biblioteca.
Y, justamente, en ese año 1981, el Teniente de Navío Enrique “Quique” Fortini, como oficial de operaciones de la Escuadrilla Aeronaval Antisubmarina, tenía como principal problema el grabar la firma acústica de los submarinos chilenos. Así que se puso, con su equipo, manos a la obra.
La escuadrilla diseñó, muy rápidamente, un particular invento, que se dio por llamar el mini-SOSUS. SOSUS es un sistema de vigilancia subaqua muy avanzado basado en sonares en el lecho marino, operado por la Armada de los Estados Unidos.
El mini-SOSUS local consistía, más humildemente, en una sonoboya (una sonoboya es, básicamente, un sonar pequeño que se contiene en una boya) a la que se había adosado una vieja batería obtenida de un automóvil Fiat 600, y se sembraba atándose su línea de hidrófonos (los micrófonos que escuchan bajo el agua) a los cachiyuyos.
Con ello, se multiplicaban las horas de uso (una sonoboya pasiva normal tiene una duración de batería limitada, luego se va a pique), permitiendo una operación encubierta para poder grabar los ruidos del submarino antagonista. Una fiel expresión del ingenio criollo al servicio de la guerra antisubmarina.
La particular invención se dejó, mediante una lancha, en un lugar estratégico y se hizo aterrizar, en horas de la noche, a un avión Tracker en el aeropuerto de la Base Aeronaval Ushuaia, el que prontamente se escondió en el hangar. En el techo del hangar se había improvisado una antena, que permitía monitorear la boya desde mayor distancia, mientras un grupo electrógeno alimentaba el equipo analizador de sonoboyas AN/AQA-4A del avión.
Esto era un cambio radical a lo que todas las armadas del mundo hacían, que era “sembrar” varias sonoboyas y, con el avión a cierta altitud, tomar lo que ellas detectaban. Pero, en este caso y en un lugar tan angosto como el canal de Beagle, ello hubiera alertado a los submarinistas chilenos. Algo que no querían que sucediera.
Pero, ciertamente, el invento finalmente dio sus frutos y la firma acústica del submarino chileno fue grabada. Tan sigilosamente como había llegado, el avión Tracker despegó y volvió a su asiento natural en la Base Aeronaval Comandante Espora (cerca de Bahía Blanca). Parecía que nadie se había enterado de nada.
Sin embargo, pocos días después, un comando chileno desembarcó de un gomón en la playa argentina donde había quedado la boya, hurtándola. El Teniente Fortini estaba furioso. ¿Cómo podía ser que les robaran al “mini”, bajo sus propias narices?
Algo había que hacer.
La devolución de la gentileza vendría el “Día de las Glorias Navales” de Chile, el 21 de mayo. Uno de los días más importantes para la Armada de Chile (se conmemoran dos combates ocurridos ese mismo día, el año 1879 en la llamada “Guerra del Pacífico”), con formaciones militares, desfiles y festividades en sus bases navales.
Un vuelo de entrenamiento de rutina de avión Tracker (que había despegado desde Ushuaia) tenía como comandante al Teniente de Navío Fortini. Su plan era simple, la venganza sería perfecta. Convertiría un vuelo anodino sobre el Beagle en algo que nadie podría olvidar.
“Quique” no era extraño a esas zonas, sino un gran conocedor y, además, muy popular por esas latitudes, volando poco antes de estos eventos los aviones DC-3 de transporte de la Armada Argentina que, previas coordinaciones entre países, unían esas alejadas poblaciones: “En muchas oportunidades volamos todo el sur de Chile uniendo Punta Arenas con otras ciudades como por ejemplo El Porvenir o las estancias La Sara (la chilena y la argentina), etc... Por lo general lo hacíamos a la tardecita, aterrizábamos en Presidente Ibáñez del Campo procedentes de Williams y pernoctábamos en el hotel Cabo de Hornos, o en los buques presentes, ya sea el Piloto Pardo, en la Orompello o en el Yelcho. Los piscos sour y los pichuchos (Cinzano con pisco) que nos tomamos con los oficiales de la Armada de Chile son incontables, y a la mañana siguiente cargábamos pasajeros, correo, víveres y despegábamos muy observados por su Fuerza Aérea en Ibáñez del Campo; paseábamos encantados entre las cumbres y los glaciares, divirtiéndonos con los habituales cóndores, hasta recalar en la radiobaliza o en la radio de Ushuaia y descendíamos o hacíamos la entrada instrumental de uso exclusivo, para luego tranquilamente sobrevolar el canal y aterrizar en Puerto Williams”.
El comandante rápidamente convenció al copiloto y poco después, el bimotor, con su orgullosa bandera celeste y blanca en el empenaje, saltaba desde el sur los “dientes de Navarino” y, deslizándose por la ladera norte, pasaba a escasos diez metros de la formación chilena que se estaba llevando a cabo en la Plaza de Armas de la Base Naval de Puerto Williams y hacía un escape a baja altura sobre la pista Guardiamarina Zañartu.
Mientras pasaba por arriba de los azorados marinos chilenos, el avión argentino movía las alas, en señal de cortesía pero también diciendo “yo se que ustedes se robaron al mini…”
El “saludo”, por supuesto, no pasó desapercibido. La retribución de gentilezas (pasado el desconcierto inicial) incluyó algunos insultos al aire y varios disparos mal apuntados con una pieza de artillería antiaérea Oerlikon doble que estaba al lado de la torre de control y de un cañón Bofors L60, ubicado en la pendiente que lleva hasta Punta Gusano.
Poco después, el día 26, llegó a la embajada argentina en Santiago una esquela un poco más formal, en protesta de lo sucedido. Según el Teniente Fortini: “1981 fue un año inolvidable que hasta incluyó una visita anunciada al Comandante de Operaciones Navales, quien me pidió mi versión de porqué se había enojado al Sr. Canciller de la República de Chile, que de su puño y letra había enviado una protesta diplomática a nuestra Cancillería, por haber un Tracker saludado a una formación naval en la plaza de armas de la Base Naval Puerto Williams sin permiso previo y en el momento en que se celebraban las “Glorias Navales Chilenas”, apreciando dicho señor que el sobrevuelo se había realizado a extremada baja altura”.
Una historia más de viejas desavenencias entre países hermanos que, por suerte, se pudieron superar sin ninguna guerra. Cosas del pasado.
Mi amigo Enrique Fortini participó nuevamente cazando submarinos (ahora británicos) en la guerra de Malvinas, se retiró de la Armada Argentina como Capitán de Fragata y falleció en el año 2013.