Muy próximo a la ribera sur de la ciudad, en Barracas, sobrevive un bar orillero de fines del siglo XIX. Se trata de Los Laureles, ubicado en la esquina de la avenida Iriarte y Goncalves Díaz. Abrió en octubre de 1893 como pulpería. Con el tiempo atravesó la evolución comercial que da vida a tantos de nuestros actuales Bares Notables. La mencionada Aquella pulpería devino en almacén, luego fue Café-Bar-Billares y, hoy, es un bodegón milonguero que los vecinos cuidan con recelo para que ningún lifting desfigure su añoso encanto.
¿Siempre se llamó Los Laureles? Claro que no. Los primitivos centros de abastecimiento no disponían de nombre comercial. Por lo general, el decir popular los nombraba con el apellido de los propietarios o dependientes. Al momento de comenzar a funcionar, las vías del Ferrocarril del Sud le pasaban por la puerta. O sea, a nivel de la calle. Más tarde el trazado ferroviario se elevó a nueve metros de altura. Para la esquina el resultado no pudo ser mejor. El terraplén le dio seguridad a los parroquianos mientras que le otorgó un inquietante halo de misterio al rincón.
A principios de este siglo el bar fue regenteado Doris Brennan, quien lo reconvirtió en un espacio cultural que dio lugar a una de las milongas más genuinas y arrabaleras del Sur. La post pandemia lo dejó en otras manos. Mucho más descuidadas que las de Doris. Y cuando todo indicaba su inexorable cierre, dos vecinos fanáticos del barrio, Sergio Mosquera y Claudio Sodini, también en octubre, a poco de cumplir sus primeros 120 años, compraron el fondo de comercio y lo revivieron.
La estructura edilicia del lugar se mantiene intacta. La visita es una excursión al pasado. Construcción de una sola planta, piso calcáreo, ventanas y aberturas originales. Durante la pandemia unos rateros le hicieron un boquete a la puerta y se llevaron valiosos objetos. “Por suerte el piano no pasaba por el agujero”, dice Sergio con una sonrisa. De a poco el lugar fue recuperando imágenes, fotografías, afiches y chirimbolos.
El registro de habitués del bar incluye a casi todo el plantel de la Guardia Vieja del tango: Eduardo Arolas, Ángel Villoldo, Agustín Bardi, Anselmo Aieta y Angelito Vargas. Todos vecinos de Barracas. También lo concurrió un joven Enrique Cadícamo. El otro colectivo parroquial que lo cargó de mística fueron boxeadores que se entrenaban en el gimnasio del cercano Club Sportivo Barracas. José María Gatica, Tito Sáenz, los hermanos Cañete y hasta Oscar “Ringo” Bonavena asistieron con religiosa fe cotidiana al Café-Bar-Billares. Lo nombro así porque fueron pugilistas, aquellos que no alcanzaron títulos nacionales o mundiales, quienes terminaron dándole la actual denominación al bar. Lo llamaron “Los Laureles” por todos los que merecieron ser laureados por la feligresía de este boliche barraquense.
Estas historias trascendieron generaciones y conforman un eje central del relato histórico del barrio. Pues aquí vengo a contar otra anécdota. Conocida por unos pocos. Porque su protagonista no habitaba sus calles. Era oriundo de Barracas sí, pero de Barracas —bien— al sur. Hombre de Banfield.
El Sordo Carrizo era un bailarín estupendo. Como casi todos los que le sacaban viruta al piso en la Época de Oro del tango. Había algo que Carrizo escondía bien: nadie sabía de su sordera. O al menos no permitía que lo advirtieran. La leyenda señala que Carrizo estaba tan disminuido de un sentido como desarrollados que tenía los demás. Y cuando olfateaba que podían descubrirlo “piantaba pa’ otra milonga”. El domicilio no fiscal del Sordo era el bar El Sol, en la estación Banfield de la línea Roca. En sus mesas —donde cada mañana yo hacía un alto antes de subirme al tren que me traía al Centro— conocí la historia del Sordo.
Los hechos se remontan a 1950. Por entonces, en El Sol dos temas de interés monopolizaban la atención: tango y fútbol. El Campeonato de Primera División presentaba dos candidatos que pugnaban por el título. Uno era el Racing Club de Avellaneda que iba por el tricampeonato. El otro, el modesto Club Atlético Banfield, team de los pagos de Carrizo. La disputa no estaba exenta de tinte político. La Academia era el equipo del General Perón. Pero la comidilla de todos los bares repetía que Evita cinchaba por el Taladro, por eso de apoyar la lucha del “chico” contra el poderoso.
Aquel año otro vecino concurrente a las ágoras en El Sol era el yorugua Julio Sosa. Sin embargo quien tallaba en las mesas de un boliche con superpoblación de guapos, quien era reconocido como el auténtico Varón del Tango era el Sordo Carrizo. Las presentaciones de Sosa en la capital o los éxitos deportivos del equipo blanco y verde liderado por el crack Eliseo Mouriño pasaban a segundo plano frente a las anécdotas del Sordo que se jactaba de sus embustes a los “giles porteños”. Artimañas con las que engatusaba, con su discapacidad a cuestas, a petiteros porteños de salón y conseguía bailar con las mujeres más deseadas de las milongas. El prestigio que bien ganado tenía Carrizo en el sur sucedía a miles de años luz de El Sol. Por ejemplo, en la esquina de Iriarte y Goncalves Díaz, Barracas.
El Sordo tomaba el tren en Banfield y se bajaba en la estación Hipólito Yrigoyen. Atravesaba el pozo de sombras del Pasaje Darquier y rumbeaba hacia Los Laureles. Ya en la milonga se tomaba unos copetines mientras observaba las costumbres coreográficas locales. En verdad, medía riesgos. Y cuando se sentía seguro de conocer muy bien la “cancha” y las características de los “jugadores”, depositaba su mirada en una mujer y no la bajaba hasta hacer contacto visual para ensayar su cabezazo entrador.
¿En qué habilidad se alimentaba la ganada fama del Sordo? En que al finalizar el tango mantenía una imperceptible, aunque no menos sugestiva, presión sobre la mujer antes de soltarla para volver a su sitio. El secreto ganador era ese segundo extra que sostenía en el abrazo. Lo justo sin pasarse de irrespetuoso. Todo dentro de las reglas de la milonga. Sin embargo, el detalle, mínimo para cualquier distraído, no pasaba inadvertido y comenzaba a mortificar al resto de los bailarines entre los que se hallaban los integrantes de la barra brava local que hacía gala de pertenecer a un barrio, Barracas, cuna del tango pendenciero y provocador. Ese baile canyengue de cortes y quebradas que estos muchachones de Los Laureles traducían en tajazos y quebraduras cuando peleaban por el honor con el terraplén ferroviario como telón de fondo.
El asunto es que Carrizo cometió el desliz de sucumbir ante los encantos de una morocha. Y ese detalle imperdonable para un patotero sentimental hizo que su temporada en la milonga barraquense se extendiera más de la cuenta.
La mano se puso espesa. La runfla vernácula descubrió el yeite del Sordo y la sombra del desagrado oscureció todo el salón. Tanto que en una noche negra y sin estrellas cuando la milonga llegaba a su fin y se bailaba el último tango se fue armando un semicírculo camorrero a su alrededor.
Con el do final Carrizo, desafiante, mantuvo la presión sobre el cuerpo de su pareja más de lo habitual. La morocha, sorprendida, lo interpretó como la confirmación de una propuesta y aprovechó para susurrarle un: “Te quiero”. El Sordo, obviamente, nunca se enteró. Tampoco supo más de ella. Porque jamás volvió a pisar Barracas.