“En esta situación tan difícil mandé un radio telegrama al Führer rogándole que me concediera plenos poderes (pero) no he recibido respuesta alguna a este radio (…). El frente de Stalingrado está expuesto, cada día que pasa hay nuevos ataques por parte del enemigo. No se puede prever si el ejército podrá defender la región de Stalingrado durante un plazo de tiempo más largo, puesto que a diario (los oficiales) me abruman de preguntas desde todos los lados. Le agradecería que me mandaran algo más que simples órdenes por escrito para que pueda reforzar la moral de mis hombres. El valor combativo de la tropa decrece rápidamente debido a la falta de provisiones, de combustible y de munición. Dieciséis mil heridos carecen de los cuidados necesarios. Hay síntomas evidentes de desintegración (…). Disculpe que debido a las actuales circunstancias le escriba esta carta de mi puño y letra”, escribía un desesperado Friedrich Paulus, jefe del Sexto Ejército del Reich, a su superior en el Alto Mando alemán a fines de noviembre de 1942.
Los alemanes habían llegado a las puertas de la ciudad e iniciado el sitio hacía apenas dos meses, el 23 de agosto, a comienzos del otoño, y para principios de noviembre la toma de Stalingrado parecía un hecho consumado, pero esa victoria al parecer inminente había resultado un espejismo, porque la situación en el frente de batalla se dio vuelta como una media: entre el 19 y el 23 de noviembre, las fuerzas soviéticas iniciaron una feroz contraofensiva, la Operación Urano, que cambió definitivamente el curso de los acontecimientos.
La carta del general Paulus anticipa un final que todavía demoraría más de sesenta días, hasta el 3 de febrero, cuando finalmente las tropas alemanas -cercadas, exhaustas, hambrientas, casi sin combustible ni municiones- se rindieron ante el Ejército Rojo.
Fueron 174 días de lucha sin cuartel, entre el 23 de agosto de 1942 y el día de la capitulación de Paulus, que dejaron un saldo de alrededor de 800.000 bajas del lado del Sexto Ejército alemán -apoyado por tropas italianas, rumanas, croatas y húngaras- y más de 1.200.000 entre soldados del Ejército Rojo y la población civil de la ciudad. Los heridos se calculan en más de un millón.
Stalingrado también fue un punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial, ya que frenó la ofensiva nazi en territorio soviético y debilitó a las fuerzas del Eje. A partir de entonces el Ejército Rojo infligió derrota tras derrota a los alemanes y los empujó fuera de las fronteras.
Del pacto a la invasión
La audaz jugada de Adolf Hitler de abrir un nuevo frente de batalla al invadir la Unión Soviética había fracasado. Los alemanes y los soviéticos habían firmado un pacto de no agresión -por un período de diez años- el 23 de agosto de 1939. Iosif Stalin necesitaba tiempo para preparar la guerra y Hitler tranquilidad en el Este para poder llevar adelante su ofensiva europea.
La promesa de paz hecha por Hitler duró menos de dos años, hasta el domingo 22 de junio de 1941 cuando lanzó la “Operación Barbarroja” e invadió la Unión Soviética con el objetivo ideológico de derrotar al enemigo comunista, conseguir mano de obra esclava para la guerra y apoderarse de los recursos petroleros y agrícolas del territorio soviético.
Para lograrlo, el ejército alemán puso en movimiento a tres millones de soldados, 1.200 aviones, 3.500 vehículos blindados y 7.400 piezas de artillería, la mayor maquinaria bélica que hasta aquella fecha había contemplado la historia.
Pero lo que Hitler había planificado como una nueva “ofensiva relámpago” en el Frente Oriental, pronto se estancó hasta convertirse en una difícil guerra de desgaste, con muchas dificultades de abastecimiento para los alemanes, debido a que en su retroceso las tropas soviéticas aplicaron una política de “tierra calcinada” que no des dejaba nada para sostenerse.
Para diciembre de 1941, el ejército alemán llegó a las afueras de Moscú, pero no pudo doblegar las defensas de la ciudad. El contrataque soviético, dirigido por el mariscal Gueorgui Konstantínovich Zhúkov, lo obligó a retroceder.
Cambio de frente
Luego del fracaso de “Barbarroja”, Hitler decidió lanzar una nueva operación, esta vez con el nombre de “Blau” (Azul) con el objetivo de tomar Stalingrado (la actual ciudad rusa de Volgogrado). En abril de 1942 inició una ofensiva a gran escala -al mando del comandante Friedrich Paulus- que buscaba destruir las fuerzas del Ejército Rojo en el sur de Rusia, capturar Rostov y la región del bajo río Don, y penetrar profundamente en el Cáucaso para hacerse con los campos petrolíferos al norte y al sur de la cordillera, además de cortar el corredor de suministros que los aliados hacían llegar a la Unión Soviética.
Los alemanes planificaron la acción en tres fases: primero, una acometida al este, hacia el Don, con una progresión hacia el sudeste siguiendo la margen meridional del río; después, un avance doble hacia el gran meandro del Don, al oeste de Stalingrado, y la región de Rostov; y, finalmente, llegar a los estratégicos campos petrolíferos del Cáucaso.
Al principio, el avance nazi fue un éxito y, para el 23 de agosto, las tropas del VI Ejército y de la IV división Panzer ya estaban en las afueras de la ciudad. Entonces, la orden de Hitler fue terminante: capturar rápidamente Stalingrado, rodeándola por el norte y el sur, para luego avanzar con ataques blindados.
La orden de Stalin al mariscal Gueorgui Konstantínovich Zhúkov no le quedaba a la zaga a la que había dado el Führer. Le dijo que defendiera la ciudad metro a metro, costara lo que costase. “Hasta el último hombre”, precisó.
La ofensiva nazi
El ataque alemán se inició con bombardeos terrestres y aéreos que destruyeron gran parte de las fábricas de Stalingrado. Los primeros tanques entraron en la ciudad el 1° de septiembre. Pero los soviéticos no se dieron por vencidos y se comenzó a pelear barrio por barrio, casa por casa, cuerpo a cuerpo.
Hubo tres ofensivas, la primera del 14 al 26 de septiembre, la segunda del 27 de septiembre al 7 de octubre y la tercera del 17 al 29 de octubre, que agravaron la desesperada situación de los defensores del 62° Ejército al mando de Zhúkov.
A mediados de septiembre los alemanes llegaron al centro urbano, a pocas cuadras del embarcadero sobre el río Volga. Pero los soviéticos contraatacaron con baterías de cohetes instaladas sobre camiones de transporte y enviando sobre los alemanes miles y miles de soldados novatos llegados desde la retaguardia.
“La batalla por la ciudad había degenerado en una disputa farragosa, manzana a manzana y edificio por edificio, desesperantemente lenta, agotadora e inmensamente costosa, entre Paulus y Zhúkov, en la que las fuerzas alemanas lograron abrirse paso, aunque solo desde el oeste y el sur. La decisión de Stalin de defender la ciudad apartó a los alemanes de su tradicional ventaja en cuanto a movilidad, maniobra y fuego de apoyo aéreo y artillero, y los obligó a tener que ‘roer’ las defensas de Zhúkov para abrirse paso en una batalla que recordaba más al Somme o a Verdún de 1916 que a la Blitzkrieg de los tres veranos anteriores”, resume el coronel David M. Glantz, autor de la Tetralogía de Stalingrado y uno de los mayores expertos en la batalla.
Testigos y protagonistas del horror
Stalingrado se convirtió en un infierno que dejó huellas imborrables entre los sobrevivientes. “Todo estaba en llamas. La orilla del río estaba cubierta de peces muertos que se mezclaban con cabezas humanas, brazos, piernas, todo en la playa. Eran los restos de las personas que estaban siendo evacuadas a través del Volga, cuando fueron bombardeados”, contaría muchos años después el soldado del Ejército Rojo Konstanin Duvanov, que peleó en la defensa de Stalingrado con menos de veinte años.
Atacantes y defensores se disputaron la ciudad metro a metro. Los soviéticos apelaron también a francotiradores para detener los avances de las tropas nazis. El más famoso de ellos, con 224 alemanes abatidos en su haber, fue Vasili Zaitev, de la división de Batiuk. “Vi cómo los alemanes sacaban a rastras a una mujer para violarla, sin duda. ¿Cómo no te afecta eso cuando no podés hacer nada por salvarla? Estás en la línea del frente. No tenés suficientes hombres. Si salís corriendo a ayudarla te van a masacrar, sería un desastre. Y otras veces ves a chicas, jóvenes o niños colgados de los árboles en el parque. ¿Te afecta? Te causa un tremendo impacto. Por eso cada soldado, incluido yo mismo, está pensando únicamente en cómo obligarles a pagar más caro su pellejo, en cómo matar todavía más alemanes. En cómo hacerles aún más daño. Yo lo logré como francotirador”, recordó años después de la guerra.
Valentina Savelyeva tenía cinco años durante la batalla de Stalingrado. A los 80, en el 75° aniversario del sitio, todavía tenía grabadas las imágenes del espanto. “Cuando cierro los ojos, puedo ver el Volga en llamas por el petróleo derramado. Cavamos agujeros en la arcilla para vivir. No trincheras, sino agujeros, como los animales. Pronto hubo fuertes enfrentamientos en el interior del barranco, con tanques alemanes que se movían de arriba a abajo, mientras los soviéticos lanzaban bombas sobre ellos, y por lo tanto sobre nosotros. Todo estaba en llamas y oíamos rugir los aviones. No había comida, sólo barro, que pasó a ser ligeramente dulce. Comíamos barro y nada más que barro, y bebíamos agua del Volga”, recordó.
Soldado raso del Ejército Rojo durante el sitio, en ese mismo aniversario Alexander Parjomenko no tuvo reparos en contar su terror. “Estaba permitido morir pero no retirarse, no podíamos rendirnos porque defendíamos el honor de la Unión Soviética. Otros eran valientes, pero yo no. Vivía aterrorizado. Yo era un cobarde de pies a cabeza, pero entonces no lo sabía”, contó.
“Operación Urano”
La batalla de Stalingrado se peleaba también con un arma decisiva: el tiempo. Los alemanes no lo tenían, el Ejército Rojo lo necesitaba. La denodada resistencia de las fuerzas soviéticas dentro Stalingrado tenía como objetivo ganar tiempo para lanzar una contraofensiva que pasaría a la historia como la Operación Urano y se transformaría en un punto de inflexión decisivo de la Segunda Guerra Mundial.
El momento llegó y el Ejército Rojo lanzó esa contraofensiva en todos los frentes. Se la llamó Plan Cósmico y consistía en dos grandes ofensivas iniciales seguidas de otras dos cuando estas alcanzasen sus objetivos, las operaciones Urano y Marte en los sectores suroeste y central del frente, seguidas de las operaciones Saturno y Júpiter en cada uno de estos sectores y la operación Chispa (Iskra) en el norte.
La Operación Urano, a cargo de Zhúkov en su brazo norte, y del coronel general Aleksander M. Vasilevski en el brazo sur, no solo se planteaba recuperar Stalingrado sino también envolver y destruir el Sexto Ejército alemán que comandaba Paulus.
La suerte de Stalingrado también se jugaba en otras batallas. En el Cáucaso, otras divisiones del Ejército Rojo detuvieron el avance el avance de los alemanes en las cercanías de la ciudad de Grozni y en las montañas del Alto Cáucaso.
La situación de los alemanes se complicó aún más en noviembre, cuando los soviéticos iniciaron la contraofensiva en Stalingrado, lo que obligó a Hitler a transferir fuerzas desde el Cáucaso hacia la ciudad sitiada. “Esa sangría de hombres y tanques hizo que las fuerzas en el Cáucaso pasaran primero a la defensiva y después tuvieran que retirarse”, explica el coronel Glantz.
En la ciudad, mientras tanto, los alemanes frenaban los contraataques soviéticos y volvían a avanzar, pero se fueron quedando sin municiones ni abastecimientos de comida y combustible. El lunes 23 de noviembre la suerte los alemanes estaba echada.
En diciembre, cuando llegó el invierno, el ejército Rojo los atacó desde el norte y desde el sur, acorralando a las fuerzas del Eje. Viéndose cercadas, las tropas rumanas y húngaras huyeron hacia el oeste.
Los alemanes quedaron encerrados dentro de Stalingrado sin suministros por las duras condiciones climáticas. Los soldados, agotados, comenzaron a morir por inanición y por congelamiento.
Paulus desobedece y se rinde
A fines de enero Paulus pidió autorización para iniciar negociaciones con el Ejército Rojo. Como respuesta, Hitler lo ascendió a mariscal del Reich el último día del mes. Junto con el ascenso, el Fürher le recordó que a lo largo de la historia ningún mariscal alemán se había rendido. En otras palabras, le sugería que antes de negociar con los soviéticos, se suicidara.
Derrotado por la contraofensiva del Ejército Rojo, pero también por la falta de alimentos y el frío polar de la estepa rusa, capituló y se transformó -contra los deseos de Hitler- en el primer mariscal del ejército alemán que firmó una capitulación. La mayor batalla de la Segunda Guerra Mundial había terminado y su resultado marcó también el principio de la derrota definitiva del Tercer Reich.
Como recordó años después el teniente alemán Hermann Strotmann, ya no había nada que hacer: “Hasta el último momento, la mayoría de los oficiales seguía esperando que llegara ayuda desde el exterior. La falta de víveres, hombres y proyectiles de artillería hizo que fuera físicamente imposible seguir luchando, Estábamos muertos de hambre y la mayoría habíamos sufrido daños por congelación. Lo que un hombre puede soportar tiene un límite, y nosotros llegamos a ese límite. Nos rendimos”.