El 29 de mayo de 1982, en Villa Mercedes, San Luis, nació Jessica Janet Guerra. Su papá, Raúl Héctor Guerra, era por entonces suboficial principal de la Fuerza Aérea Argentina y se enteró del nacimiento al día siguiente, a 2130 kilómetros de allí, junto a la radio de su posición en la guerra de Malvinas, protegido por un risco entre Fitz Roy y Darwin, donde el viento hacía difíciles las comunicaciones. De la feliz noticia sólo fueron testigos sus dos compañeros de la Red de Observadores del Aire (ROA) M8: el suboficial auxiliar Roberto Alonso, y el soldado José Zink. Pasaron 42 años, y Raúl no evita la emoción al recordar aquél día: “De la Brigada de Villa Reynolds en San Luis avisaron a Comodoro Rivadavia, de ahí a Puerto Argentino, desde donde el 30 de mayo mi jefe pidió hablar conmigo y me contó que había nacido mi hija, la primera. Yo estaba en el medio de la nada. Y en ese momento lo único que pedí fue poder sobrevivir a la guerra para conocerla”.
Desde aquel año, cada aniversario del 2 de abril —la fecha de la reconquista de las islas Malvinas— tiene para Raúl un significado especial. Pero en 2023, una poderosa sorpresa lo volvió a conmover hasta las lágrimas. Guerra, entre las cosas personales que llevó a las islas, guardó una agenda calendario de cuerina negra. Era de 1975, pero no importaba: allí llevaba anotaciones de su tarea cotidiana en el Grupo I de Vigilancia Aérea, que integraba, como la compra de tarros de pintura, por ejemplo. Y cuando supo que iría a Malvinas, comenzó a escribir sus primeras sensaciones. Cuando a principios de mayo debió replegarse en forma apresurada por el avance inglés, la libreta quedó abandonada en las islas, en aquel “medio de la nada” donde se enteró del nacimiento de su primera hija. Y 41 años después, con Jesica y sus otras dos hijas -Erika y Gisela- y otros familiares, abrió en la sobremesa un sobre amarillo. Adentro estaba la agenda, con la cuerina ajada y el dorado del canto de las páginas opaco por el tiempo. Y una carta en inglés, firmada por Teena Ormond, gerenta del museo de las islas, que Gisela tradujo con voz temblorosa: “Es un placer desde el Museo de las islas Falklands, devolverte esta agenda, que te puedas reencontrar con algo que fue tuyo. Espero que estas devoluciones lo que hagan es sanar las heridas entre soldados argentinos e ingleses”.
Recuerdos de la guerra
Hoy, Raúl vive en Comodoro Rivadavia, desde donde le contó a Infobae la historia del reencuentro con ese recuerdo. Tiene 70 años, es suboficial mayor (r), viudo de Liliana (que murió por un aneurisma en 2021, durante la pandemia), padre de tres hijas y abuelo de cuatro nietas. Nació en Uspallata, provincia de Mendoza. Sus padres, Evaristo Guerra y Audelina Valdés, eran jornaleros. “Mi madre vive aún, tiene 92 años y está mejor que todos nosotros”, confía entre risas. A los 16 años, influenciado por parte de su familia, se inscribió en la Escuela de Suboficiales de la Fuerza Aérea. Y viajó para estudiar a Ezeiza.
A los 18, cuando terminó de cursar, tuvo su primer destino en la V Brigada de Villa Reynolds, San Luis. “Donde estaban los famosos Halcones”, añade. Y luego, su primer contacto con el sur: la Base Marambio de la Antártida Argentina. Era 1978, así que —cuenta—, “el mundial lo escuché por la radio, porque todavía no llegaba la televisión”. Fue un año: al regresar en 1979, se casó con Liliana. Después tuvo como destinos Córdoba y otra vez Buenos Aires, donde se especializó como radarista.
Allí lo sorprendió, como a todos, el 2 de abril de 1982. Raúl era cabo principal, tenía 26 años y pertenecía al Grupo I de Vigilancia Aérea. “Nos enteramos esa mañana cuando nos levantamos. Y el 25 de abril me avisaron que tenía que viajar al sur. No me dijeron ‘a Malvinas’, me dijeron al sur…”, cuenta. El 1 de mayo, desde Palomar, viajó a Comodoro Rivadavia. “Habremos llegado a las once de la noche. Nos recibieron en la base, cenamos y dormimos. El 2 de mayo nos dijeron que al día siguiente salíamos para Malvinas. Así supe que iba”, explica.
Entonces, en su agenda escribió: “Dejaré todo anotado. Todo lo que suceda mientras esté con vida en este conflicto con los ingleses. Me toca estar en Malvinas. Con mucho orgullo voy a defender nuestra patria. Sólo pido a Dios nos ayude y nos de mucha fuerza”. Y el mismo 2 de mayo comenzó a anotar su periplo. A las 9.30 subrayó: “Salimos a Malvinas”. El vuelo debió desviarse a Río Grande, en Tierra del Fuego, porque aviones ingleses atacaban las islas en esos momentos. Desde allí hicieron otro intento, pero también regresaron. Finalmente, volvieron a la base de Comodoro Rivadavia.
“Pensé que nos bajaban”
El cruce a Malvinas se produjo el lunes 3 de mayo. Y no fue para nada sencillo. Según escribió en su agenda, a las 8 de la mañana desayunaron y una hora más tarde partieron hacia Malvinas. Entre las 9 y las 11.30, Raúl anotó “vuelo normal”. Pero a las 12, en su libreta dice: “Divisamos barco a 30 km. Nos atacan. Volvemos a Gallegos. Nos salvamos. Gracias a Dios. Pensé que nos bajaban. Hicimos vuelo táctico por 3 hs. Mucha tensión. El total del avión es de 24 hombres y cargado con municiones. 10.30 (de la noche) en Santa Cruz. Descansando. Cenando. Durmiendo en el suelo con bolsa cama. Escuchando noticias. + Frío”.
Los 42 años que pasaron disiparon los temores. El recuerdo es más amable que lo vivido: “Fuimos a bordo de un Hércules cargado de municiones. Creo que éramos tres o cuatro, más la tripulación”, recuerda.
Al llegar, no se instalaron en el Aeropuerto, sino en Puerto Argentino, en la ciudad, donde estaba ubicado el Radar TPS-43, que realizó todas las operaciones de vigilancia y control aéreo en las islas. “Antes del bautismo de fuego del 1° de mayo movieron a toda la gente. Menos mal, porque hubiera sido un desastre”, añade.
El momento en que tomó conciencia que estaba en medio de una guerra sucedió horas después de su llegada, mientras aguardaba sentado en una grada del hipódromo de Puerto Argentino que partiera el helicóptero que lo llevaría a su posición durante el conflicto. “Estábamos tranquilos, esperando para cargar todo. Pasaron unos aviones ingleses, porque detrás nuestro estaba la artillería de la Marina. Dieron la alerta roja y se armó un tiroteo. Nos metimos debajo de lo primero que encontramos. Y te digo la verdad, ahí sentí cagazo, miedo. Y me dije ‘esto no es joda, no es un ejercicio, esto se pudrió….’ No pensás en nada, ni en la familia, te metés en lo que tenés que hacer, como si se nublara la mente”, dice y, a 42 años de aquella guerra, se escucha su voz quebrada por las lágrimas. Cuando se recompone pide disculpas, como si hubiera que disculpar la emoción de un tipo que se estaba jugando la piel en Malvinas. Lo único que cabe es darle las gracias y el tiempo que necesite para continuar su relato.
Guerra fue destinado a uno de los puestos de observación en la vanguardia de las tropas argentinas. “El ROA (Red de Observadores del Aire) hasta ese momento estaba ocupado por radioaficionados de Córdoba. Había dos civiles y un soldado de la 1era. Brigada Aérea con ellos. Nos cargaron arriba de un helicóptero Bell 212 y nos mandaron al puesto en el campo. Yo calculo que estaba a 50 o 60 kilómetros de Puerto Argentino, entre Fitz Roy y Darwin. Éramos tres, y nos ubicamos en una carpa en medio de las piedras, entre los cerros, con un equipo de radio. Estábamos para informar qué pasaba en los lugares donde había conos de sombra de algún cerro y los radares no agarraban. Hacíamos turnos cada dos horas arriba del cerro, con la antena y la radio. Podíamos ver el mar, pero no observamos ni un barco. De noche sí escuchábamos los bombardeos. Alcanzamos a ver aviones Harrier cuando pasaban sobre nuestra posición. Y comunicábamos los datos al Centro de Información y Control en Puerto Argentino”.
La posición donde estaba Guerra se denominaba M8. Más sobre la costa estaba el M7. En la última semana de mayo, los ingleses los detectaron. “Nosotros sabíamos que venían, entonces nos replegamos. Cortamos los vientos de la carpa y salimos. Dejamos todo, lo único que llevábamos era la mochila, la antena y una batería de esas grandes de camión, que teníamos para alimentar el equipo de comunicaciones. Ese día cruzamos un arroyo y nos quedamos entre unos riscos. Ahí observamos helicópteros que pasaban de Darwin a Fitz Roy. Y después otros que nos andaban buscando, porque pasaban por el cerro donde habíamos estado”.
Poco después, también tuvieron que salir de esa improvisada posición. “Desde el M7 un día nos avisan que andaban ‘pala’, así llamábamos a los helicópteros. Los nuestros sabíamos por qué corredor venían, porque cada tres o cuatro días aparecían para dejarnos comida, agua, alguna cosa. Teníamos una estancia a tiro, donde con largavistas ya podíamos ver a los helicópteros ingleses. Ellos paraban ahí, ya habían tomado Darwin. El 4, desde el M7 nos avisaron que andaban cerca del puesto de ellos, que se venían”.
En algunos de esos lugares dejó la agenda con sus anotaciones ante el apuro por no caer en manos del enemigo. “Habrá quedado en la carpa, entre las bolsas de cama, donde dejamos muchas cosas. O en la segunda posición que ocupamos, a tres kilómetros de la primera, donde dejamos las mochilas. Ahí, cuando llegaba la noche, nos cambiamos de ropa. Y dejamos un FAL, unas granadas, municiones. Lo único que llevamos fue lo que teníamos puesto encima. Y la radio, unos largavistas y yo, la pistola reglamentaria”.
Finalmente, cuenta, la patrulla del puesto de observación M7 cayó en manos de los ingleses. Antes, les pudieron avisar que estaban por ser capturados. Comunicaron a Puerto Argentino que dejaban su posición, pero equivocaron el camino. Caminaron durante más de tres días entre parajes desconocidos, intentando no caer prisioneros, hasta que tomaron contacto con las tropas argentinas. Dice Guerra: “No recuerdo bien donde fue, pero eran correntinos… Cuando llegamos vimos carpas vacías y un Unimog enterrado hasta los ejes que no pudimos ni arrancar, pero ningún soldado. Nos pusimos a buscar comida, pero había puro laterío. Después nos enteramos de que a los pibes que estaban ahí les habían pegado un bombardeo bárbaro en la noche. Seguimos caminando y el soldado Zink venía jugando con un paracaídas para bengalas que habíamos encontrado. Y en un momento dice ‘mirá, allá hay gente’. Cuando ellos nos vieron a nosotros, desaparecieron. Seguimos caminando y les dije: ‘Miren muchachos, si encontramos todo abandonado, esos son ingleses’. Así que definimos qué hacíamos, si nos entregábamos o salíamos para otro lado, para los cerros o para el mar. Yo no me quería entregar, pero votamos y perdí. Zink, el muchacho que los había visto, estaba jodido desde hacía una semana, le había caído mal algo que comimos. Estábamos en esa discusión cuando vimos que avanzabann hacia nosotros. Entonces Alonso sacó un trapo y caminó gritando que éramos de la Fuerza Aérea. Nos ordenaron tirarnos cuerpo a tierra con las manos detrás de la cabeza y nos apoyaron un FAL en la nuca. Es que éramos un desastre, no nos bañábamos desde que habíamos salido de Puerto Argentino, parecíamos mutantes. Después nos llevaron donde estaba la primera línea, nos dieron un plato de sopa. Serían las cinco de la tarde, ya empezaba a oscurecer”.
Luego los trasladaron al hospital de Puerto Argentino junto a otros heridos. “Ahí supe lo que era el pie de trinchera”, relata Guerra. En el hospital se dio el primer baño desde su llegada a las islas. Y comió un plato de comida caliente. Un capitán de la Fuerza Aérea lo fue a visitar. Él le pidió salir de ahí y regresar a su posición. Pero cuando quiso levantarse y caminar, no pudo. Un día y medio más tarde, junto con Alonso, lo llevaron al área de la ciudad donde estaba el radar. Y el 13 de junio le comunicaron que volvía al continente. “Cinco minutos antes de ir para El mayor Silva, que era nuestro jefe, nos dijo ‘ustedes se van, ya cumplieron’. Agarramos lo que pudimos y fuimos para el aeropuerto. Me quedé en Malvinas hasta la salida del último Hércules, el mismo en el que salió el periodista Nicolás Kasanzew, que nos sacó una foto. Un cañón de 105 mm. se trabó y demoró la partida. Creo que gracias a eso volvimos a Comodoro, porque a la hora prevista estaban los aviones de ellos por ahí y nos bajaban. Calculo que llegamos al continente cerca de la medianoche”.
Después de la guerra, Raúl continuó su carrera en la Fuerza Aérea. A los 55 años, luego de 35 de servicio, se retiró como Suboficial Mayor. Siguió trabajando en una empresa privada durante 15 años más y se afincó en Comodoro Rivadavia. Ahora, cuenta, “estoy dedicado a tratar de andar un poco, visitar a las hijas y a los nietos”.
Recuperar una reliquia
La historia de cómo llegó otra vez la agenda a manos de Raúl es tan apasionante como azarosa. En 2022, cuando se cumplieron los 40 años del conflicto, en el museo de las islas, donde hay un espacio dedicado a la guerra de 1982, se hizo una muestra especial. Y ahí entró en escena Agustín Vázquez, un apasionado por Malvinas que se dedica a rastrear historias y objetos que pertenecieron a ex combatientes argentinos, se extraviaron o fueron apropiados por ingleses luego de los combates, para que regresen a sus dueños originales. Así lo hizo, por ejemplo, con el casco con el que combatió en Monte Longdon y el diario del soldado Jorge “Beto” Altieri, o las fotos que tomó en las islas el subteniente Jorge Pérez Grandi.
“En la muestra había muchisimas cosas que no siempre son expuestas en el museo. Uniformes, armas de guerra. Yo tengo un contacto en las islas, un kelper llamado Derek Patterson, que trabaja en turismo y siempre me manda fotos de objetos que aparecen allí. Es alguien que no siente ninguna animosidad contra los argentinos. Me preguntó si me interesaba esa muestra. Y apareció algo muy curioso, un diario de guerra abierto en la primera página, donde se veía un nombre con dos fotos. En el museo no había muchos más datos sobre el origen. Me pregunté quién sería ese soldado y comencé a averiguar. Logré hablar con Teena Ormond y le pedí más fotos sobre el diario y si conocía el trasfondo de ese hallazgo. No me pudo contar demasiado. Sólo que según sus archivos, ese diario fue donado al museo por un soldado inglés en 1982, poco después del final de la guerra. Me dijeron también que por cuestiones de privacidad no me podían decir su nombre. Es decir, nunca estuvo en el Reino Unido, como otros objetos que recuperamos. Quedó guardado en un depósito durante 40 años, como sucede con muchas cosas que nunca se expusieron”.
Con la aparición del diario, también se encontraron dos fotos: una de Raúl y otra de Liliana, su esposa. Pero cuenta Guerra que “yo las tenía dentro en una billetera, que también llevé a Malvinas, no estaban pegadas en la primera página de la agenda, como estaban en el museo. Quién sabe dónde estará esa billetera”. Quizás el futuro responda también esa pregunta.
Luego de localizar la agenda, Agustín comenzó la tarea de rastrear a su dueño. “Me fijé en el listado de veteranos y apareció un Raúl Guerra en la Fuerza Aérea. Y tuve la suerte que otro veterano lo conocía y me contó que estaba vivo y bien. Me pasó su contacto y hablé con él en 2022. Le mandé las fotos de la agenda, la reconoció y se emocionó mucho, sobre todo porque la esposa había fallecido hacía poco tiempo”.
En ese momento, Agustín comenzó con las gestiones para repatriarla. Le llevó un año entero lograrlo. “Costó muchísimo. Teena siempre fue muy amable, predispuesta, pero hay toda una burocracia. Primero se reunió el comité del museo, y le dieron luz verde al asunto. Y el otro tema es que no podían enviar nada directamente desde Malvinas hacia Argentina. Entonces tuvieron que mandar la agenda al Reino Unido, y desde allí hasta acá. En febrero de 2023 la tuve en mis manos. Y en marzo se la hice llegar a Gisela, una de las hijas de Rubén. Ellas esperaron hasta el 2 de abril y ese día se la entregaron a su papá”.
Cada vez que logra recuperar algún objeto o foto de Malvinas y que llegue a su dueño original, a Agustín le sucede lo mismo: “Es muy emotivo, son vivencias que renacen después de muchos años. Porque yo le mostré las fotos y le hablé del diario, pero nunca le dije que trabajaba para devolvérselo. Él no sabía nada cuando lo recibió. El video es maravilloso…”
Ahora, la agenda está en la casa de la madre de Guerra, enmarcada y protegida por un vidrio. Raúlse la dejó en su última visita a Mendoza. Él siempre tuvo perfil bajo con su participación en en el conflicto. Y ahora quiere poner aquellos recuerdos a descansar: “No me gusta participar en los actos. Y no es que no me acuerde ni tenga reconocimiento por los que estuvieron allí, por mis compañeros. Pero el día que me llegó la agenda, le dije a mis hijas, ‘ya está, con esto, el libro que escribí en Malvinas se cerró’”.