El escritor Primo Levi estuvo un año en Auschwitz. Tras ser liberado contó en una serie de libros sus vivencias en el campo de concentración nazi. En medio del horror del Holocausto, este italiano puso en palabras su descenso a los infiernos del lager. “No es lícito olvidar, no es lícito callar. Si nosotros callamos, ¿quién hablará?”, se pregunta el autor en uno de los tantos ensayos que escribió sobre el tema. En ese mismo sentido, los sobrevivientes del Holocausto le agregan un nuevo mandamiento a los 10 bíblicos. “Vivimos para contarlo. Para que no se olvide lo que sucedió”.
En el primer piso del edificio en donde funciona el Museo del Holocausto, en Buenos Aires, todos los miércoles al mediodía se reúnen unos 20 sobrevivientes de la Shoá. Son hombres y mujeres que sufrieron la persecución nazi en diferentes formas. Desde una mujer que estuvo en Auschwitz hasta otros que fueron dejados por sus padres en la casa de una pareja católica, por ejemplo. El objetivo de los encuentros es participar de un taller literario a cargo de la profesora Graciela Komerovsky que funciona en la Fundación Tzedaká desde hace dos décadas.
Vivir para contarlo
Entonces, ellos toman las palabras de Levi y se hacen la misma pregunta. “Si nosotros callamos, ¿quién hablará?”. Este año, el grupo editó un libro con los textos de los sobrevivientes. Se llama “Fotos con historia” y cuenta con relatos que remiten a fotografías de su infancia en Europa, antes o durante el Holocausto que los expulsó de sus países y los hizo llegar hasta Argentina.
“Durante el Holocausto hubo un despojo de la identidad. Los prisioneros eran sólo un número y los niños hasta tuvieron que cambiar sus apellidos para esconderse muchas veces -explica Komerovsky-. A través de la palabra y del trabajo en el taller para dejarlo por escrito se logra restituir y reconstruir la vida de esa persona. Se puede decir que al venir a este taller y poder narrar su historia renacieron. Y así pueden dejar su palabra como legado”.
En algunos de los textos aparece la figura del padre o madre ausente. Como es en el caso del relato de Isaac Behar. “Gracias al taller pude sacar mi historia afuera. Mi familia no conocía todo lo que había vivido”, asegura Behar. Víctor Barg cuenta que las reuniones lo impulsó a buscar entre sus papeles una carta que se había escrito. Allí contaba parte de su historia. “No quería olvidarme de cómo nos salvamos o dónde fuimos a parar”. Este hombre cuenta las complicaciones que tuvieron para entrar a la Argentina hacia fines de la década del 30.
La orden secreta fue firmada por el canciller José María Cantilo en 1938, poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. En ese entonces, la comunidad judía empezaba a huir del territorio nazi. Entre otras cuestiones, en la Circular 11 se explicita la necesidad de “mantener un control riguroso (de la inmigración), extremando todos los medios de selección, a fin de impedir que las corrientes inmigratorias se dirijan desordenadamente” a la Argentina.
La temible Circular 11
Sobre el final del documento, se vuelve explícita la intención del Gobierno: “Salvo orden especial de esta Cancillería, los Cónsules deberán negar la visación -aún a título de turista o pasajero en tránsito- a toda persona que fundadamente se considere que abandona o ha abandonado su país de origen como indeseable o expulsado, cualquiera que sea el motivo”. Era el caso de todos los judíos que intentaban huir del poder de Hitler. Pese a las prohibiciones, muchos judíos europeos ingresaron al país. Lo hacían con documentos falsificados o negaban sus orígenes para obtener la visa. Otros, también, cruzaron ilegalmente al territorio argentino a través de países limítrofes.
Elisabeth Kogan entró a Argentina por Uruguay por culpa de la Circular 11. La nena polaca de entró por Uruguay en 1942. Aquí la esperaba su padre y los Kogan volvieron a reunirse. La mujer trajo consigo una foto junto a su amiga Sonia. Ambas vestidas con el uniforme de la escuela judía de su país natal en Europa Oriental. “Nuestras madres nos compraron dos anillitos iguales. Todavía lo tengo y cada tanto lo froto para ver si se produce la magia y me reencuentro con Sonia”, escribe Elisabeth.
Jorge Kapell cuenta cómo vivió la llegada del nazismo a Rumania cuando apenas tenía 4 años. “Mi papá decide que nos separemos para tener más chance de que alguno se salve”, recuerda el hombre de voz firme. Desde ese momento, Jorge vivió con su tía. A su mamá la enviaron a realizar trabajo forzados en los bosques de Estonia. “De allí apenas volvieron 9 personas al pueblo, entre ellas mi madre”, cuenta Kapell. En tanto, “se hizo invisible, trabajando con un carro para distribuir papas y carbón entre los pueblos”, cuenta.
Luego de la guerra, los Kapell se reunieron y viajaron a la Argentina. “En mi familia siempre se contó lo que nos había pasado -explica el hombre-. Venían mis amigos argentinos a tomar la merienda a mi casa después de jugar al fútbol. Y en ese momento, ella se ponía a contar lo que había vivido en el campo de concentración. Los chicos la escuchaban con mucha atención”.
Lea Novera tiene 97 años y lleva 20 en el grupo de taller literario de la Fundación Tzedaká. Lea tiene el número de Auschwitz tatuado en el brazo. El Holocausto cayó sobre su familia y la destruyó casi por completo. “Murieron 80 miembros de mi familia. Yo vi como mi mamá entraba con mi hermano en brazos a las cámaras de gas”, cuenta la mujer sin inmutarse y aferrada al micrófono que circula entre el grupo.
Lea explica que muchas veces se preguntó para qué sobrevivió a tanto horror, a tanta muerte. “Cuando encontré este taller encontré la razón. Para poder escribir mi historia y dejar testimonio de lo que sucedió”, admite Novera. Otra vez, la frase de Primo Levi se hace carne en una mujer de 97 años que sobrevivió a la Shoá. “No es lícito callar”, dice el escritor italiano que también sobrevivió a Auschwitz.
Sanar heridas
Rosa Rotemberg cuenta cómo fue vivir de casa en casa para salvar su vida en medio de la guerra. Su madre estuvo en el campo de concentración de Bergen Belsen, en territorio alemán. Ella vivió un tiempo con una familia italiana en los alpes suizos y luego en una zona del interior de Francia. Consreva de esa época una foto escolar. “Qué estaría pensando mi cabeza a los 7 años y rodeada de desconocidos”, se pregunta Rosa en su texto. “Cada historia es única, pero a su vez a todo el grupo nos unen muchas cosas en común por lo que vivimos -explica Rotemberg-. Nunca imaginé que iba a poder escribir tantos momentos de mi historia personal”.
Cada sobreviviente al poner en palabras admite y sana con alguna parte de su historia que bloqueó. Es el caso de Josette Laznowski, quien pudo reconciliarse con sus padres, sobrevivientes de Auschwitz. “Nos reencontramos cuando terminó la guerra y para mi al principio eran dos extraños. Hasta que pude entender lo que habían vivido y que me habían dejado para salvarme”, explica Josette. La mujer muestra una foto de su familia reunida tras el fin del conflicto. “En la imagen está Henri, el hijo de la paz, nació en 1948″, relata.
Laznowski recuerda con mucho cariño a su amiga Adela, con la que vivieron escondidas en Francia durante la guerra. “Fue como una segunda madre para mí”, admite Josette. Termina la reunión y todo el grupo aplaude. Se los ve sonrientes. Su actitud es de vitalidad, pese a todo lo que vivieron durante el Holocausto. Encontraron la forma de canalizar tanto dolor. Escribir lo que les pasó para que quede testimonio. Así, cada historia se suma a las otras y arman un rompecabezas de millones de relatos del horror nazi.