El Bar Pinon es un minúsculo local pegado al edificio de la Sociedad Hebraica Argentina (SHA). Queda en Sarmiento 2227, pleno barrio de Once. Es uno de los tantos barcitos de Buenos Aires que pertenece a la tipología de cafeterías con puerta de entrada hecha en carpinterías de aluminio. Su interior está revestido con azulejos de color miel. Tiene una barra con banquetas todo a su largo y mesas contra la otra pared. La capacidad del lugar con suerte alcance para unos cuarenta parroquianos. El Pinon abrió el 1 de julio de 1950. Lo fundaron Marcial Parrondo y los hermanos Eloy y Arturo Rodríguez. Todos españoles, como lo delatan las imágenes con motivos ibéricos que decoran su interior.
A poco de ser inaugurado, los socios de la SHA se lo apropiaron. Y lo convirtieron en el café de al lado. Pero, ¿qué hace que este bar tenga algo distintivo por sobre otros de los cientos que hay en Buenos Aires? En principio es un bar de gallegos, atendido por un correntino, en pleno Once. El Once Sur -como lo conocen algunos vecinos porque está ubicado al sur de la avenida Corrientes- desde hace tiempo está ganado por las comunidades peruanas y coreanas. Las cercanías del bar funcionan como un cluster de parafernalia multiétnica y religiosa. Se ofrecen a la venta imágenes de absolutamente todo. A cualquier pobre diablo que pase caminando le embocan un alma. Otro hecho que lo hace diferente al resto de los bares es que allí me enseñaron la historia del Gardel judío.
La primera aproximación a ese relato la tuve en septiembre de 2003 cuando celebraba Rosh Hashaná en casa de Naty, una amiga. En el momento más alegre de la noche, la dueña de casa y sus tres hermanas armaron un número musical. Paradas en fila, junto a la ventana que daba al pulmón de manzana, se pusieron a cantar en un lenguaje inentendible. Solo por la melodía y puesta coreográfica, deduje que entonaban Rubias de New York de Carlos Gardel. El cuadro se parecía a una escena montada en el interior de una casa de Brooklyn, filmada por Woody Allen para su película Hannah y sus hermanas. Sin embargo estábamos en la calle Tacuarí, en Montserrat.
Cuando Naty, Peggy, Betty y Julie terminaron de cantar, entre los vítores de todos los presentes, me acerqué a preguntar qué había sido eso. “Jevel Katz, el Gardel judío”, respondió mi amiga y ante mi sorpresa -que me paralizó y enmudeció- agregó: “Lo charlamos en otro momento, hoy no, te lo cuento bien en un café”. Acepté la propuesta. En plena celebración del Año Nuevo Judío, al que había sido gentilmente invitado, no era cuestión de incomodar a la anfitriona, ni a su familia. Una semana más tarde estábamos sentados en una mesa del Bar Pinon.
Jevel Katz nació en Vilna-la Jerusalén del Norte-, Lituania, en 1902. En mayo de 1930 llegó a la Argentina. A poco de instalarse, el joven Jevel empezó a trabajar como cantautor callejero haciéndose muy popular entre la colectividad judía. Cantaba es castídish, una mezcla de ídish y lunfardo porteño -la misma rara lengua que les escuché pronunciar a las Rubias de Montserrat-.
Sus presentaciones las hacía vestido de gaucho, smoking o travestido de mujer. En apenas diez años compuso unas quinientas piezas que, con desprejuiciada ironía, narraban la vida cotidiana de los judíos que vivían en Buenos Aires y en las colonias agrícolas de Entre Ríos y Santa Fe. ¿Eran tangos? No. ¿Folklore? Un poco. También les modificaba las letras a canciones famosas como La cucaracha o La cumparsita. ¿Y entonces, por qué fue que se lo comparó con Carlos Gardel? Jevel Katz murió en 1940, a los 37 años. El parte médico oficial dice que no superó una complicada operación de amígdalas. En el barrio se hablaba, sottovoce, de sífilis.
El hecho, que alcanzó la categoría de extraordinario, cuenta que fue velado en la Sociedad de Actores Judíos -por entonces- en Paso 550. Y que una conmovedora multitud se acercó hasta el lugar para rendirle su último homenaje. Los diarios de la época se hicieron eco del fenómeno y señalaron que fue la mayor expresión colectiva de dolor después del sepelio de Carlos Gardel, ocurrida un lustro antes. La calle Paso y las laterales, desde Corrientes hasta Córdoba, se cubrieron por completo. El carro fúnebre, que tomó por Corrientes con destino al cementerio de Liniers, fue seguido por centenares de automóviles que formaron una compacta caravana. Hubo dos paradas: la primera frente al teatro Mitre y la segunda frente al teatro Excelsior: ambos inexistentes en la actualidad.
A lo largo de todo el trayecto hacia el oeste de la ciudad un gentío, impactado por la pronta partida de su ídolo, acompañó en silencio el paso del cortejo. Fue en esa jornada que Jevel Katz, con indiscutible justicia, se ganó el mote del Gardel Judío. Luego de la revelación sobre mi Buenos Aires judío ocurrida en la noche de Año Nuevo, de no sé qué año, sucedieron otras dos situaciones cinematográficas que reforzaron el valor de la anécdota relatada en el Bar Pinon.
Siempre considero la primera aquella de la remake porteña de Naty y sus hermanas cantando en castídish en la calle Tacuarí. El segundo de los hechos ocurrió al año siguiente. En 2004 el director de cine Daniel Burman filmó la película El abrazo partido. El filme resultó para la crítica el mejor retrato audiovisual realizado hasta entonces -y por el momento sigue siéndolo- sobre el barrio del Once. Y algunas de las escenas se filmaron dentro del bar.
El tercero de los episodios transcurrió sólo un año más tarde, en 2005. Otro realizador cinematográfico, en este caso Alejandro Vagnenkos, dirigió Jevel Katz y sus paisanos, un documental con testimonios de contemporáneos que conocieron, disfrutaron y hasta fueron músicos de aquel que fue llamado el Morocho del Once.
Esta es una de las infinitas historias que se esconden en los bares de Buenos Aires. Una ciudad que cobijó a personas de todas las geografías del mundo. Que encontraron en una copa o un café la compañía del otro. Amo sentarme en sus mesas. Allí practico la escucha y ejercito la mirada. Sospecho que así habrá sido desde siempre. Voy por los cafetines y rescato anécdotas. Solo para poder contarlas.