Ya era de noche y Vicente, 13 años, no pensaba irse a la cama, tal como le había indicado su mamá antes de salir con su papá a la cena en el casino de oficiales. Era el 10 de agosto de 1974 y, como todos los sábados, había cena y esparcimiento en la fábrica militar de Pólvora y Explosivos, que funcionaba desde 1937 en un predio de 316 hectáreas en las afueras de la ciudad cordobesa de Villa María.
Esa tarde hubo, como todos los fines de semana, partido de fútbol en la canchita del predio y el mayor Argentino del Valle Larrabure, con 42 años cumplidos dos meses atrás, se había dado una vuelta para ver jugar a su hijo. Le festejó unos goles y después siguió camino a su despacho. El Vasco, como lo llamaban, vivía con su esposa María Susana de San Martín, Marisú, y sus hijos María Susana de 17 y Arturo Cirilo, de 15.
Vicente era uno de los hijos del químico César Badano que ocupaban la tercera casa, justo enfrente de la placita con juegos. Estaba en una suerte de barrio donde vivían los profesionales dentro del establecimiento. Las casas no se cerraban con llave, los postigos de madera de las ventanas permanecían abiertos y los chicos se movían con libertad. Solían haber campeonatos de tenis, de fútbol y natación y aún se recuerdan las fiestas de disfraces. Por entonces aún no estaba la capilla y los domingos iban a misa a la Iglesia de los Padres Trinitarios.
Esa noche el chico se propuso ir a visitar a su amigo Eduardo Alvarez, que vivía en una casa al lado del casino, frente a una rotonda donde había un monumento a Fray Luis Beltrán, el alma mater logístico del Ejército de los Andes.
Cuando transitaba por un sendero de piedras, un sujeto vestido de verde oliva salió detrás de un árbol y, de mala manera, le preguntó quién era, qué hacía allí. “¡Váyase y métase adentro!”. A Vicente le extrañó el trato, porque en la fábrica se conocían todos.
Ya en la puerta de la casa de su amigo -enfrente vivían los Larrabure- tocó el timbre pero nadie atendió y decidió regresar por un camino de asfalto que hacía una “s”. Para acortar, decidió atravesar un campito y nuevamente, otra persona se le cruzó y le ordenó entrar a la casa.
Cerca de la una de la mañana del domingo 11 comenzó el ataque de unos 70 integrantes del ERP cuando el conscripto Mario Pettiggiani –estudiante de arquitectura- cortó con una pinza el cerco perimetral para permitir el ingreso de los terroristas. Al soldado Jorge Fernández, 20 años, que estaba en la guardia, quedó hemipléjico por un disparo en la cabeza. Tan grave estaba que le dieron tres veces la extremaunción. Internado hasta 1977, vivió para contarlo.
Vicente recordó que a los veinte minutos de estar en su casa, empezaron los disparos. Espiando por la ventana, vio como por el portón principal entraban camiones. Recuerda que alguien con un megáfono conminaba al teniente coronel Osvaldo Guardone, director de la fábrica, que saliese.
Sonó el teléfono. Era su mamá preguntándole si él y su hermana María Clara -que estaba en cama con gripe- estaban bien. “No salgan porque está el ERP”. La mujer, que les indicó que no les abrieran la puerta a nadie, llamó una segunda vez y por el auricular escuchó cuando los guerrilleros le obligaron a cortar.
Vicente veía fogonazos y escuchaba gritos. El fuego se concentraba en la casa de Guardone, que no había ido a la reunión por estar enfermo. El oficial se multiplicaba para disparar por tres ventanas para simular que eran varios los tiradores.
Con su hermana María Clara vieron cómo una Fiat 1500 rural daba vueltas por su barrio, dando la sensación de que no encontraban la salida.
El mayor Argentino del Valle Larrabure y el capitán Roberto García, ingeniero químico, se dieron a conocer, y se llevaron a ambos.
Cuando se alejaban del lugar en automóviles, García terminó malherido al querer fugarse y fue abandonado más adelante. El combate dejó un saldo de un policía muerto y siete heridos, entre policías y militares. Se estima que los guerrilleros se llevaron unos 120 fusiles FAL, otras armas y diversos explosivos y tuvieron dos muertos y siete u ocho heridos.
Los guerrilleros eligieron los autos más nuevos para escapar, y desecharon otros, como el Ford Falcon modelo 1970 del papá de Vicente. Luego de unos minutos, camiones muñidos de reflectores recorrieron el predio para cerciorarse de que no quedase ningún atacante.
La hija mayor de Larrabure, María Susana, había ido a bailar a Kreo que, junto a Chac, eran los dos lugares de moda en Villa María. Cursaba el quinto año, y Kreo había cedido parte de la recaudación de la matiné del domingo para el viaje de egresados. Como a su papá, severo y estricto, la idea no lo seducía, formó una comisión de padres que organizó una búsqueda del tesoro y una carrera de regularidad de autos para obtener fondos para que pudiesen viajar a Bariloche.
Aquellas chicas, hoy adultas, recuerdan a Giovanni, un chofer de la fábrica que a las tres de la mañana iba a la puerta de Kreo a buscarlas y que, para que supiesen que había llegado, estacionaba el Rastrojero justo en la esquina. María Susana, Viviana, María Clara, Ana y Adriana eran las cinco chicas inseparables. “Mis cordobesas”, las llama María Susana Larrabure, la hija del militar.
Arturo, su hermano menor, se había quedado dormido viendo televisión y lo sobresaltaron disparos, gritos y órdenes que se impartían por altavoces. Como no sabía qué hacer, se puso a rezar. Vio a su mamá, que la traían amigas. Lloraba, la sostenían por sus brazos. Ahí supo que habían secuestrado a su padre. Cuando María Susana regresó, le extrañó ver su casa iluminada. “Se lo llevaron a tu papá”, le dijo alguien.
Por tres o cuatro meses los chicos que vivían en la fábrica y que iban en un micro azul a las escuelas de Villa María era escoltado por una camioneta, y dos soldados con perros iban en los asientos traseros. A María Clara Badano se le empezó a caer el pelo hasta que su cabeza parecía la de un fraile. Un médico dijo que había sido por el estrés vivido aquella noche.
A Larrabure lo encerraron en un sótano en el pueblo de Mendiolaza, a 170 kilómetros al norte de Villa María, en una casa del matrimonio Moressi. Allí estuvo hasta el 3 de noviembre, cuando fue trasladado a Rosario, a una celda excavada debajo de una mercería en el barrio Bella Vista, que los terroristas llamaban “Pabellón Silva Tettamanti”, nombre de dos guerrilleros.
Según la primera hoja de su diario, cedida por Arturo Larrabure a Infobae, estaba mareado debido a los calmantes que tomó por su asma. Esa noche pidió un sedante para dormir, pero no se lo dieron. Al día siguiente se lo pasó a otra celda y preguntó si lo estaban tomando para la broma cuando le alcanzaron un juego de entretenimiento.
Cartas y solicitadas
Fueron meses angustiantes, ya que el ERP solo negociaba con la familia y se negaba a hacerlo con el Ejército. A través de cartas escritas por Larrabure y solicitadas publicadas por la familia, se mantenía la comunicación.
La primera carta de Larrabure está fechada en septiembre. Manifiesta su preocupación por los ingresos familiares y aventura que quizá con la venta del auto más los ahorros la familia podría comprar un departamento. “Marianita, todas las noches te hago un huequito y siento tu cabeza sobre mi brazo y hombro”, contó. Dijo que escribió otras cartas que no les llegaron, que recibía un trato caballeresco de prisionero de guerra, que tenía sus remedios para el asma. Pidió que en una solicitada en La Nación le contasen las novedades, la salud de su esposa y recomendaba que los chicos siguiesen estudiando.
La primera solicitada fue el 28 de septiembre, donde su esposa Marisú le informaba que la salud de su mamá declinaba y reclamaba su presencia. Le decía que contaba con el apoyo de todos, que por el momento se quedarían en Villa María y que no tenían dificultades económicas. “Animo, que todo se solucionará”, terminaba el texto.
Su mamá Carmen, a quien todos le decían Clarita, era muy anciana y ya estaba postrada. Nunca le contaron por lo que estaba pasando su hijo, sino que le decían que no iba a visitarla porque estaba complicado en el trabajo.
El 8 de octubre escribió dos cartas, una a la hija por su cumpleaños. En su carta del 22 de ese mes se quejó de no haber leído nada en el diario, que del asma estaba mejor y que antes de dormir, hablaba con cada uno de ellos. Alentaba a su mujer a no bajar la guardia y que, si sucedía lo peor, sus hijos no debían odiar a nadie y que debían poner la otra mejilla.
En la segunda comunicación del 25 de octubre, su hermano Oscar le contó que su mamá estaba peor. Algunas cartas llegaban por correo, alguna fue enviada a lo de un hermano que vivía en Tucumán y otras las remitían a la casa de María Elena, hermana menor de la esposa de Larrabure, que vivía en Floresta. En una oportunidad, a la mujer la hicieron ir a un bar a recoger una, y recordó haber reconocido a Gorriarán Merlo.
El 1 de noviembre la comisión de padres del Instituto del Rosario de Villa María le contó que el 12 de octubre se había hecho con éxito la carrera de autos que él había organizado y que se habían conseguido los fondos para el viaje de egresados. Que no pierda la fe y la esperanza, lo alientan.
Una semana después, en otra solicitada, su esposa le comunicó que su madre había fallecido. En el diario que se encontró, por esos días, escribió que intuyó que alguien de la familia había ido a despedirse de él.
El 16 de ese mes el personal civil de la fábrica le mandó su afecto y solidaridad, “sin odios ni rencores”. Larrabure tenía una relación especial con la fábrica. No podía disimular su alegría cuando se batía algún récord de producción o aumentaba la exportación de alguno de los productos que allí se producían. No solo salían explosivos y pólvora, sino otros elementos que entonces no se fabricaban en el país como barnices y esmaltes. Larrabure siempre ideaba proyectos para incentivar la producción con el propósito de que sean mejorados por la actividad privada.
En diciembre su esposa le anunció su mudanza a Buenos Aires y que su hija había regresado de su viaje a Bariloche.
En enero de 1975 su esposa se quejó que hacía dos meses que no tenía noticias suyas. Que estaban viviendo en Buenos Aires y que sus hijos, que terminaron la escuela sin problemas, estaban ansiosos por tener noticias suyas.
Su esposo le confiesa que había vivido momentos muy inciertos, pero que los estaba superando y les indicó que, a través de una solicitada que debía salir en la sexta de La Razón, le contasen cómo iban las cosas. Ya Larrabure presentía su fin: “No tengan mucha esperanza de volverme a ver. Sepan siempre los quise mucho”.
El 28 de febrero su hermano le hizo saber que esperaban ansiosos el momento de su liberación y que para la subversión, él era un trofeo de guerra. El 31 de marzo su hermano Narciso les pidió “a los jóvenes secuestradores…” poder ver a su hermano para verificar que recibía el tratamiento adecuado a un prisionero de guerra, certificar su salud y si, en definitiva, seguía con vida. Hasta se ofreció a reemplazarlo en su cautiverio. Eran tan compinches que un año después de la muerte de su hermano, Narciso murió de tristeza por no poder salvarlo.
En marzo, con un “querido vasco”, su esposa le anunció que habían recibido “tus siempre, esperadas líneas”, y que su salud estaba bien. Larrabure había escrito el 15 de ese mes.
Una foto reveladora
La carta del 18 de junio de 1975 se obtuvo con ribetes insólitos. Cierto día se presentó en la casa de los Larrabure una chica muy joven, de ojos claros, con precisas indicaciones de dónde los hijos debían recogerla, junto a una foto suya. Fueron a un bar sobre la avenida Pueyrredón en Once. Estaba oculta detrás de un viejo depósito de agua, en el baño.
La fotografía que adjuntaba -la última de Larrabure con vida- los impactó, ya que el aspecto de su rostro y su pérdida de peso evidenciaban el brutal encierro que estaba sufriendo.
En esas líneas, fechadas el 18 de junio de 1975, comenta que había una negociación entre el Ejército y el ERP para canjearlo por cinco terroristas: Invernizzi, Gómez, Suárez, Debenedetti y Ponce de León. Ya su letra era desprolija.
La esposa pidió una reunión con la presidente Isabel Perón para plantearle la situación y cuando ya tenía el saco puesto para ir a Casa de Gobierno, le cancelaron el encuentro. La hija María Susana se quejó a Infobae que la familia estuvo muy sola, y siempre los visitaba Angel Viescas, que se había hecho muy amigo de Larrabure de los tiempos en que estudiaron ingeniería.
La última carta es del 12 de julio. “A pesar de los muchos meses de encierro en condiciones anormales, no estoy mal. Tengan esperanza de reunirnos nuevamente algún día”.
El 10 de agosto sus hermanos, al cumplirse el año del secuestro, afirmaron que “nuestra espera ha sido dolorosa, pero nuestra esperanza no ha decaído”. Que no merecía tanto infortunio ni sufrimiento, ni ellos tanta angustia.
Con el no de Isabel Perón se cortaron las negociaciones. Por testimonios conocidos posteriormente, los terroristas le propusieron dejarlo libre a cambio de que trabajase para ellos en el armado de explosivos. No aceptó. Los propios subversivos lo calificaron de patriota.
Luego de 372 días de cautiverio, lo asesinaron ahorcándolo, aunque quisieron hacer pasar la muerte por un suicidio. Su cuerpo apareció el 19 de agosto de 1975. Tenía 43 años.
Lo velaron en el regimiento de Patricios y a la viuda le comentaron la intención de Isabel de concurrir al velorio. “Ahora la que no la quiere recibir soy yo”, respondió la viuda.
Cuando allanaron el lugar donde había estado cautivo, encontraron una poesía escrita por él a la que había titulado “Soledad, desesperanza”, en la que reveló cómo se sentía en realidad, y donde exponía todo aquello que había ocultado en sus cartas. “En la soledad del cautiverio, lascerado por el recuerdo y la tristeza…” comienza.
Cuando era cadete de tercer año le habían puesto el mote de “poeta tucumano”, ya que las poesías que escribía se las hacía recitar al pelotón que tenía a cargo.
En 1977 la familia se sorprendió cuando la revista Gente publicó un diario que Larrabure había llevado durante su encierro. “Estremecedor documento de una época”, tituló. La familia no tiene los originales, sino que las copias que circulan se basan en lo publicado en la revista.
Cuando intuía que no saldría con vida de su encierro y preparaba a su familia a acostumbrarse a la idea de que no lo volverían a ver, escribió “a la fábrica de mis amores, a Fapolex, que siga siempre adelante, con la pujanza de siempre. Mis saludos a todos los profesionales, subprofesionales, operarios y empleados”. Sonó a despedida.
Hay una comisión impulsada por el obispo castrense monseñor Santiago Olivera, quien también se había ocupado del caso del cura Brochero, que estudia el caso de elevarlo a mártir de la iglesia católica, el primero que sería militar. En 1995 se emplazó un busto del militar en avenida del Libertador, frente al Museo Nacional de Bellas Artes.
Viniendo de Córdoba capital por la ruta 9 vieja -la que ya casi no se usa porque se opta por la autopista- un tramo lleva, desde 1980, su nombre y se cree que en las inmediaciones durante un tiempo hubo un monolito que recordaba a aquel, que en el peor de los encierros, intuyendo su final, pedía a su familia dejar de lado el odio y la venganza.
Fuentes: Arturo y María Susana Larrabure; Vicente y María Clara Badano;