Sentirse solo estando con alguien

No hay nada más sanador que la intimidad emocional. Una historia para reflexionar

¿Tendría sentido decir una verdad que el otro es incapaz de procesar? (Imagen Ilustrativa Infobae)

Me desperté todo transpirado después de haber pasado una noche horrible. Volaba de fiebre y no tenía fuerzas ni para levantarme. Sentí algo raro a los costados del cuello y al palparme encontré unos bultos que me dolían.

Bastó que le pidiera a mamá quedarme ese día en la cama para que se asustara. Claro, era algo completamente anormal para un hiperquinético como yo. Le mostré mi cuello y le conté que tenía chuchos de frío y no tenía fuerzas. Todo fue en vano: ni la fiebre, ni los ganglios, ni mucho menos mis palabras sirvieron para convencerla. Estábamos de vacaciones y a su criterio había que sacarle el máximo provecho al viaje.

Me paré como pude, me puse un jogging y unas zapatillas que dejé sin atar. Como sentía frío agarré una campera mientras mamá me preguntaba para qué la llevaba si el día estaba soleado. La miré con fastidio y fui a desayunar con ellos. Tomé un par de sorbos de café con leche y mordí un pedazo de tostada con la esperanza de que me dejaran en paz.

-Comé algo que te va a hacer bien, dijo papá ajeno a todo.

Cuando terminó el suplicio del desayuno fui a la sala de juegos del hotel. Había varios sillones así que aproveché para quedarme tirado toda la mañana sin que mis padres me hostigaran. Aunque hubiera estado mucho mejor en mi cama, al menos pude estar recostado. Me quedé viendo tele mientras otros chicos jugaban al ping pong, a las cartas y al pool.

En el almuerzo volvieron las presiones de mamá. Ella necesitaba verme comer para quedarse tranquila pensando que yo estaba sano. Aunque no tenía hambre hice un simulacro revolviendo el plato para despistarla. Terminada la actuación vino el mejor momento del día: la siesta de mis padres. Fue el rato en que pude hacer lo único que deseaba: acostarme. Habré dormido algo más de una hora hasta que empezó nuevamente el combate.

-Mami no tengo fuerzas, solo quiero quedarme en la cama.

-No podés quedarte durmiendo. Estamos de vacaciones así que vestite que nos vamos a andar en bici. Hay un circuito ecológico buenísimo.

Resignado, ofrecí menos resistencia. Me paré como pude y pasé el resto de la tarde sobreviviendo a la bicicleta y a mamá. El día siguiente fue parecido: pese a que los ganglios, la fiebre y mi agotamiento seguían igual, no tuve más remedio que deambular por los distintos sillones del hotel, huyendo de la mirada de mis padres. Solo a la hora de la siesta tuve otro rato de paz.

Así pasaron los días en los que la fiebre fue bajando de a poco y mis fuerzas mejoraron lentamente. Lo que no cambió fueron mis ganglios, que seguían hinchados. Cuando volvimos de las vacaciones retomé la vida normal: todo el día en el colegio y al salir me iba a fútbol.

Un domingo por la tarde y después de haber jugado mil partidos durante todo el fin de semana, el médico del club me preguntó:

-¿Te sentís bien? Pareciera que tenés ictericia…

-Sí… Hace unas semanas tuve fiebre y me salieron estos ganglios –le dije mostrándoselos-, pero ya me siento bien.

-¿Te llevaron al médico?, preguntó con cara de preocupación.

Negué con la cabeza.

-Sería bueno que te hicieras un análisis de sangre. Si querés hablo con tus padres.

Le agradecí contrariado y entré nuevamente a jugar mi último partido. Al terminar fui a la entrada del club y esperé que me buscaran. Apenas subí al auto les dije:

-El médico del club se preocupó por el color de mi piel y el tema de los ganglios. Dijo que tendría que hacerme controles.

Esas pocas palabras corrieron el velo de una realidad que aunque era evidente, mis padres no podían ver. Sentí la angustia y el enojo de mamá por no haberse dado cuenta. Tuvo que ser un desconocido y en forma casual el que descubriera que yo estaba enfermo. Esa noche cenamos en silencio.

Al día siguiente fui al colegio en doble turno como siempre. Al salir mamá me pasó a buscar y me llevó directamente a la hematóloga. La médica me revisó los ganglios mientras escuchaba la historia. Me sacó sangre y después de poner cara seria me dijo:

-Es muy probable que tengas mononucleosis. Normalmente con esta enfermedad hay que hacer reposo absoluto; ni siquiera podés ir a la escuela. Pero como hace tres semanas que estás así y no solo fuiste al cole sino que seguiste entrenando todos los días, no tiene sentido que faltes. De ahora en más lo único que vas a hacer es ir al colegio y volver a tu casa.

Sentí emociones contradictorias. Por un lado, no poder seguir jugando al fútbol era una catástrofe. Pero por el otro, estaba contento. Al fin se daban cuenta de que estaba enfermo, de que no estaba loco. Lo que no había pasado durante las vacaciones ocurría ahora. Más vale tarde que nunca.

Dos días después volvimos a lo de la hematóloga, que nos confirmó el diagnóstico. Le pregunté lo único que me importaba.

-¿Cuándo voy a poder jugar al fútbol?

-Va a ser difícil que después de toda esta situación puedas hacer mucho deporte. Iremos viendo tu evolución pero andá pensando en algo más tranquilo, me respondió sin muchas nociones de psicología.

La miré con odio, ¿cómo iba a dejar mi pasión si era lo más lindo que me pasaba en la vida? A mis catorce años ya intuía que en la vida no siempre es posible hacer lo correcto. Los seres humanos venimos con un corazón.

Durante la cuarentena varias tardes me escapaba a jugar al ping pong. No era lo mismo pero al menos servía para sobrellevar una espera que me resultaba eterna. A mamá le decía que me iba a hacer los deberes a la casa de un amigo. Y a nadie le llamaba la atención que volviera de estudiar todo transpirado.

Como mis parámetros sanguíneos tardaban en normalizarse, pasaron dos meses hasta que me dieron el alta. Finalmente llegó el día:

-Estás bien, ya podés hacer vida normal. Y si vas a jugar al fútbol jugá al arco.

¿Al arco? Traté, pero rápidamente volví a mí puesto de volante. Para que mamá no sospechara nada llevaba los guantes y la remera de arquero a todos los entrenamientos y partidos. Solo los sacaba del bolso para mojarlos y embarrarlos así todos estábamos en paz.

El problema de los problemas es que cambian. Cuando todo parecía acomodarse apareció un nuevo inconveniente: me eligieron para la selección juvenil. Semejante distinción volvió imposible seguir ocultando que no jugaba de arquero. Mis padres se enteraron por los diarios y lo vivieron con una mezcla de alegría y preocupación, dadas las apocalípticas profecías de la hematóloga.

-Es increíble que siendo médicos mis padres no hayan podido ver mi enfermedad, le conté muchos años después a mi terapeuta. Y que mi madre me obligara a salir de la cama pese a tener fiebre, el cuello lleno de ganglios y le dijera que no tenía fuerzas…

-Es que no lo toleraba...

-¿Pero te parece equivalente? Ella tenía cuarenta y cinco años y era médica. Yo tenía catorce y era el que estaba desparramado por la mononucleosis.

-No toleraba verte enfermo… insistió con delicadeza.

-Pero el que se tuvo que parar aunque se sentía morir fui yo, protesté indignado.

El terapeuta me miró con compasión, ya había dicho lo que tenía que decir. Parecía que ahora el que no toleraba la situación era yo. Como la mayoría de las personas estaba convencido de tener razón. Que mi madre me obligara a hacer algo que yo no podía, solo para sentirse tranquila porque no toleraba mi enfermedad me parecía un delirio. Igual, la idea de no lo toleraba me quedó dando vueltas en la cabeza.

Como soy una de esas personas que se enorgullecen de decir la verdad a cualquier precio, empecé a cuestionarme los límites de semejante postura. ¿Tendría sentido decir una verdad que el otro es incapaz de procesar? No intentes enseñarle a cantar a un cerdo porque perderás tu tiempo y conseguirás irritarlo.

Me pasé semanas elaborando el asunto; ¿serviría contarle a mi madre lo que había hablado con el terapeuta? Por un lado sentía la necesidad de hacerlo, y por el otro no quería exponerme a más desencuentros.

Ella vivía buscándome, tratando de que tuviéramos una relación fluida y profunda. Yo en cambio trataba de mantener cierta distancia. Tantas veces me había sentido ignorado que abrirle mi corazón me resultaba imposible. Si en algún momento aprendía a escuchar y, justamente, tolerar lo que tuviera para decirle, quizás pudiéramos profundizar nuestro vínculo. Pero mientras siguiera rechazando lo que no soportaba como había hecho con mi enfermedad, no había chances.

Almorzando con ella un domingo la encontré particularmente receptiva. Después de pensarlo durante toda la comida decidí jugármela. Mientras tomábamos el café le conté la historia ocurrida treinta años atrás, deseando que no me interrumpiera ni negara lo que le estaba compartiendo. Ella miraba asombrada como si todo eso le hubiera pasado a otras personas.

Cuando terminé se hizo un largo silencio. Por suerte no se defendió ni intentó justificarse. Balbuceando me confesó que no se acordaba de mi mononucleosis. ¿Cómo era posible que no recordara la enfermedad más grave que tuve? No lo toleraba, diría el terapeuta. Después de estar otro rato callados me agradeció que le hubiera contado. Me pidió disculpas por lo que había hecho y con la mirada perdida me dijo:

-A mí me pasó algo parecido. Cuando tenía treinta años tuve una hepatitis gravísima. Tu papá decía que me dejara de jorobar porque no era tan grave. Mi hermana estaba segura de que yo me iba a morir y como a ella le hacía mal verme en ese estado, no me visitaba. Y tu abuela llegó a desconectarme la sonda para que fuéramos a ver una película. Yo que no podía sostenerme y ella queriendo ir al cine. Por suerte los médicos la frenaron.

Le agarré la mano y se la acaricié.

Pensé en todo el sufrimiento que podemos generar, cuando el otro intuye que no toleraremos su verdad. Y en donde el principal problema no es el hecho en sí -en este caso una enfermedad-, sino el sentimiento de soledad al que lo condenamos, cuando percibe que no tiene ningún margen de expresar lo que le pasa.

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Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”

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