“Lloré más al sacarme el anillo de casado que al irme de casa”

Los duelos afectivos son procesos largos y complejos. Y suele doler más cuando nos cae la ficha que cuando estamos en shock. Una historia para reflexionar

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 ¿Cómo un amor podía
¿Cómo un amor podía ser causa de tanta destrucción? (Imagen ilustrativa Infobae)

Me había ido de casa con lo puesto. Atrás quedaban mi esposa, los chicos y un lujoso departamento. Solo me llevaba un bolso con ropa, mucha música guardada en un Ipod, un pequeño parlante y tres libros. ¿Alcanzarían para tener alguna sensación de continuidad? ¿O era mi desesperación por aferrarme a algo en medio del naufragio?

La catástrofe se había desencadenado por un amor prohibido. En mi omnipotencia y rigidez nunca había pensado que me pudiera pasar algo así; eso le ocurría a los débiles, los sentimentales o los inmorales. No a mí. Pero resultaba que ahora tenía que atravesar mi propia Troya, la destrucción generada por un romance.

Bastaron unos pocos mensajitos en el celular para intuir que con Lisa se me quemarían todos los papeles. Lo que había arrancado como un flirteo inocente se transformó en una explosión atómica. ¿Siete Whatsapp podían poner en crisis tantos años de pareja? ¿Tan frágil es todo?

Opté por defender a mi familia con uñas y dientes. Terapia solo, de pareja, retiros, viajes con mi mujer, conversaciones con amigos y todas esas cosas que se hacen para tratar de evitar lo inevitable.

A veces intentamos todo aun sabiendo que no podremos cambiar nada. Nuestra voluntad queda relegada al triste papel de una simulación. Fingimos que somos maduros y responsables, que hacemos todo lo que hay que hacer. Pero tenemos la íntima convicción de que nuestro corazón ya decidió.

Después de pelearla un par de años no tuve más remedio que irme. Era tal mi confusión que no tenía la menor idea de cómo seguiría mi vida. Y no me estaba separando para estar con Lisa sino porque la convivencia con mi esposa ya era imposible.

En el destierro deshojaba la margarita preguntándome si volver o no. Tironeado por mis emociones no tenía ningún horizonte de previsibilidad. Un día estaba convencido de volver, al otro moría por mi amor prohibido. Extrañaba las épocas en que tenía algunas certezas. Incapaz de decidir buscaba que alguien me dijera qué hacer.

Pocos meses después de haberme ido de casa mi hermana tuvo un grave accidente automovilístico. Yo que no podía con mi vida tuve que transformarme en el sostén emocional de la familia. Mis padres estaban destruidos y mis sobrinos eran casi huérfanos. ¿Por qué la vida se ensañaba tanto conmigo? Igual, al ver el drama de mi hermana me parecía frívolo quejarme por una simple separación. No me permitía sufrir, como si hubiera jerarquías en el dolor.

Aunque pareciera contradictorio, el día en que me fui de su casa decidí no sacarme el anillo de casado. Lo hice como una forma de pelearla, de no rendirme. Era el último bastión de la resistencia y no iba a cederlo fácilmente.

Así y todo mis contradicciones no podían ser más grandes. Moría de ganas de estar con mi nuevo amor y gritarlo a los cuatro vientos. También, sufría por abandonar a Sandra y perder el paraíso de mi hogar, en donde estaban mis cuatro angelitos. ¿Por qué la vida hacía estas cosas?

Me hice cargo de mis sobrinos lo mejor que pude. Si bien no tenía resto, los traje al departamento que alquilaba temporalmente. Los contenía, les decía que su mamá se pondría bien, estudiaba con ellos, les preparaba el desayuno, los llevaba a la escuela. Y aunque los adoraba sufría la ironía del destino de pasar más tiempo con ellos que con mis propios hijos.

Los meses pasaban y el anillo seguía en mi dedo como una presencia incómoda. Aunque percibía que no había vuelta atrás no quería rendirme. Algunos amigos se burlaban:

-¿Qué esperás para sacártelo? Yo me lo hubiera sacado apenas me iba casa. Los casados daríamos cualquier cosa por salir sin anillo y vos que estás soltero seguís llevándolo puesto…

No entienden nada, pensaba. Aunque estaba desbordado por mis emociones deseaba estar con Lisa. Soñaba abrazarla, sentir su piel, mirarnos a los ojos. Pero no podía aceptar el fin de mi familia unida.

Un sábado de invierno mi madre se ofreció a cuidar a los chicos un rato así que salí a caminar para despejarme. Después de andar sin rumbo durante una hora vi una iglesia y sin saber por qué, entré. Se escuchaba el Ave María y aunque hacía frío y había poca luz me sentí contenido.

Quise rezar un Padrenuestro pero no estaba para eso. Como pude le pedí ayuda a Dios, diciéndole que si existía me diera un poco de paz. Sin pensarlo me saqué el anillo y lo observé. Vi la cara interna grabada con el nombre de Sandra y la fecha en que nos habíamos casado y se me empezaron a llenar los ojos de lágrimas.

Los recuerdos me torturaban: el día de la boda, cuando se abrieron las puertas de la iglesia y apareció radiante. Nuestra primera vez, en la que después de haber conocido nuestros cuerpos, la luz del amanecer nos había sorprendido mostrándonos lo relativo que podía ser el tiempo. Me acordaba nuestros suspiros profundos, los largos silencios y los ojos bien abiertos que teníamos esa noche…

Sentado en esa iglesia era incapaz de comprender que aquello no era una tragedia. Solo me había separado; algo tan frecuente y sin embargo tan doloroso. Que como otras tantas experiencias es más fácil verla en los demás que vivirla. Una cosa es hablar de la muerte y otra distinta es morirse.

Volvía a mirar el anillo, me acordaba de otras cosas y lloraba. El primer viajecito que hicimos juntos, cuando cerré la puerta del cuarto del hotel por primera vez y nos miramos como dos extraños. Éramos dos adolescentes con miedo a una libertad que recién estábamos descubriendo. Cuando compramos el primer departamento en el que apenas cabíamos. O cuando ella, con su cara iluminada y también con miedo, me contó que estaba embarazada. Cuando nació nuestro primer hijo. Llorando desconsolado me pregunté a dónde había ido a parar todo eso. ¿Cómo un amor podía ser causa de tanta destrucción?

Después de veinte minutos fui dejando de llorar. Me sentía en paz aunque vacío. Se me cruzó el pensamiento que sería más realista no volver a ponerme el anillo, y la angustia apareció de nuevo. Aunque entendí que era aceptar la realidad.

Volví a mirar cada una de las seis letras del nombre de mi esposa grabadas en la cara interna de la alianza. Se me dibujó una sonrisa en la cara y me puse a llorar como un chico. Estuve un rato sosteniendo el anillo entre mis dedos porque no quería rendirme.

Sin saberlo era como si hubiera estado velando aquél gran amor. Suspiré profundamente y volví a pensar en aceptar la pérdida. Me acerqué el anillo a la boca, lo besé y se me nubló la vista otra vez. ¿Nunca iba a parar de llorar? Después de unos minutos que parecieron eternos le di un largo beso final, lo guardé en el bolsillo y me fui de la iglesia.

En casa me esperaban mamá y todos los chicos. Pese al infierno que estaban viviendo mis sobrinos, cuando me vieron llegar se les iluminó la cara.

Mientras los abrazaba pensé que los años compartidos con mi mujer no perdían su valor por haberse terminado. Y más que enojarme porque mi matrimonio se hubiera acabado, tenía que agradecer haberlo vivido.

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Creer que la vida nos debe algo es la mejor forma para perder la paz.

No es posible ser agradecido y sentirse infeliz.

Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”

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