La trágica muerte del “Pichón” Laginestra, el ladrón de bancos que nunca hirió a nadie y era un maestro de la fuga

Los asaltos a bancos, de los que se llevó cuantiosos botines, eran la especialidad de Juan José Laginestra, pero el delincuente se convirtió en una leyenda dentro del mundo del hampa por sus espectaculares huidas de las cárceles. El ingenioso método que ideó para eludir a la policía después de cada robo

Juan José Ernesto Laginestra

El apodo y el apellido del tipo inspiraban respeto en el mundo del hampa, tanto en la cárcel, donde cada vez que entraba se lo recibía como a un líder, como en la calle, donde sus andanzas causaban dolores de cabeza y humillaciones a la policía al tiempo que enriquecían las mejores páginas del periodismo policial, allí donde las crónicas delictivas se saben contar con los recursos de la novela negra.

Quizás por eso, hasta los guardiacárceles se mostraron respetuosos cuando, el 7 de noviembre de 1986, los presos de las cárceles de Caseros y Devoto decidieron apagar durante 24 horas todas las radios al conocer la noticia de la muerte de “Pichón” Laginestra, caído bajo las balas policiales mientras escapaba después de fracasar en el robo de los australes destinados a pagar la quincena de los trabajadores de la fábrica de medias Silvana, en el partido bonaerense del San Martín.

La medida de los presos era a la vez un homenaje y una denuncia. Homenaje a la figura de ese asaltante legendario que se había ganado un lugar de referencia en el mundo del hampa; denuncia, porque sus colegas estaban seguros de que la Bonaerense lo había fusilado en lugar de capturarlo vivo pese a que estaba desarmado. No era un secreto que la Federal y tres policías provinciales se la tenían jurada porque “Pichón” se había cansado de ponerlas en ridículo, una y otra vez, durante décadas.

Cuando lo mataron, Juan José Ernesto Laginestra tenía 49 años y llevaba más de un cuarto de siglo de carrera delictiva, desde aquel primer asalto a las oficinas de Segba en Rosario, en 1959, en el cual se llevó con su banda un botín de más de 800.000 pesos, un monto sideral para la época.

El liderazgo de ese golpe inicial, con apenas 22 años, le valió un lugar de prestigio entre sus pares, pero fueron otras cosas las que, con el correr del tiempo, le brindaron una fama que llegó al gran público a través de las crónicas policiales: sus asaltos espectaculares, la cordialidad con que trataba a las víctimas de sus secuestros, cuatro fugas de la cárcel dignas de película y la invención de un método increíble – que la policía nunca pudo descubrir - para “esfumarse” después de cada golpe. Todo sin derramar jamás una gota de sangre.

Por todo eso, “Pichón” Laginestra era una leyenda y también por eso sabía que había policías que querían matarlo. No le gustaba la imagen que le construían las crónicas policiales, no le gustaba esa fama que podía jugarle en contra. “Yo vivo y dejo vivir y, sin embargo, los periodistas de Buenos Aires me quieren hacer famoso”, se quejó una vez a uno de los cronistas que solían escribir sobre él.

Nace “Pichón”

Juan José Ernesto Laginestra nació en Bogado, en el sur de la provincia de Santa Fe, en enero de 1937, pero creció en Buenos Aires, más precisamente en Villa Soldati, donde la familia se instaló a principios de los ‘40. Al pibe no le gustaba estudiar – no hay registros de que haya terminado la primaria -, prefería andar por la calle con sus amigos, jugar a la pelota, robar fruta y, de ser posible, hacerse de unos mangos para darse algún gusto fuera del corto alcance de la precaria economía familiar.

Jorge Villarino, el veterano ladrón que lo cobijó en la cárcel y le enseñó varios trucos

Con otros adolescentes del barrio formó una bandita de rateros lo suficientemente hábiles o precavidos como para no caer en manos de la policía. No robaban en Soldati, donde todo el mundo se conocía, sino que buscaban otros horizontes para hacerse de pequeños botines y esquivar vigilantes. Laginestra nunca contó como pasó de esas raterías a la formación de una banda para cometer su primer gran asalto, pero queda claro que no fue un proceso lento sino un verdadero salto hacia la delincuencia mayor.

El robo a punta de pistola de las oficinas de Segba en la calle Sánchez de Bustamante, en Rosario, de donde se llevaron más de 800.000 pesos en efectivo y huyeron en un auto robado, resultó un éxito, pero Laginestra y los suyos no cubrieron bien sus rastros y pocos días después terminaron esposados.

Corría diciembre de 1959 y cuando llegó a la cárcel de Rosario para cumplir su condena, los veteranos del lugar lo recibieron con el apodo que quedaría indisolublemente ligado a su apellido hasta su muerte y también después, “Pichón”. Lo llamaron así por lo precoz, les costaba creer que un pibe que todavía no había cumplido 23 años fuera capaz de liderar semejante golpe.

Uno de los presos que lo tomó bajo su protección era un verdadero “pesado” Jorge Villarino, contrabandista de whisky y cigarrillos, asaltante a mano armada y protagonista de más de una fuga carcelaria. “El Rey del boleto” – como llamaban a Villarino – no solo compartió sus experiencias de hampón experimentado con “Pichón”, también le dio contactos que le serían de utilidad cuando saliera en libertad.

Si también le enseñó lo que sabía del arte de la fuga, “Pichón” aprendió bien, porque meses después, mientras Villarino seguía preso, Laginestra pudo escaparse de la cárcel de Rosario.

Los bancos y la gran fuga

Para mediados de los ‘60, después de participar de otras bandas gracias a los contactos de Villarino, “Pichón” formó su propio grupo y comenzó a perfilar una nueva especialidad: el asalto de bancos.

Entre 1967 y principios de 1968, la banda de Villarino perpetró un mínimo de 12 asaltos, en Capital Federal y las provincias de Buenos Aires y de Santa Fe. En la ciudad de Buenos Aires, cuya seguridad estaba a cargo de la Policía Federal, “Pichón” se ganó con eso un enemigo acérrimo, el temible comisario Evaristo Meneses, conocido como “El Pardo”, que se juramentó atraparlo, vivo o muerto.

Le ganó de mano la policía santafesina, que lo encontró en Rosario, donde “Pichón” se había refugiado. Detenido, fue a parar a la misma cárcel de la que se había fugado años antes. Según la sentencia, le esperaban 18 años de reclusión, pero no alcanzó a cumplir siquiera uno.

Después de dos intentos de fuga fracasados, a mediados de 1968, Laginestra protagonizó uno de los escapes más insólitos de la historia de las cárceles argentinas. Lo mantenían en una celda solitaria, donde un guardia lo vigilaba cada dos horas mirando por la mirilla. Nunca s supo cómo hizo – o a quién convenció con alguna promesa, porque corría el rumor que tenía guardado un “tesoro” de 63 millones de pesos producto de sus asaltos – pero pudo salir de la celda, que quedó cerrada con el candado por fuera. Sobre el camastro descansaba un bulto de ropas y una almohada que simulaba un cuerpo. Llegó al muro del penal y se deslizó afuera con una soga de siete metros. Un guardia le dio la voz de alto y disparó sin puntería una ráfaga de ametralladora, mientras “Pichón” alcanzaba ileso un Ford Taunus que lo esperaba en marcha y que salió disparado en la noche.

Comisario Evaristo Meneses

El truco del camión cisterna

Si Laginestra había acumulado para entonces una fortuna de más de sesenta millones de pesos y si sobornó a alguien para escapar son cuestiones que quedaron para siempre envueltas en el misterio. Lo cierto es que no se escapó para descansar, sino que ya tenía en la cabeza perpetrar otros dos grandes robos.

En septiembre, la banda asaltó el Banco Popular Argentino. A las 7 de la mañana llamaron a la puerta de un vecino, le apuntaron con sus armas, lo amordazaron y lo ataron. Después, utilizando una soga, treparon la pared del fondo de la casa, lindero con el patio del banco. Una vez allí, esperaron a que llegara un empleado, al que obligaron a abriles la puerta trasera del edificio. Se llevaron 23 millones de pesos. Cuando la policía llegó, se habían esfumado y pese a que se cortaron todas las salidas de la ciudad, no pudieron encontrar a los asaltantes.

Con el mismo modus operandi – vecino, soga, patio – asaltaron poco después la sucursal Arroyito del Banco Nación. Antes de irse, “Pichón” bromeó con la condición de empleados estatales del banco: “Nosotros también trabajamos como ustedes, con la diferencia de que ustedes trabajan para el Estado y nuestro laburo es robarle al Estado”, les dijo. Esta vez el botín alcanzó a 38 millones de pesos.

De nuevo, los cinco asaltantes parecieron hacerse humo y pese al operativo policial, nadie podía encontrarlos. Los buscaron con patrulleros y helicópteros las policías de Santa Fe y de Buenos Aires, sin ningún resultado.

Como en los anteriores asaltos, la banda de “Pichón” utilizó un truco infalible para “desaparecer”. Tenían acondicionado un camión cisterna – cuyo cartel decía que transportaba vino - con una puerta disimulada en la base del tanque. Adentro había camas cucheta, una mesa y hasta una heladera para guardar comida y vino. Después de cada robo, la banda abandonaba el auto que había utilizado en las cercanías del camión, y los ladrones, con el botín en sus manos, se refugiaban dentro del camión. Después de varias horas, uno se ponía al volante y se alejaba de la ciudad sin que los controles policiales sospecharan que los asaltantes y el dinero estaban dentro del tanque.

Secuestros y más fugas

Pese a su pericia para escapar de sus perseguidores después de los asaltos, para permanecer en libertad “Pichón” debía enfrentar un problema de difícil solución: su cara, publicada en los diarios, era conocida y el riesgo de que alguien lo señalara o lo delatara crecía al mismo tiempo que su indeseada fama.

Era cuestión de tiempo y a fines de 1969 lo cercaron en una pensión de San Telmo. Volvió a la cárcel y de nuevo se fugó, esta vez usando un túnel de 15 metros. Salió decidido a encarar otro rubro del crimen: el secuestro extorsivo.

Primero raptaron al intendente de Firmat, un departamento santafesino, que también era un poderoso industrial. Acordado el rescate, que debía ser dejado en el interior de un Fiat 600 que la banda había estacionado en una calle, la policía montó un discreto operativo para interceptar el auto cuando se pusiera en movimiento. Pasaron horas sin que nadie se pusiera al volante del Fiat y cuando fueron a ver, el bolso con los billetes del rescate ya no estaba. Recién entonces se descubrió la trampa: el auto tenía una abertura en el piso, justo sobre una alcantarilla abierta: por ahí habían sacado el bolso sin que nadie los detectara para irse tranquilamente por el desagüe.

Poco después secuestraron al empresario Emilio Scholer, en Rosario, pero “Pichón” fue capturado unas semanas después de haber cobrado el rescate. Corría 1972 y cargaba sobre sus espaldas con una condena de 21 años. No tuvo que esperar tanto para salir: escapó el 25 de mayo de 1973, confundido con los presos políticos liberados por la amnistía dictada por el gobierno de Héctor J. Cámpora.

Salida de presos políticos por un decreto de Cámpora el 25 de mayo de 1973. Laginestra aprovechó para escapar

Con los presos políticos

Meses después lo recapturaron en Villa María, Córdoba. Laginestra ya no pudo escapar y debió pasar los oscuros años de la dictadura detrás de las rejas. Para el 24 de marzo de 1976 cumplía su condena en la Unidad Penitenciaria 1 del barrio San Martín, en Córdoba. Los otros reclusos lo llamaban como siempre “Pichón”, pero ese apodo era lo único que quedaba de aquel joven aprendiz de asaltante.

Laginestra era un verdadero “pesado”, líder indiscutido entre los comunes, y desde ese lugar se preocupó por los maltratos que recibían los presos políticos. “Pichón hizo gala de su poder declarando una huelga en el penal para demostrar que los presos políticos eran torturados. Su orden dictaminó silencio total durante 24 horas, para que se sintiese con claridad el ruido de los golpes y los gritos de los torturados. Les hacía llegar manteca, dulce, biromes y papel higiénico, en el que sacaban a las calles las denuncias de torturas”, relata el periodista Nano Aguirre.

También les hizo llegar por lo menos una carta, donde les decía: “(…) nosotros los llamamos otarios abobinados a garrote, pero los respetamos, con los huevos de ustedes y los conocimientos nuestros desvalijamos Córdoba”.

La libertad y la muerte

Juan José Laginestra no volvió a escapar de la cárcel, pero sí salió nuevamente en libertad el 1 de noviembre de 1984, cuando su abogado logró que la Justicia le quitara a la condena que cumplía la accesoria de “por tiempo indeterminado” debido a que “Pichón” había pasado más de la mitad de su vida detrás de las rejas.

En la calle, no supo - o no quiso- hacer otra cosa que volver a su “oficio” de siempre y se puede decir que murió en su ley. El 7 de noviembre de 1986, junto con tres cómplices, intentó quedarse con el dinero destinado a pagar las quincenas de los obreros de la fábrica de medias “Silvana”, en el partido bonaerense de San Martín. Escapaban en un Ford Taunus robado horas antes en la Capital Federal cuando la policía les disparó en la Avenida General Paz y el Boulevard Ballester.

“Pichón” y uno de sus cómplices, Néstor Pascual, de 27 años, quedaron muertos dentro del auto. La versión policial dijo que los agentes habían disparado en respuesta a las balas de los delincuentes, pero no especificó que armas llevaban.

Al conocer la noticia, los presos de Devoto y Caseros iniciaron sus 24 horas de silencio como protesta. Para ellos no había dudas: la policía se la tenía jurada y lo había fusilado.

Cierto o falso, eso sigue siendo hoy parte de la leyenda de “Pichón” Laginestra.

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